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Se azoraron. «¡Diablos! nos ha oído», pensó Berlioz indicándole con un ademán que los documentos no eran necesarios. Mientras el extranjero le encajaba los documentos al jefe de redacción, el poeta pudo leer en la tarjeta la palabra «Profesor», impresa con letras extranjeras, y la letra inicial del apellido: una «W».

— Mucho gusto — murmuraba Berlioz muy cortado. El forastero guardó los documentos en el bolsillo.

Así se restablecieron las relaciones y los tres tomaron asiento.

—¿Ha venido en calidad de consejero, profesor? — preguntó Berlioz.

— Así es.

—¿Es usted alemán? — inquirió Desamparado.

—¿Yo…? — preguntó el profesor, quedándose pensativo—. Pues sí, seguramente soy alemán — dijo.

— Habla usted un ruso de primera — dijo Desamparado.

—¡Ah! soy políglota y conozco muchos idiomas — respondió el profesor.

— Y, ¿cuál es su especialidad? — se interesó Berlioz.

— Soy especialista en magia negra.

«¡Lo que faltaba!», estalló en la cabeza de Mijaíl Alexándrovich.

— Y… ¿le han invitado a nuestro país por esa profesión? — preguntó recobrando la respiración.

— Sí, precisamente por eso — afirmó el profesor y explicó—: Han descubierto unos manuscritos originales en la Biblioteca Estatal de Herbert de Aurilaquia, nigromante del siglo x. Y quieren que yo los descifre. Soy el único especialista del mundo.

—¡Ah! Entonces, ¿es usted historiador? — preguntó Berlioz aliviado, con respeto.

— Soy historiador — afirmó el sabio y añadió algo que no venía a cuento—: Esta tarde ocurrirá una historia muy interesante en «Los Estanques del Patriarca».

El asombro del jefe de redacción y del poeta llegó al colmo. El profesor hizo una seña con la mano para que se acercaran y susurró:

— Tengan en cuenta que Cristo existió.

— Mire usted, profesor — dijo Berlioz con una sonrisa forzada—, respetamos sus conocimientos, pero tenemos otro punto de vista sobre esta cuestión.

— No es cuestión de puntos de vista — respondió el extraño profesor—: simplemente existió, y eso es todo.

— Pero se necesita alguna prueba — comenzó a decir Berlioz.

— No se necesita prueba alguna — interrumpió el profesor. Y en voz baja, perdiendo repentinamente su acento extranjero, añadió—: Es muy sencillo: con un manto blanco forrado de rojo sangre; arrastrando los pies como hacen los jinetes, apareció a primera hora de la mañana del día catorce del mes primaveral Nisán…

2. PONCIO PILATOS

Con manto blanco forrado de rojo sangre, arrastrando los pies como hacen todos los jinetes, apareció a primera hora de la mañana del día catorce del mes primaveral Nisán, en la columnata cubierta que unía las dos alas del palacio de Herodes el Grande, el quinto procurador de Judea, Poncio Pilatos.

El procurador odiaba más que nada en este mundo el olor a aceite de rosas, y hoy todo anunciaba un mal día, porque ese olor había empezado a perseguirle desde el amanecer.

Le parecía que los cipreses y las palmeras del jardín exhalaban el olor a rosas, y que el olor a cuero de las guarniciones y el sudor de la escolta se mezclaba con aquel maldito efluvio.

Por la glorieta superior del jardín llegaba a la columnata una leve humareda que procedía de las alas posteriores del palacio, donde se había instalado la primera cohorte de la duodécima legión Fulminante, que había llegado a Jershalaím con el procurador. El humo amargo que indicaba que los rancheros de las centurias empezaban a preparar la comida se unía también al grasiento olor a rosas.

«¡Oh dioses, dioses! ¿Por qué este castigo?… Sí, no hay duda, es ella, ella de nuevo, la enfermedad terrible, invencible… la hemicránea, cuando duele la mitad de la cabeza, no hay remedio, no se cura con nada… Trataré de no mover la cabeza…»

Sobre el suelo de mosaico, junto a la fuente, estaba preparado un sillón; y el procurador, sin mirar a nadie, tomó asiento y alargó una mano en la que el secretario puso respetuosamente un trozo de pergamino. Sin poder contener una mueca de dolor, el procurador echó una ojeada sobre lo escrito, devolvió el pergamino y dijo con dificultad:

—¿El acusado es de Galilea? ¿Han enviado el asunto al tetrarca?

