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«¡Qué locura! Estoy convencido de que al salir de la ciudad me habría helado, pero me salvé por una casualidad. Algo se había estropeado en el camión. Me acerqué al conductor — estaba a unos cuatro kilómetros de la ciudad— y me llevé la sorpresa de que se apiadara de mí. El camión venía al sanatorio y me trajo. Fue una suerte. Tenía congelados los dedos del pie izquierdo. Me los curaron. Y hace ya cuatro meses que estoy aquí. La verdad, encuentro que no se está nada mal. ¡Nunca se deben hacer planes a largo plazo, querido vecino! Yo mismo quería haber recorrido el mundo entero; pero Dios no lo ha querido así. Sólo veo una ínfima parte de esta tierra. Supongo que no es la mejor, pero no se está mal del todo. Se acerca el verano, Praskovia Fédorovna ha prometido que los balcones se cubrirán de hiedra. Sus llaves me han servido para ampliar posibilidades. Habrá luna por las noches. ¡Oh! ¡Se ha ido! ¡Qué fresco hace! Es más de medianoche. Tengo que irme.

— Dígame, por favor, ¿qué pasó con Joshuá y Pilatos? — le pidió Iván—. Quiero saberlo.

—¡Oh, no! — respondió el huésped estremeciéndose de dolor—, no puedo recordar mi novela sin ponerme a temblar. Su amigo, el de «Los Estanques del Patriarca», lo sabe mucho mejor que yo. Gracias por su compañía. Adiós.

Y antes de que Iván tuviera tiempo de reaccionar, la reja se cerró con suave ruido y el huésped desapareció.

14. ¡VIVA EL GALLO!

ARimski, como suele decirse, le fallaron los nervios, y sin esperar a que terminaran de extender el acta, salió disparado hacia su despacho. Sentado a su mesa, no dejaba de mirar, con ojos irritados, los mágicos billetes de diez rublos. Al director de finanzas se le iba la cabeza. Llegaba de fuera un ruido monótono. Del Varietés salían a la calle verdaderos torrentes de gente, y al oído de Rimski, extraordinariamente aguzado, llegaron los silbatos de los milicianos. Nunca presagiaban nada bueno, pero cuando el silbido se repitió y se le unió otro prolongado y autoritario, acompañado de exclamaciones y risotadas, comprendió que en la calle estaba pasando algo escandaloso y desagradable y que, por muchas ganas que tuviera de ignorarlo, debía estar estrechamente ligado a la desafortunada sesión que el nigromante y sus ayudantes llevaran a cabo. Y el sensitivo director de finanzas no se equivocó ni un ápice. Bastó una mirada por la ventana para hacerle cambiar de expresión y gruñir:

—¡Ya lo sabía yo!

Debajo de la ventana, en la acera, iluminada por la fuerte luz de los faroles, había una señora en combinación con pantaloncitos color violeta; llevaba en la mano un sombrero y un paraguas, parecía estar fuera de sí y se agachaba o trataba de escapar a algún sitio. La rodeaba una multitud muy excitada que reía en ese mismo tono que al director le ponía carne de gallina. Junto a la dama se agitaba un ciudadano que trataba de despojarse a toda prisa de su abrigo de entretiempo, pero parecía tan nervioso, que no podía dominar una manga, en la que, al parecer, se le había enredado un brazo.

Se oían risas alocadas y gritos que salían de un portal. Grigori Danílovich volvió la cabeza. Descubrió otra señora en ropa interior, ésta de color de rosa. De la calzada fue a la acera, queriendo refugiarse en un portal, pero se lo impedía la gente que le cerraba el paso. La desdichada, víctima de su frivolidad y de su pasión por los trapos, engañada por la compañía del odioso Fagot, sólo una cosa ansiaba: ¡que se la tragara la tierra!

Un miliciano se dirigió a la infeliz rasgando el aire con su silbido. Le siguieron unos muchachos muy regocijados, cubierta la cabeza con gorras. De ellos provenían las risotadas y los gritos. Un cochero delgado, con bigote, llegó en un vuelo junto a la primera señora a medio vestir y paró en seco su caballo, un animal esquelético y viejo. Una risita alegre se dibujaba en la cara del bigotudo cochero.

Rimski se dio un puñetazo en la cabeza, escupió y se apartó de la ventana.

Estuvo sentado un rato, escuchando el ruido de la calle. Los silbidos en distintos puntos llegaron a su auge y luego empezaron a decaer. Con gran sorpresa de Rimski, el escándalo había terminado, solucionado con una rapidez inesperada.

Llegó el momento de actuar, tenía que beber el amargo trago de la responsabilidad. Ya habían arreglado los teléfonos de todo el edificio, tenía que telefonear, comunicar lo ocurrido, pedir ayuda, mentir, echarle la culpa a Lijodéyev, protegerse él mismo, etc. ¡Diablos!

Dos veces puso el disgustado director su mano sobre el auricular y dos veces la retiró. Y de pronto, en el silencio sepulcral del despacho estalló un timbrazo contra la cara del director. Se estremeció y se quedó frío. «Tengo los nervios destrozados», pensó, y descolgó. Se echó hacia atrás y empalideció hasta ponerse blanco como la nieve. Una voz de mujer, cautelosa y perversa, le susurró:

— No llames, Rimski, o te pesará…

Y el aparato enmudeció. Colgó el auricular; sentía frío en la espalda, y sin saber por qué se volvió hacia la ventana. A través de las ramas de un arce, escasas y ligeramente cubiertas de verde, pudo ver la luna que corría por una nube transparente. No podía apartar la vista de aquellas ramas, las miraba y las miraba, y cuanto más lo hacía mayor era su miedo.

Haciendo un gran esfuerzo volvió la espalda a la ventana llena de luna y se levantó. Ya no pensaba en llamar, ahora lo único que deseaba era desaparecer del teatro lo antes posible.

Escuchó: el teatro estaba en silencio. Rimski se dio cuenta de que se encontraba solo en el segundo piso, y un miedo invencible, infantil, se apoderó de él. No podía pensar sin estremecerse que tendría que recorrer los pasillos él solo y bajar las escaleras. Cogió febrilmente los billetes del hipnotizador, los metió en la cartera y, para darse ánimos, tosió. Le salió una tos ronca y débil.

Tuvo la sensación de que entraba una humedad malsana por debajo de la puerta. Un escalofrío le recorrió la espalda. Sonó el reloj y dio las doce. También esto le hizo temblar. Se quedó sin aliento: alguien había hecho girar la llave en la cerradura. Agarraba la cartera con las manos húmedas y frías. El director sentía que, si se prolongaba un poco más aquel ruido en la puerta, gritaría desesperadamente sin poderlo resistir.

Por fin, cediendo a los forcejeos de alguien, la puerta se abrió, dando paso a Varenuja, que entró en el despacho sin hacer ruido. Rimski se derrumbó en el sillón, se le doblaron las piernas. Llenando sus pulmones de aire, esbozó una sonrisa servil, y dijo en voz baja:

— Dios mío, qué susto me has dado…

Sí, una aparición así, repentina, habría asustado a cualquiera, pero al mismo tiempo era una gran alegría: podía dar una pequeña luz a aquel embrollado asunto.

— Cuenta, cuenta — articuló Rimski, agarrándose a la nueva posibilidad—. ¡Anda, cuenta! ¿Qué quiere decir todo esto?

— Perdona — contestó con voz sorda el recién aparecido, cerrando la puerta—, pensé que ya te habías ido.

Y Varenuja, sin quitarse la gorra, se acercó a un sillón y se sentó al otro lado de la mesa.

En la respuesta de Varenuja se percibía una ligera extrañeza que en seguida chocó al director de finanzas, de una sensibilidad que podría competir con la de cualquier sismógrafo del mundo. ¿Qué quería decir aquello? ¿Por qué habría ido Varenuja al despacho de Rimski, si pensaba que él no iba a estar allí? Tenía su despacho. Además, al entrar en el edificio tenía que haber encontrado a alguno de los guardas nocturnos, y todos ellos sabían que Grigori Danílovich se había detenido en su despacho. Pero el director de finanzas no tenía tiempo que perder en hacer tales consideraciones.

—¿Por qué no me has llamado? ¿Qué has averiguado del lío de Yalta?

— Lo que yo te dije — contestó el administrador, haciendo un ruido con la lengua, como si le dolieran las muelas—, le encontraron en el bar de Púshkino.