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Las patatas despedían vapor y les manchaban los dedos con su piel negra. En el sótano se oían risas, y los árboles se liberaban después de la lluvia de las ramitas rotas, de las borlas blancas.

Cuando pasaron las tormentas y llegó el bochornoso verano, aparecieron las rosas en los floreros, las rosas esperadas y queridas por los dos.

Aquel que decía ser el maestro trabajaba febrilmente en su novela, que también llegó a absorber a la desconocida.

— Confieso que a veces tenía celos — susurraba el huésped nocturno de Iván, que entrara por el balcón iluminado por la luna.

Con sus delicados dedos de uñas afiladas hundidos en el pelo, ella leía y releía lo escrito, y después de releerlo se ponía a coser el gorro. A veces se sentaba delante de los estantes bajos o se ponía de pie junto a los de arriba y limpiaba con un trapo los libros, los centenares de tomos polvorientos.

Le prometía la gloria, le metía prisa y fue entonces cuando empezó a llamarle maestro. Esperaba con impaciencia aquellas últimas palabras prometidas sobre el quinto procurador de Judea, repetía en voz alta, cantarína, algunas frases sueltas que le gustaban y decía que en la novela estaba su vida entera.

Terminó de escribirla en agosto, se la entregó a una mecanógrafa desconocida que le hizo cinco ejemplares. Llegó por fin la hora en que tuvieron que abandonar su refugio secreto y salir a la vida.

— Salí con la novela en las manos y mi vida se terminó —murmuró el maestro, bajando la cabeza. Y el gorrito triste y negro con su «M» amarilla estuvo oscilando mucho rato.

Continuó narrando, pero ahora de manera un tanto incoherente. Iván comprendió que al maestro le había ocurrido una catástrofe.

— Era la primera vez que me encontraba con el mundo de la literatura. Pero ahora, cuando mi vida está acabada y mi muerte es inminente, ¡lo recuerdo con horror! — dijo el maestro con solemnidad, y levantó la mano—. Sí, me impresionó muchísimo, ¡terriblemente!

—¿Quién? — apenas se oyó la pregunta de Iván, que temía interrumpir al emocionado narrador.

—¡El redactor jefe, digo el redactor jefe! Sí, la leyó. Me miraba como si yo tuviera un carrillo hinchado con un flemón, desviaba la mirada a un rincón y soltaba una risita avergonzada. Manoseaba y arrugaba el manuscrito sin necesidad, suspirando. Las preguntas que me hizo me parecieron demenciales. No decía nada de la novela misma y me preguntaba que quién era yo y de dónde había salido; si escribía hacía tiempo y por qué no se sabía nada de mí; por último me hizo una pregunta completamente idiota desde mi punto de vista: ¿quién me había aconsejado que escribiera una novela sobre un tema tan raro? Hasta que me harté y le pregunté directamente si pensaba publicar mi novela. Se azoró mucho, empezó a balbucir algo, sobre que la decisión no dependía de él, que tenían que conocer mi obra otros miembros de la redacción, precisamente los críticos Latunski y Arimán y también el literato Mstislav Lavróvich. Me dijo que volviera a las dos semanas. Volví y me recibió una muchacha bizca, de tanto mentir.

— Es Lapshénnikova, la secretaria de redacción — se sonrió Iván, que conocía muy bien el mundo que con tanta indignación describía su huésped.

— Puede ser — replicó el otro—. Me devolvió mi novela, bastante mugrienta y destrozada ya, y, tratando de no encontrarse con mi mirada, me comunicó que la redacción tenía material suficiente para los dos años siguientes, por lo que quedaba descartada la posibilidad de publicar mi novela. ¿De qué más me acuerdo? — decía el maestro frotándose las sienes. Sí, los pétalos de rosa caídos sobre la primera página y los ojos de mi amada. Me acuerdo de sus ojos.

El relato se iba embrollando cada vez más. Decía algo de la lluvia que caía oblicua y de la desesperación en el refugio del sótano. Y había ido a otro sitio. Murmuraba que a ella, que le había empujado a luchar, no la culpaba, ¡oh, no! no la culpaba.

Después, Iván se enteró de algo inesperado y extraño. Un día nuestro héroe abrió un periódico y se encontró con un artículo del crítico Arimán en el que advertía a quien le concerniese que él, es decir, nuestro héroe, había intentado introducir una apología de Jesucristo.

— Sí, sí, lo recuerdo — exclamó Iván—, pero de lo que no me acuerdo es de su apellido.