— Sí, procurador — respondió el secretario.

—¿Qué dice?

— Se ha negado a dar su veredicto sobre este caso y ha mandado la sentencia de muerte del Sanedrín para su confirmación — explicó el secretario.

Una convulsión desfiguró la cara del procurador. Dijo en voz baja:

— Que traigan al acusado.

Dos legionarios condujeron de la glorieta del jardín al balcón y colocaron ante el procurador a un hombre de unos veintisiete años. El hombre vestía una túnica vieja y rota, azul pálida. Le cubría la cabeza una banda blanca, sujeta por un trozo de cuero que le atravesaba la frente. Llevaba las manos atadas a la espalda. Bajo el ojo izquierdo el hombre tenía una gran moradura, y junto a la boca un arañazo con la sangre ya seca. Mi-raba al procurador con inquieta curiosidad.

Éste permaneció callado un instante y luego dijo en arameo:

—¿Tú has incitado al pueblo a que destruya el templo de Jershalaím?

El procurador parecía de piedra, y al hablar apenas se movían sus labios. El procurador estaba como de piedra, porque temía hacer algún movimiento con la cabeza, que le ardía produciéndole un dolor infernal.

El hombre de las manos atadas dio un paso adelante y empezó a hablar:

—¡Buen hombre! Créeme…

El procurador le interrumpió, sin moverse y sin levantar la voz:

—¿Me llamas a mí buen hombre? Te equivocas. En todo Jershalaím se dice que soy un monstruo espantoso y es la pura verdad — y añadió con voz monótona—: Que venga el centurión Matarratas.

El balcón pareció oscurecerse de repente cuando se presentó ante el procurador el centurión de la primera centuria Marco, apodado Matarratas. Matarratas medía una cabeza más que el soldado más alto de la legión, y era tan ancho de hombros que tapaba por completo el sol todavía bajo.

El procurador se dirigió al centurión en latín:

— El reo me ha llamado «buen hombre». Llévatelo de aquí un momento y explícale cómo hay que hablar conmigo. Pero sin mutilarle.

Y todos, excepto el procurador, siguieron con la mirada a Marco Matarratas, que hizo al arrestado una seña con la mano para indicarle que le siguiera. A Matarratas, siempre que aparecía, le seguían todos con la mirada por su estatura, y también los que le veían por primera vez, porque su cara estaba desfigurada: el golpe de una maza germana le había roto la nariz.

Sonaron las botas pesadas de Marco en el mosaico, el hombre atado le siguió sin hacer ruido; en la columnata se hizo el silencio, y se oía el arrullo de las palomas en la glorieta del jardín y la canción complicada y agradable del agua de la fuente.

El procurador hubiera querido levantarse, poner la sien bajo el chorro y permanecer así un buen rato. Pero sabía que tampoco eso le serviría de nada.

Después de conducir al detenido al jardín, fuera de la columnata, Matarratas cogió el látigo de un legionario que estaba al pie de una estatua de bronce y le dio un golpe al arrestado en los hombros. El movimiento del centurión pareció ligero e indolente, pero el hombre atado se derrumbó al suelo como si le hubieran cortado las piernas; pareció ahogarse con el aire, su rostro perdió el color y los ojos la expresión.

Marco, con la mano izquierda, levantó sin esfuerzo, como si se tratara de un saco vacío, al que acababa de caer; lo puso en pie y habló con voz gangosa, articulando con esfuerzo las palabras arameas:

— Al procurador romano se le llama hegémono. Otras palabras no se dicen. Se está firme. ¿Me has comprendido o te pego otra vez?

El detenido se tambaleó, pero pudo dominarse, le volvió el color, recobró la respiración y respondió con voz ronca:

— Te he comprendido. No me pegues.

En seguida volvió ante el procurador.

Se oyó una voz apagada y enferma: