Выбрать главу

Ella se dio prisa, metió por la ventanilla su cabeza pelirroja, estiró la mano todo lo que pudo, arañó con las uñas el cerrojo de abajo y empujó la ventana. La mano se le estiraba como si fuera de goma, luego se le cubrió de un verde cadavérico. Por fin los dedos verdosos de la muerta agarraron el cerrojo, lo corrieron y la ventana empezó a abrirse. Rimski dio un ligero grito, se apoyó en la pared y se protegió con la cartera a modo de escudo. Comprendía que se acercaba la muerte.

Se abrió la ventana, pero en vez del fresco nocturno y el aroma de los tilos, entró en la habitación un olor a sótano. La difunta pisó la repisa de la ventana. Rimski veía con claridad en su pecho las manchas de la putrefacción.

En ese instante llegó del jardín un grito alegre e inesperado; era el canto de un gallo que estaba en una pequeña caseta detrás del tiro, donde guardaban las aves que participaban en el programa. El gallo amaestrado anunciaba con su sonora voz que desde oriente el amanecer se acercaba a Moscú.

Una furia salvaje desfiguró la cara de la joven, profirió una blasfemia con voz ronca, y Varenuja, en el aire, dio un grito y se derrumbó al sue-lo.

Se repitió el canto del gallo, la joven rechinó los dientes, se erizó su pelo rojo. Al tercer canto del gallo se dio la vuelta y salió volando. Varenuja dio un salto y salió a su vez por la ventana detrás de la muchacha, navegando despacio, como un Cupido.

Un viejo — un viejo que poco antes fuera Rimski—, con el cabello blanco como la nieve, sin un solo pelo negro, corrió hacia la puerta, giró la cerradura, abrió y se precipitó por el pasillo oscuro. Junto a la escalera, gimiendo de miedo, encontró a tientas el conmutador y la escalera se iluminó. El anciano, que seguía temblando, se cayó al bajar la escalera porque le pareció que Varenuja se le venía encima.

Corrió al piso bajo y vio al guarda dormido en el vestíbulo. Pasó de puntillas junto a él y salió con sigilo por la puerta principal. En la calle se sintió algo mejor. Se había recuperado de tal manera que pudo darse cuenta, tocándose la cabeza, de que había olvidado el sombrero en el despacho.

Claro está que no volvió por el sombrero, sino que se apresuró a cruzar la calle hacia el cine de enfrente, donde brillaba una luz tenue y rojiza. Se precipitó a parar un coche antes de que nadie lo cogiera.

— Al expreso de Leningrado; te daré propina — dijo el viejo respirando con dificultad y apretándose el corazón.

— Voy al garaje — respondió muy hosco el chófer, y le volvió la espalda.

Rimski abrió la cartera, sacó un billete de cincuenta rublos y se los alargó al conductor por la portezuela abierta.

Y al cabo de un instante el coche, trepidante, volaba como el viento por la Sadóvaya. Rimski, sacudido en su asiento, veía en el retrovisor los alegres ojos del chófer y sus propios ojos enloquecidos.

Al saltar del coche, junto al edificio de la estación, gritó al primer hombre con delantal blanco y chapa que encontró:

— Primera clase, un billete; te daré treinta — sacaba de la cartera los billetes de diez rublos, arrugándolos—; si no hay de primera, dame de segunda… ¡Y si no, de tercera!

El hombre de la chapa, mirando el reluciente reloj, le arrancaba los billetes de la mano.

Cinco minutos después de la cúpula de cristal de la estación salía el exprés, perdiéndose por completo en la oscuridad. Y con él desapareció Rimski.

15. EL SUEÑO DE NIKANOR IVÁNOVICH

No es difícil adivinar que el gordo de cara congestionada que instalaron en la habitación número 119 del sanatorio era Nikanor Ivánovich Bosói.

Pero no entró en seguida en los dominios del profesor Stravinski, primero había estado en otro sitio. En la memoria de Nikanor Ivánovich habían quedado muy pocos recuerdos de aquel lugar. Se acordaba de un escritorio, un armario y un sofá.

Allí Nikanor Ivánovich, con la vista turbia por el aflujo de la sangre y la excitación, tuvo que sostener una conversación muy extraña, confusa, o mejor dicho, no hubo tal conversación. La primera pregunta que le hicieron fue: —¿Es usted Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de

Vecinos del inmueble número 302 bis en la Sadóvaya?

Antes de contestar, el interpelado soltó una terrible carcajada. La respuesta fue literalmente lo siguiente:

—¡Sí, soy Nikanor, claro que soy Nikanor! ¿Pero qué presidente ni qué nada?