— Deje mi apellido, se lo repito, ya no existe — respondió el visitante—. No tiene importancia. A los dos días apareció en otro periódico un artículo firmado por Mstislav Lavróvich en el que el autor proponía darle un palo al «pilatismo» y a ese «pintor de iconos de brocha gorda» que trataba de introducirlo (¡Otra vez esa maldita palabra!).

«Sorprendido por esta palabra inaudita, “pilatismo”, abrí un tercer periódico.

«Traía dos artículos, uno de Latunski y otro firmado “N. E”. Le aseguro que las creaciones de Arimán y Lavróvich parecían un inocente juego de niños al lado de la de Latunski. Es suficiente que le diga el título del artículo: “El sectario militante”. Estaba tan absorto en los artículos relacionados con mi persona, que no advertí su llegada (había olvidado cerrar la puerta), apareció ante mí con un paraguas mojado en las manos y los periódicos también mojados. Los ojos le echaban fuego y las ma-nos, muy frías, le temblaban. Primero se echó sobre mí para abrazarme y luego dijo con voz muy ronca, dando golpes en la mesa, que envenenaría a Latunski.

Iván se removió azorado, pero no dijo nada.

— Los días que siguieron fueros tristes, de otoño — hablaba el maestro—; el monstruoso fracaso de mi novela parecía haberme arrebatado la mitad del alma. En realidad, ya no tenía nada que hacer y vivía de las reuniones con ella. Entonces me sucedió algo. No sé qué fue, creo que Stravinski ya lo habrá averiguado. Me dominaba la tristeza y empecé a tener extraños presentimientos. A todo esto, los artículos seguían apareciendo. Los primeros me hicieron reír. Pero a medida que salían más, iba cambiando mi actitud hacia ellos. La segunda etapa fue de sorpresa. Algo terrible-mente falso e inseguro se adivinaba en cada línea de aquellos artículos, a pesar de su tono autosuficiente y amenazador. Me parecía — y no era capaz de desecharlo— que los autores de los artículos no decían lo que querían decir y que su indignación provenía de eso precisamente. Después empezó la tercera etapa: la del miedo. Pero no, no era miedo a los artículos, entiéndame, era miedo ante otras cosas que no tenían relación alguna con la novela. Por ejemplo, tenía miedo a la oscuridad. En una palabra, comenzaba una fase de enfermedad psíquica. Me parecía, sobre todo cuando me estaba durmiendo, que un pulpo ágil y frío se me acercaba al corazón con sus tentáculos. Tenía que dormir con la luz encendida.

«Mi amada había cambiado mucho (claro está que no le dije nada de lo del pulpo, pero ella se daba cuenta de que me pasaba algo raro), estaba más pálida y delgada, ya no se reía y me pedía que la perdonara por haberme aconsejado que publicara un trozo de la novela. Me decía que lo dejara todo y me fuera al mar Negro, que gastara el resto de los cien mil rublos.

«Ella insistía mucho y yo, por no discutir (aunque algo me decía que no iría al mar Negro), le prometí hacerlo en cuanto pudiera. Me dijo que ella sacaría el billete. Saqué todo mi dinero, cerca de diez mil rublos y se lo di.

«—¿Por qué me das tanto? — se sorprendió ella.

«Le dije que tenía miedo de los ladrones y le pedí que lo guardara hasta el día de mi partida. Cogió el dinero, lo guardó en su bolso y me dijo, abrazándome, que le parecía más fácil morirse que abandonarme en aquel estado; pero que la estaban esperando y que no tenía más remedio que marcharse. Prometió venir al día siguiente. Me pidió que no tuviera miedo de nada.

«Eso ocurrió al anochecer, a mediados de octubre. Se fue. Me acosté en el sofá y dormí, sin encender la luz. Me despertó la sensación de que el pulpo estaba allí. A duras penas pude dar la luz. Mi reloj de bolsillo marcaba las dos de la mañana. Me acosté sintiéndome ya mal y desperté enfermo del todo. De pronto me pareció que la oscuridad del otoño iba a romper los cristales, a entrar en la habitación y que yo me moriría como ahogado en tinta. Cuando me levanté era ya un hombre incapaz de dominarse. Di un grito y sentí el deseo de correr para estar con alguien, aunque fuera con el dueño de mi casa. Luchaba conmigo mismo como un demente. Tuve fuerzas para llegar hasta la estufa y encender fuego. Cuando los leños empezaron a crujir y la puertecilla dio varios golpes, me pareció que me sentía algo mejor. Corrí al vestíbulo, encendí la luz, encontré una botella de vino blanco, la abrí y bebí directamente de la botella. Esto aminoró tanto mi sensación de miedo que no fui a ver al dueño y me volví junto a la estufa. Abrí la portezuela y el calor empezó a quemarme la cara y las manos. Clamé: