«—Adivina que me ha ocurrido una desgracia… ¡Ven, ven, ven!
«Pero no vino nadie. El fuego aullaba en la lumbre y la lluvia azotaba las ventanas. Entonces sucedió lo último. Saqué del cajón el pesado manuscrito de mi novela, los borradores, y empecé a quemarlos. Fue un trabajo pesadísimo, porque el papel escrito se resiste a arder. Deshacía los cuadernos, rompiéndome las uñas, metía las hojas entre la leña y las movía con un atizador. De vez en cuando me vencía la ceniza, ahogaba el fuego, pero yo luchaba con ella y con la novela, que, aunque se resistía desesperadamente, iba pereciendo poco a poco. Bailaban ante mis ojos palabras conocidas, el amarillo iba subiendo por las páginas inexorable-mente, pero las palabras se dibujaban a pesar de todo. No se borraban hasta que el papel estaba negro; entonces las destruía definitivamente a golpes feroces del atizador.
«En ese momento alguien empezó a arañar suavemente el cristal. El corazón me dio un vuelco, eché al fuego el último cuaderno y corrí a abrir la puerta. Había unos peldaños de ladrillo entre el sótano y la puerta que daba al jardín. Llegué tropezando y pregunté en voz baja:
«—¿Quién es?
«Una voz, su voz, me contestó:
«—Soy yo…
«No sé cómo pude dominar la cadena y la llave. En cuanto entró se apretó contra mí, chorreando agua, con las mejillas mojadas, el pelo la cio y temblando. Sólo pude pronunciar una palabra.»—Tú… ¿tú? —se me cortó la voz. Bajamos corriendo.»En el vestíbulo se quitó el abrigo y entramos presurosos en la habita ción pequeña. Dio un grito y sacó con las manos lo que quedaba, el último montón que empezaba a arder. El humo llenó la habitación. Apagué el fuego con los pies y ella se echó en el sofá, llorando desesperada, sin poder contenerse.
«Cuando se tranquilizó, le dije:
«—Odio la novela y tengo miedo. Estoy enfermo. Tengo miedo.
«Ella se levantó y habló:
«—Dios mío, qué mal estás. ¿Pero, por qué? ¿Por qué todo esto? Yo te salvaré, te voy a salvar. ¿Qué tienes?» Veía sus ojos hinchados por el humo y las lágrimas y sentía sus manos frías acariciándome la frente.
«—Te voy a curar — murmuraba ella, cogiéndome por los hombros—. La vas a reconstruir. ¿Por qué? ¿por qué no me habré quedado con otro ejemplar?
«Apretó los dientes indignada, diciendo algo ininteligible. Luego empezó a recoger y ordenar las hojas medio quemadas. Era un capítulo central, no recuerdo cuál. Reunió las hojas cuidadosamente, las envolvió en un papel y las ató con una cinta. Su actitud revelaba gran decisión y dominio de sí misma. Me pidió vino y, después de beberlo, habló con más serenidad:
«—Así se paga la mentira. No quiero mentir más. Me quedaría contigo ahora mismo, pero no quiero hacerlo de esta manera. No quiero que le quede para toda la vida el recuerdo de que le abandoné por la noche. No me ha hecho nada malo… Le llamaron de repente, había un incendio en su fábrica. Pero pronto volverá. Se lo explicaré mañana, le diré que quiero a otro y volveré contigo para siempre. Dime, ¿acaso tú no lo deseas?
«—Pobrecita mía — le dije—, no permitiré que lo hagas. No estarás bien a mi lado y no quiero que mueras conmigo.
«—¿Es la única razón? — preguntó ella, acercando sus ojos a los míos.
«—La única.
«Se animó muchísimo, me abrazó, rodeándome el cuello con sus brazos y dijo:
«— Voy a morir contigo. Por la mañana estaré aquí.
«Lo último que recuerdo de mi vida es una franja de luz del vestíbulo, y en la franja, un mechón desrizado, su boina y sus ojos llenos de decisión. También recuerdo una silueta negra en el umbral de la puerta de la calle y un paquete blanco.
«—Te acompañaría, pero no tengo fuerzas para volver solo. Tengo miedo.
«—No tengas miedo. Espera unas horas. Por la mañana estaré contigo.
«—Ésas fueron sus últimas palabras en mi vida. ¡Chist! — se interrumpió el enfermo levantando un dedo—. ¡Qué noche de luna tan intranquila!
Desapareció en el balcón. Iván oyó ruido de ruedas en el pasillo y un sollozo o un grito débil.
Cuando todo se hubo calmado volvió el visitante. Le dijo a Iván que en la habitación 120 había ingresado un nuevo enfermo. Era uno que pedía que le devolvieran su cabeza.
Los dos interlocutores estuvieron un rato en silencio, angustiados, pero se tranquilizaron y volvieron a su conversación. El visitante abrió la boca, pero la nochecita era realmente agitada. Se oía ruido de voces en el pasillo. El huésped hablaba a Iván al oído, pero con voz tan baja que Iván sólo pudo entender la primera frase:
— Al cuarto de hora de marcharse ella llamaron a mi ventana…
Al parecer, el enfermo se había emocionado con su propio relato. Una convulsión le desfiguraba la cara a cada instante. En sus ojos flotaban y bailaban el miedo y la indignación. Señalaba con la mano a la luna, que hacía tiempo que se había ido. Y sólo entonces, cuando los ruidos exteriores cesaron, el huésped se apartó de Iván y habló más fuerte.
— Sí, fue una noche a mediados de enero. Estaba yo en el patio, muerto de frío, con el abrigo, el mismo pero sin botones. Detrás de mí tenía unos montones de nieve que cubrían los lilos y delante, en la parte baja del muro de la casa, mis ventanas. Estaban iluminadas débilmente, con las cortinas echadas. Me acerqué a una, dentro sonaba un gramófono. Es todo lo que pude oír, pero no vi nada. Permanecí allí, inmóvil, durante un buen rato y después salí a la calle. Soplaba fuerte el viento. Un perro se me echó a los pies, me asusté y corrí al otro lado de la calle. El frío y el miedo, que ya eran mis inseparables compañeros, me ponían frenético. No tenía dónde ir. Lo más sencillo hubiera sido arrojarme a las ruedas del tranvía que pasaba por la calle en la que desembocaba mi callecita. Veía de lejos los vagones iluminados por dentro, envueltos por el hielo, y escuchaba su odioso rechinar cuando pasaban por las vías heladas. Pero, querido vecino, el miedo se había adueñado de mí, se había apoderado de cada célula de mi cuerpo, ése era el problema. Lo mismo me asustaban los perros que me atemorizaba un tranvía. ¡Le juro que no hay en esta casa otra enfermedad peor que la mía!
— Pero podía haberla avisado — dijo Iván, compadeciendo al pobre enfermo—. Además ella tenía su dinero, ¿no? Seguramente lo habrá guardado.
— No lo dude. Claro que lo tiene guardado. Pero, me parece que no entiende, o mejor dicho, yo he perdido la facultad de expresarme. Y no, no me da mucha pena de ella, ya no podría ayudarme. ¡Imagínese — el huésped miraba con piedad en la oscuridad de la noche—, se habría encontrado con una carta del manicomio! ¡Cómo se puede enviar una carta con este remite!… ¿Enfermo mental?… ¡Usted bromea! ¿Hacerla desgraciada? No, eso no lo puedo hacer.
Iván no encontró nada que decirle, pero, a pesar de su silencio, le daba mucha lástima. El otro, angustiado por los recuerdos, movía la cabeza con el gorro negro. Siguió hablando:
— Pobre mujer… Aunque tengo la esperanza de que me haya olvidado.
—¡Usted se podrá curar algún día…! — interrumpió Iván tímidamente.
— Soy incurable — contestó tranquilo—. Cuando Stravinski habla de volverme a la normalidad no le creo. Es muy humano y procura calmarme. Y no tengo por qué negar que ahora me encuentro mucho mejor. ¡Sí! ¿Qué estaba diciendo? El frío, los tranvías volando… Sabía que existía este sanatorio y traté de llegar aquí, a pie, atravesando toda la ciudad.