— Tiene razón — reconoció Iván, que le escuchaba atentamente.
— Abrí las ventanas. Estaba yo en el segundo cuarto, en el pequeño — el huésped indicó las medidas con las manos—; mire, tenía un sofá, enfrente otro, y entre ellos una mesita con una lámpara de noche fantástica; más cerca de la ventana, libros y un pequeño escritorio, la primera habitación — que era enorme, de catorce metros— tenía libros, libros y más libros y una estufa. ¡Ah! ¡Cómo lo tenía puesto!… El olor extraordinario de las lilas… el cansancio me aligeraba la cabeza y Pilatos llegaba a su fin…
—¡La túnica blanca forrada de rojo sangre! ¡Lo comprendo! — exclamaba Iván.
—¡Eso es! Pilatos se acercaba a su fin y yo ya sabía que las últimas palabras de la novela serían «… el quinto procurador de Judea, el jinete Poncio Pilatos». Como es natural, salía a dar algún paseo. Cien mil rublos es una suma enorme y yo llevaba un traje precioso. A veces, iba a comer a algún restaurante barato. En Arbat había un restaurante magnífico que no sé si existirá todavía — abrió los ojos desmesuradamente y siguió murmurando, mirando a la luna—. Ella llevaba unas flores horribles, inquietantes, de color amarillo. ¡Quién sabe cómo se llaman! pero no sé por qué, son las primeras flores que aparecen en Moscú. Destacaban sobre el fondo negro de su abrigo. ¡Ella llevaba unas flores amarillas! Es un color desagradable. Dio la vuelta desde la calle Tverskaya a una callejuela y volvió la cabeza. ¿Conoce la Tverskaya? Pasaban miles de personas, pero le aseguro que me vio sólo a mí. Me miró no precisamente con inquietud, sino más bien con dolor. Y me impresionó, más que por su belleza, por la soledad infinita que había en sus ojos y que yo no había visto jamás. Obedeciendo aquella señal amarilla, también yo torcí a la bocacalle y seguí sus pasos. Íbamos por la triste calleja tortuosa, mudos los dos por una acera yo y ella por la otra. Y fíjese que no había ni un alma en la calle. Yo sufría porque me pareció que tenía que hablarle, pero temía que no sería capaz de articular palabra. Que ella se iría y no la volvería a ver nunca más. Y ya ve usted: ella habló primero:
«—¿Le gustan mis flores?
«Recuerdo perfectamente cómo sonó su voz, bastante grave, cortada, y aunque sea una tontería, me pareció que el eco resonó en la calleja y se fue a reflejar en la sucia pared amarilla. Crucé la calle rápidamente, me acerqué a ella y contesté:
«—No.
«Me miró sorprendida y comprendí de pronto, inesperadamente, ¡que toda la vida había amado a aquella mujer! ¡Qué cosas! ¿verdad? Seguro que piensa que estoy loco.
— No pienso nada — exclamó Iván—, ¡siga contando, se lo ruego!
El huésped siguió:
— Pues sí, me miró sorprendida y luego preguntó:
«—¿Es que no le gustan las flores?
«Me pareció advertir cierta hostilidad en su voz. Yo caminaba a su lado, tratando de adaptar mi paso al suyo y, para mi sorpresa, no mesentía incómodo.
«—Me gustan las flores, pero no éstas — dije.
«—¿Y qué flores le gustan?
«—Me gustan las rosas.
«Me arrepentí en seguida de haberlo dicho, porque sonrió con aire culpable y arrojó sus flores a una zanja. Estaba algo desconcertado, recogí las flores y se las di. Ella sonriendo, hizo ademán de rechazarlas y las llevé yo.
Así anduvimos un buen rato, sin decir nada, hasta que me quitó las flores y las tiró a la calzada, luego me cogió la mano con la suya, enfundada en un guante negro, y seguimos caminando juntos.
— Siga-dijo Iván—, se lo suplico, cuéntemelo todo.
—¿Que siga? — preguntó el visitante—. Lo que sigue ya se lo puede imaginar — se secó una lágrima repentina con la manga del brazo derecho y siguió hablando—. El amor surgió ante nosotros, como surge un asesino en la noche, y nos alcanzó a los dos. Como alcanza un rayo o un cuchillo de acero. Ella decía después que no había sido así, que nos amábamos desde hacía tiempo, sin conocernos, sin habernos visto, cuando ella vivía con otro hombre… y yo, entonces… con esa… ¿cómo se llama?
—¿Con quién? — preguntó Desamparado.
—Con esa… bueno… con… — respondió el huésped, moviendo los de-dos.
—¿Estuvo casado?
— Sí, claro, por eso muevo los dedos… Con esa… Várenka… Mánechka… no, Várenka… con un vestido a rayas, el museo… No, no lo recuerdo.
«Pues ella decía que había salido aquel día con las flores amarillas, para que al fin yo la encontrara, y si yo no la hubiese encontrado, acabaría envenenándose, porque su vida estaba vacía.
«Sí, el amor nos venció en un instante. Lo supe ese mismo día, una hora después, cuando estábamos, sin habernos dado cuenta, al pie de la muralla del Kremlin, en el río.
«Hablábamos como si nos hubiéramos separado el día antes, como si nos conociéramos desde hacía muchos, muchos años. Quedamos en encontrarnos el día siguiente en el mismo sitio, en el río Moskva y allí fuimos. El sol de mayo brillaba para nosotros solos. Y sin que nadie lo supiera se convirtió en mi mujer.
«Venía a verme todos los días a las doce. Yo la estaba esperando desde muy temprano. Mi impaciencia se demostraba en que cambiaba de sitio todas las cosas que había sobre la mesa. Unos diez minutos antes de su llegada me sentaba junto a la ventana y esperaba el golpe de la portezuela del jardín. Es curioso, antes de conocerla casi nadie entraba por esa verja; mejor dicho, nadie; pero entonces me parecía que toda la ciudad venía al jardín. Un golpe de la verja, un golpe de mi corazón, y en mi ventana, a la altura de mis ojos, solían aparecer unas botas sucias. El afilador. ¿Pero, quién necesitaba al afilador en nuestra casa? ¿Qué iba a afilar? ¿Qué cuchillos?
«Ella pasaba por la puerta una vez, pero antes de eso ya me había palpitado el corazón por lo menos diez veces, no exagero. Y luego, cuando llegaba su hora y el reloj marcaba las doce, no dejaba de palpitar hasta que, casi sin ruido, se acercaban a la ventana sus zapatos con lazos negros de ante, cogidos con una hebilla metálica.
«A veces hacía travesuras: se detenía junto a la segunda ventana y daba golpes suaves con la punta del zapato en el cristal. En un segundo yo estaba junto a la ventana, pero desaparecía el zapato y la seda negra que tapaba la luz, y yo iba a abrirle la puerta.
«Estoy seguro de que nadie sabía de nuestras relaciones, aunque no suele ser así. No lo sabía ni su marido, ni los amigos. En la vieja casa donde yo tenía mi sótano se daban cuenta, naturalmente, de que venía a verme una mujer, pero no conocían su nombre.
—¿Y quién es ella? — preguntó Iván, muy interesado por la historia de amor.
El visitante hizo un gesto que quería decir que nunca se lo diría a nadie y siguió su relato.
Iván supo que el maestro y la desconocida se amaban tanto que eran inseparables. Iván se imaginaba muy bien las dos habitaciones del sótano, siempre a oscuras por los lilos del jardín. Los muebles rojos, con la tapicería desgastada, el escritorio con un reloj que sonaba cada media hora, los libros, los libros desde el suelo pintado, hasta el techo ennegrecido por el humo y la estufa.
Se enteró Iván de que su visitante y aquella mujer misteriosa decidieron, ya en los primeros días de sus relaciones, que los había unido el propio destino en la esquina de la Tverskaya y la callecita, y que estaban hechos el uno para el otro hasta la muerte.
Supo cómo pasaban el día los enamorados. Ella venía, se ponía un delantal y en el estrecho vestíbulo, donde tenían el lavabo, del que tan orgulloso estaba el pobre enfermo, encendía el hornillo de petróleo sobre una mesa de madera y preparaba el desayuno. Luego lo servía en una mesa redonda de la habitación pequeña. Durante las tormentas de mayo, cuando un riachuelo pasaba junto a las ventanas ensombrecidas, amenazando inundar el último refugio de los enamorados, encendían la estufa y hacían patatas asadas.