La hermosa joven sonrió, dejando ver su maravillosa dentadura, y se movieron sus espesas pestañas.
— Y bajo su máscara de dignidad — el actor se dirigió a Dúnchil— se esconde una araña avara, un embustero sorprendente, un mentiroso. Nos ha agotado a todos en un mes de absurda obstinación. Váyase a casa y que el infierno que le va a organizar su mujer le sirva de castigo.
Dúnchil se tambaleó y estuvo a punto de caerse, pero unas manos compasivas le sujetaron. Entonces cayó el telón rojo y ocultó a los que estaban en el escenario.
Estrepitosos aplausos sacudieron la sala con tanta fuerza, que a Nikanor Ivánovich le pareció que las luces del techo empezaban a saltar. Y cuando el telón se alzó de nuevo, en el escenario sólo había quedado el presentador. Provocó otra explosión de aplausos, hizo una reverencia y habló:
— En nuestro programa Dúnchil representa al típico burro. Ya les contaba ayer que esconder divisas es algo totalmente absurdo. Les aseguro que nadie puede sacarles provecho en ninguna circunstancia. Fíjense, por ejemplo, en Dúnchil. Tiene un sueldo magnífico y no carece de nada. Tiene un piso precioso, una mujer y una hermosa amante. ¿No les pare-ce suficiente? ¡Pues no! En lugar de vivir en paz, sin llevarse disgustos, y entregar las divisas y las joyas, este imbécil interesado ha conseguido que le pongan en evidencia delante de todo el mundo y, por si fuera poco, se ha buscado una buena complicación familiar. Bien, ¿quién quiere entre-gar? ¿No hay voluntarios? En ese caso vamos a seguir con el programa. Ahora, con nosotros, el famosísimo talento, el actor Savva Potápovich Kurolésov, invitado especial, que va a recitar trozos de «El caballero avaro», del poeta Pushkin.
El anunciado Kurolésov no tardó en aparecer en escena. Era un hombre grande y entrado en carnes, con frac y corbata blanca. Sin ningún preámbulo puso cara taciturna, frunció el entrecejo y empezó a hablar con voz poco natural, mirando de reojo a la campanilla de oro:
Y Kurolésov confesó muchas cosas malas.
Nikanor Ivánovich escuchó lo que decía sobre una pobre viuda, que estuvo de rodillas bajo la lluvia, sollozando delante de él, pero no consiguió conmover el endurecido corazón del actor.
Antes de su sueño Nikanor Ivánovich no tenía ni la menor idea de la obra del poeta Pushkin, pero, sin embargo, a él le conocía perfectamente y repetía a diario frases como: «¿Y quién va a pagar el piso? ¿Pushkin?»,
o «¿La bombilla de la escalera? ¡La habrá quitado Pushkin!» «¿Y quién va a comprar el petróleo? ¿Pushkin?»…
Ahora, al conocer parte de su obra, Nikanor Ivánovich se puso muy triste, se imaginó a una mujer bajo la lluvia de rodillas, rodeada de niños, y pensó:
«¡Qué tipo es este Kurolésov!».
Kurolésov seguía confesando cosas, subiendo la voz cada vez más y terminó por aturdir por completo a Nikanor Ivánovich, porque se dirigía a alguien que no estaba en el escenario y se contestaba a sí mismo por el ausente llamándose bien «señor» o «barón», o bien «padre» o «hijo», o de «tú» o de «usted».
Nikanor Ivánovich sólo comprendió que el actor murió de una mane-ra muy cruel, después de gritar: «¡Las llaves, mis llaves!», luego cayó al suelo, gimiendo y arrancándose la corbata con mucho cuidado.
Después de morirse, Kurolésov se levantó, se sacudió el polvo del pantalón de su frac, hizo una reverencia, esbozó una sonrisa falsa y se retiró acompañado de aplausos aislados. El presentador habló de nuevo:
— Hemos admirado la magnífica interpretación que Savva Potápovich ha hecho de «El caballero avaro». Este caballero esperaba verse rodeado por graciosas ninfas y un sinfín de cosas agradables. Pero ya han visto ustedes que no le sucedió nada por el estilo, no le rodearon las ninfas, no le rindieron homenaje las musas y no construyó ningún palacio, al contrario, acabó muy mal; se fue al cuerno de un ataque al corazón, acostado sobre su baúl con divisas y piedras preciosas. Les prevengo que les puede suceder algo igual o peor ¡si no entregan las divisas!
