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Le sorprendió a Nikanor Ivánovich que el público fuera de un solo sexo: hombres, y que todos llevaran barba. Además, también le causó sensación que en todo el teatro no hubiese una sola silla y que todos se sentaran en el suelo, perfectamente encerado y resbaladizo.

Nikanor Ivánovich, después de unos minutos de confusión — tanta gen-te desconocida le azoraba—, siguió el ejemplo general y se sentó en el parquet, a lo turco, acomodándose entre un enorme barbudo pelirrojo y otro ciudadano, pálido, con una barba negra bien poblada. Ninguno de los presentes hizo el menor caso a los recién llegados.

Se oyó el suave tintineo de una campanilla, se apagó la luz en la sala y se corrió el telón, descubriendo en el escenario iluminado un sillón y una mesa, sobre la que había una campanilla de oro. El fondo del escenario era de terciopelo negro.

De entre bastidores salió un actor con esmoquin, bien afeitado y peinado con raya. Era joven y agradable. El público de la sala se animó y todos se volvieron hacia el escenario. El actor se acercó a la concha y se frotó las manos.

— Qué, ¿todavía están aquí? —preguntó con voz suave de barítono, sonriendo al público.

— Aquí estamos — respondieron en coro voces de tenor y de bajo.

— Humm… — pronunció el actor pensativo—. ¡No comprendo cómo no están hartos! ¡La gente normal está ahora en la calle, disfrutando del sol y del calor de primavera, y ustedes aquí, en el suelo, metidos en una sala asfixiante! ¿Es que el programa es tan interesante? Por otra parte, sobre gustos no hay nada escrito — concluyó filosófico el actor.

Entonces cambió el timbre y el tono de su voz y anunció alegremente:

— Bien, el próximo número de nuestro programa es Nikanor Ivánovich Bosói, presidente de la Comunidad de Vecinos y director de un comedor dietético. ¡Por favor, Nikanor Ivánovich!

El público respondió con una ovación unánime. El sorprendido Nikanor Ivánovich desorbitó los ojos, y el presentador, levantando la mano para evitar las luces del escenario, lo buscó entre el público con la mirada y le hizo una seña cariñosa para que se le acercara. Nikanor Ivánovich se encontró en el escenario sin saber cómo. Las luces de colores le cegaron los ojos y en la sala los espectadores se hundieron en la oscuridad.

— Bueno, Nikanor Ivánovich, usted tiene que dar ejemplo — dijo el joven actor con voz amable—, entregue las divisas.

Todos estaban en silencio. Nikanor Ivánovich recobró la respiración y empezó a hablar:

— Les juro por Dios que…

Pero no tuvo tiempo de concluir porque la sala estalló en gritos indignados. Nikanor Ivánovich, muy confundido, se calló.

— Según me parece haber entendido — dijo el que llevaba el programa—, usted ha querido jurarnos por Dios que no tiene divisas — y le miró con cara de compasión.

— Eso es, no tengo — contestó Nikanor Ivánovich.

— Bien — siguió el actor—, entonces… perdone mi indiscreción, ¿de quién son los cuatrocientos dólares, encontrados en el cuarto de baño de la casa que habitan su esposa y usted exclusivamente?

—¡Son mágicos! — se oyó una voz irónica en la sala a oscuras.

— Eso es, mágicos — contestó tímidamente Nikanor Ivánovich; no se sabía si al actor o a la sala sin luz, y explicó—: ha sido el demonio, el intérprete de los cuadros que me los dejó en mi casa.

De nuevo se oyó una explosión en la sala. Cuando todos se callaron, el actor dijo:

—¡Vean ustedes qué fábulas de La Fontaine tiene que oír uno! ¡Que le dejaron cuatrocientos dólares! Todos ustedes son traficantes de divisas, me dirijo a ustedes como especialistas: ¿les parece posible todo esto?

— No somos traficantes de divisas — sonaron voces ofendidas—, ¡pero eso es imposible!

— Estoy completamente de acuerdo — dijo el actor con seguridad—, quiero que me contesten a esto: ¿qué se puede dejar en una casa ajena?

—¡Un niño! — gritó alguien en la sala.

— Tiene mucha razón — afirmó el presentador—, un niño, una carta anónima, una octavilla, una bomba retardada y muchas más cosas, pero a nadie se le ocurre dejar cuatrocientos dólares, porque semejante idiota todavía no ha nacido — y volviéndose hacia Nikanor Ivánovich añadió con aire triste de reproche—: Me ha disgustado mucho, Nikanor Ivánovich, yo que esperaba tanto de usted. Nuestro número no ha resultado.

Se oyeron silbidos para Nikanor Ivánovich.

—¡Éste sí que es un traficante de divisas! — gritaban—. ¡Por culpa de gente como él tenemos que estar aquí, padeciendo sin motivo!

— No le riñan — dijo el presentador con voz suave—, ya se arrepentirá —y mirando a Nikanor Ivánovich con sus ojos azules llenos de lágrimas, añadió—: bueno, váyase a su sitio.

Después el actor tocó la campanilla y anunció con voz fuerte:

—¡Entreacto, sinvergüenzas!

Nikanor Ivánovich, impresionado por su participación involuntaria en el programa teatral, se encontró de nuevo en el suelo. Soñó que la sala se sumía en la oscuridad y en las paredes aparecían unos letreros en rojo que decían: «¡Entregue las divisas!». Luego se abrió el telón de nuevo y el presentador invitó:

— Por favor, Serguéi Gerárdovich Dúnchil, al escenario.

Dúnchil resultó ser un hombre de unos cincuenta años y de aspecto venerable, pero muy descuidado.

— Serguéi Gerárdovich — le dijo el presentador—, usted lleva aquí más de mes y medio ya y se niega obstinadamente a entregar las divisas que le quedan, mientras el país las necesita y a usted no le sirven de nada. A pesar de todo no quiere ceder. Usted es un hombre cultivado, me comprende perfectamente y no quiere ayudarme.

— Lo siento mucho, pero no puedo hacer nada porque ya no me quedan divisas — contestó Dúnchil tranquilamente.

—¿Y tampoco tiene brillantes? — preguntó el actor.

— Tampoco.

El actor se quedó cabizbajo y pensativo, luego dio una palmada. De entre bastidores salió al escenario una dama de edad, vestida a la moda, es decir, llevaba un abrigo sin cuello y un sombrerito minúsculo. La dama parecía preocupada. Dúnchil la miró sin inmutarse.

—¿Quién es esta señora? — preguntó el presentador a Dúnchil.

— Es mi mujer — contestó éste con dignidad, y miró con cierta repugnancia el cuello largo de la señora.

— La hemos molestado, madame Dúnchil — se dirigió a la dama el presentador—, por la siguiente razón: queremos preguntarle si su esposo tie-ne todavía divisas.

— Lo entregó todo la otra vez — contestó nerviosa la señora Dúnchil.

— Bueno — dijo el actor—, si es así, ¡qué le vamos a hacer! Si ya ha entregado todo, no nos queda otro remedio que despedirnos de Serguéi Gerárdovich — y el actor hizo un gesto majestuoso.

Dúnchil se volvió con dignidad y muy tranquilo se dirigió hacia bastidores.

—¡Un momento! — le detuvo el presentador—. Antes de que se despida quiero que vea otro número de nuestro programa — y dio otra palmada.

Se corrió el telón negro del fondo del escenario y apareció una hermosa joven con traje de noche, llevando una bandeja de oro con un paquete grueso, atado como una caja de bombones, y un collar de brillantes que irradiaba luces rojas y amarillas.

Dúnchil dio un paso atrás y se puso pálido. La sala enmudeció.

— Dieciocho mil dólares y un collar valorado en cuarenta mil rublos en oro — anunció el actor con solemnidad— guardaba Serguéi Gerárdovich en la ciudad de Járkov, en casa de su amante Ida Herculánovna Vors. Es para nosotros un placer tener aquí a la señorita Vors, que ha tenido la amabilidad de ayudarnos a encontrar este tesoro incalculable, pero inútil en manos de un propietario. Muchas gracias, Ida Herculánovna.