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—¿Cómo en Púshkino? ¿Cerca de Moscú? ¿Y los telegramas de Yalta?

—¡Qué Yalta ni que ocho cuartos! Emborrachó al telegrafista de Púshkino y entre los dos idearon la broma de enviar telegramas con la contraseña de Yalta.

— Sí, sí… Bueno, bueno — más bien cantó que dijo Rimski.

Le brillaban los ojos con un fuego amarillento. En su cabeza se perfilaba la escena festiva de la destitución vergonzosa de Stiopa. ¡La liberación! ¡La liberación tan ansiada de aquel desastre personificado en Lijodéyev! Y puede que se consiga algo todavía peor que la destitución de su cargo…

—¡Detalles! — dijo Rimski, dando un golpe en la mesa con el pisapapeles.

Varenuja comenzó las explicaciones, los detalles. Al llegar a aquel sitio, donde le había enviado el director de finanzas, le recibieron inmediatamente y le escucharon con mucha atención. Claro, nadie creyó que Stiopa estuviera en Yalta. Todos apoyaron a Varenuja en su idea de que Lijodéyev, naturalmente, tenía que estar en la «Yalta» de Púshkino.

—¿Y dónde está ahora? — interrumpió al administrador el nervioso Rimski.

—¡Pues dónde va a estar! — respondió el administrador torciendo la boca en una sonrisa—. ¡En las milicias, curándose la borrachera!

— Bueno, bueno… ¡Gracias, hombre!

Varenuja continuó con su narración, y según avanzaba su historia, avanzaba también la interminable cadena de fechorías y actos bochornosos de Lijodéyev que Rimski imaginaba con tremendo realismo, y cada eslabón de la cadena era algo peor que lo inmediatamente anterior. ¡Desde luego, bailando con el telegrafista, los dos abrazados, en la hierba, delante del telégrafo y al son de un organillo callejero! ¡La persecución de unas ciudadanas que chillaban horrorizadas! ¡La fracasada pelea con un camarero del mismo «Yalta»! ¡La cebolleta verde tirada por el suelo, también en «Yalta»! ¡Las ocho botellas de vino blanco seco «Ay-Danil» rotas! ¡El contador destrozado en un taxi porque el taxista se negó a llevar a Stiopa! ¡La amenaza de detener a los ciudadanos que trataban de poner fin a las barrabasadas de Stiopa!… En fin, ¡horroroso!

Stiopa era muy conocido en los círculos teatrales de Moscú y todos sabían que no era ninguna maravilla. Pero lo que había contado el administrador era demasiado, incluso para Stiopa. Sí, era demasiado, demasiado…

Rimski clavó sus penetrantes ojos en la cara del administrador y se ensombrecía cada vez más según hablaba aquél. Cuanto más reales y pintorescos eran los desagradables detalles que adornaban la narración del administrador, menos le creía el director de finanzas. Y cuando Varenuja le dijo que Stiopa había perdido el control hasta el punto de oponer resistencia a los que fueron a buscarle para llevárselo a Moscú, Rimski sabía con certeza que todo lo que contaba el administrador, aparecido a medianoche, era mentira. ¡Mentira desde la primera palabra hasta la última!

Varenuja no había estado en Púshkino, y el propio Stiopa tampoco. No hubo ningún telegrafista borracho, ni cristales rotos en el bar, tam-poco ataron a Stiopa con cuerdas…, nada de aquello era cierto.

Cuando Rimski se convenció de que el administrador le estaba mintiendo, el miedo empezó a recorrerle por el cuerpo, subiendo desde las piernas, y otra vez le pareció que por debajo de la puerta entraba una humedad putrefacta, de malaria. Sin apartar la vista del administrador, que se retorcía en el sillón de una manera extraña, tratando de no salirse de la sombra, que dejaba la lámpara azul de la mesa, y tapándose la cara con un periódico porque le molestaba la luz, Rimski pensaba en lo que podía significar todo aquello. ¿Por qué le mentiría tan descaradamente el administrador, que había vuelto demasiado tarde, si el edificio estaba desierto y en silencio? El presentimiento de un peligro, desconocido pero terrible, le traspasó el corazón. Haciendo como que no veía las manipulaciones de Varenuja y sus movimientos con el periódico, el director de finanzas se puso a examinar su expresión, casi sin escuchar lo que quería colocarle su interlocutor. Había algo todavía más inexplicable que el relato sobre las andanzas, lleno de calumnias, inventado no se sabía por qué, y ese algo era la transformación operada en el aspecto y en los ademanes del administrador.

A pesar de todos sus intentos de taparse la cara con la visera de la gorra para esconderse en la sombra, a pesar del periódico, el director de finanzas pudo ver que tenía en el carrillo derecho, junto a la nariz, un enorme cardenal. Además, el administrador, que solía tener un aspecto muy saludable, estaba pálido, con una palidez enfermiza, de cal, y llevaba al cuello, en una noche tan calurosa, una bufanda a rayas. Si a esto añadimos su nueva manía repulsiva, y que por lo visto había adquirido durante su ausencia, de chupar y chapotear con los labios, el cambio brusco en su voz que ahora era sorda y ordinaria, su mirada recelosa y cobarde, podríamos decir con toda seguridad que Varenuja estaba desconocido.

Había algo más que al director le producía terrible sensación de incomodidad, pero a pesar de los esfuerzos de su excitado cerebro, y de no apartar la vista de Varenuja, no conseguía averiguar qué era. Lo único que podía asegurar era que la unión del administrador y el conocido sillón tenía algo de inaudito y anormal.

— Por fin pudieron con él, le metieron en el coche — seguía Varenuja con su voz monótona, asomando por detrás del periódico y tapándose el cardenal con la mano.

De pronto, Rimski alargó la mano, y como sin querer apretó con la palma el botón del timbre, tamborileando con los dedos en la mesa al mismo tiempo. Se quedó frío. En el edificio desierto tenía que haber sonado irremediablemente una señal aguda. Pero no hubo tal señal y el botón se hundió inerte en el tablero de la mesa. Estaba muerto, el timbre no funcionaba.

La astucia del director de finanzas no pasó inadvertida para Varenuja, que, cambiando de cara, preguntó con una llama de furia en los ojos:

—¿Por qué llamas?

— Es la costumbre — respondió Rimski con voz sorda, retirando la mano, y preguntó a su vez algo indeciso—: ¿Qué tienes en la cara?

— Es del coche; me di un golpe con la manivela en un viraje — contestó Varenuja, desviando la mirada.

«¡Miente!», exclamó él director para sus adentros, y, con los ojos redondos, la expresión completamente enajenada, se quedó mirando al respaldo del sillón.

Detrás de éste, en el suelo, se cruzaban dos sombras, una más densa y oscura, la otra más clara, gris. Se veía perfectamente la sombra que proyectaba el respaldo del sillón y la de las patas, pero sobre la del respaldo no se veía la sombra de la cabeza de Varenuja, ni tampoco sus pies proyectaban sombra alguna por debajo del sillón.

«¡No tiene sombra!», pensó Rimski horrorizado. Le entró un temblor.

Varenuja se volvió furtivamente, siguiendo la mirada demente de Rimski, dirigida al suelo, y comprendió que estaba descubierto. Se levantó del sillón (lo mismo hizo el director de finanzas) y dio un paso atrás, apretando en sus manos la cartera.

—¡Lo has adivinado, desgraciado! Siempre fuiste listo — dijo Varenuja, soltando una risa furiosa en la misma cara de Rimski; de pronto dio un salto hacia la puerta y, rápidamente, bajó el botón de la cerradura inglesa.

Rimski miró hacia atrás desesperado, retrocediendo hacia la ventana que salía al jardín. En la ventana, llena de luna, vio pegada al cristal la cara de una joven desnuda que, metiendo el brazo por la ventanilla de ventilación, trataba de abrir el cerrojo de abajo. El de arriba ya estaba abierto.

Le pareció a Rimski que la luz de la lámpara de la mesa se estaba apagando y que la mesa se inclinaba poco a poco. Le echaron un cubo de agua helada, pero, felizmente, pudo rehacerse y no se cayó. Las pocas fuerzas que le quedaban le sirvieron para susurrar:

—¡Socorro…!

Varenuja vigilaba la puerta, daba saltos y giraba en el aire un buen rato, señalaba hacia Rimski con los dedos engarabitados, silbaba y aspiraba el aire, guiñando el ojo a la joven.