—¿Cómo es eso? — le preguntaron, entornando los ojos.

— Pues así —respondió éste—: si fuera presidente tendría que hacer cons-tar en seguida que era el diablo. O si no, ¿qué fue todo aquello? Los impertinentes rotos, todo harapiento. ¿Cómo podía ser intérprete de un extranjero?

—¿Pero de quién habla? — le preguntaron. — ¡De Koróviev! — exclamó él—. ¡El del apartamento 50! ¡Apúntelo: Koróviev! ¡Hay que pescarle inmediatamente! Apunte: sexto portal. Está allí.

—¿Dónde cogió las divisas? — le preguntaron cariñosamente.

— Mi Dios, Dios Omnipotente, que todo lo ve — habló Nikanor Ivánovich—, y ése es mi camino. Nunca las tuve en mis manos y ni sabía que existían. El Señor me castiga por mi inmundicia — prosiguió con sentimiento, abrochándose y desabrochándose la camisa y santiguándose—; sí, lo aceptaba. Lo aceptaba, pero del nuestro, del soviético. Hacía el registro por dinero, no lo niego. ¡Tampoco es manco nuestro secretario Prólezhnev, tampoco es manco! Voy a ser franco, ¡son todos unos ladrones en la Comunidad de Vecinos!… ¡Pero nunca acepté divisas!

Cuando le pidieron que se dejara de tonterías y explicara cómo habían ido a parar los dólares a la claraboya, Nikanor Ivánovich se arrodilló y se inclinó, abriendo la boca, como si pensara tragarse un tablón del parquet.

—¿Me trago el tablón — murmuró— para que vean que no me lo dieron? ¡Pero Koróviev es el diablo!

Toda paciencia tiene un límite; los de la mesa alzaron la voz y le sugirieron a Nikanor Ivánovich que ya era hora de hablar en serio.

En la habitación del sofá retumbó un aullido salvaje; lo profirió Nikanor Ivánovich, que se había levantado del suelo.

—¡Allí está! ¡Detrás del armario! ¡Se ríe!… Con sus impertinentes… ¡Que le cojan! ¡Que rocíen el local!

Empalideció. Temblando, se puso a hacer en el aire la señal de la cruz yendo de la puerta a la mesa, de la mesa a la puerta, luego cantó una oración y terminó en pleno desvarío.

Estaba claro que Nikanor Ivánovich no servía para sostener una conversación. Se lo llevaron, lo dejaron solo en una habitación, donde pareció calmarse un poco, rezando entre sollozos.

Naturalmente, fueron a la Sadóvaya, estuvieron en el apartamento número 50. Pero no encontraron a ningún Koróviev, tampoco le había visto nadie en la casa ni nadie le conocía. El piso que ocuparan el difunto Berlioz y Lijodéyev, que se había ido a Yalta, estaba vacío y en los armarios del despacho estaban los sellos perfectamente intactos. Se fueron, pues, de la Sadóvaya, y con ellos partió, desconcertado y abatido, el secretario de la Comunidad de Vecinos Prólezhnev.

Por la noche llevaron a Nikanor Ivánovich al sanatorio de Stravinski. Estaba tan excitado que le tuvieron que, por orden del profesor, poner otra inyección. Sólo después de medianoche pudo dormir Nikanor Ivánovich en la habitación 119, aunque de vez en cuando exhalaba unos tremendos mugidos de dolor. Pero poco a poco su sueño se hacía más tranquilo. Dejó de dar vueltas y de lloriquear, su respiración se hizo suave y rítmica y le dejaron solo.

Tuvo un sueño, motivado, sin duda alguna, por las preocupaciones de aquel día. En el sueño unos hombres con trompetas de oro le llevaban con mucha solemnidad a una gran puerta barnizada.

Delante de la puerta sus acompañantes tocaron una charanga y del cielo se oyó una voz de bajo, sonora, que dijo alegremente:

—¡Bienvenido, Nikanor Ivánovich, entregue las divisas!

Nikanor Ivánovich, muy sorprendido, vio ante sí un altavoz negro.

Después, sin saber por qué, se encontró en una sala de teatro, con el techo dorado y arañas de cristal relucientes y con apliques en las paredes. Todo estaba muy bien, como en un teatro pequeño, pero rico. El escenario se cerraba con un telón de terciopelo que tenía, sobre un fondo color rojo oscuro, grandes dibujos de monedas de oro como estrellas. Había una concha e incluso público.