No sabemos si fue el efecto de la poesía de Pushkin o el discurso prosaico del presentador, pero de repente en la sala se oyó una voz tímida:
— Entrego las divisas.
— Haga el favor de subir al escenario — invitó amablemente el presentador mirando hacia la sala a oscuras.
Un hombre pequeño y rubio apareció en el escenario. A juzgar por su pinta, hacía más de tres semanas que no se afeitaba.
— Dígame, por favor, ¿cómo se llama?
— Nikolái Kanavkin — respondió azorado el hombre.
— Mucho gusto, ciudadano Kanavkin. ¿Bien?
— Entrego — dijo Kanavkin en voz baja.
—¿Cuánto?
— Mil dólares y doscientos rublos en oro.
—¡Bravo! ¿Es todo lo que tiene?
El presentador clavó sus ojos en los de Kanavkin, y a Nikanor Ivánovich le pareció que los ojos del actor despedían rayos que atravesaban a Kanavkin como si fuera rayos X. El público contuvo la respiración.
—¡Le creo! — exclamó por fin el actor apagando su mirada—, ¡le creo! ¡Estos ojos no mienten! Cuántas veces he repetido que la principal equivocación que cometen ustedes es menospreciar los ojos humanos. Quiero que comprendan que la lengua puede ocultar la verdad, pero los ojos ¡jamás! Por ejemplo, si a usted le hacen una pregunta inesperada, usted puede no inmutarse, dominarse en seguida, sabiendo perfectamente qué tiene que decir para ocultar la verdad y decirlo con todo convencimiento sin cambiar de expresión. Pero, la verdad, asustada por la pregunta, salta a sus ojos un instante y… ¡todo ha terminado! La verdad no ha pasado inadvertida y ¡usted está descubierto!
Después de pronunciar estas palabras tan convincentes con mucho calor, el actor inquirió con suavidad.
— Bueno, Kanavkin, ¿dónde lo tiene escondido?
— Donde mi tía Porojóvnikova, en la calle Prechístenka.
—¡Ah! Pero… ¿no es en casa de Claudia Ilínishna?
— Sí.
—¡Ah, ya sé, ya sé!… ¿En una casita pequeña? ¿Con un jardincillo enfrente? ¡Cómo no, sí que la conozco! ¿Y dónde los ha metido?
— En el sótano, en una caja de bombones…
El actor se llevó las manos a la cabeza.
— Pero, ¿han visto ustedes algo igual? — exclamó disgustado—. ¡Pero si se van a cubrir de moho! ¿Es que se pueden confiar divisas a personas así? ¿Eh? ¡Como si fuera un crío pequeño!
El mismo Kanavkin comprendió que había sido una barbaridad y bajó su cabeza melenuda.
— El dinero — seguía el actor— tiene que estar guardado en un banco estatal, en un local seco y bien vigilado, pero no en el sótano de una tía donde, entre otras cosas, lo pueden estropear las ratas. ¡Es vergonzoso, Kanavkin, ni que fuera un niño pequeño!
Kanavkin ya no sabía dónde meterse y hurgaba, azorado, el revés de su chaqueta.
— Bueno — se ablandó el actor—, olvidemos el pasado… — y añadió—: por cierto, y ya para terminar de una vez… y no mandar dos veces el coche…, ¿esa tía suya también tiene algo?
Kanavkin, que no se esperaba este viraje, se estremeció y en la sala se hizo un silencio.
— Oiga, Kanavkin… — dijo el presentador con una mezcla de reproche y cariño—, ¡yo que estaba tan contento con usted! ¡Y que de pronto se me tuerce! ¡Es absurdo, Kanavkin! Acabo de hablar de los ojos. Sí, veo que su tía también tiene algo. ¿Por qué nos hace perder la paciencia?
—¡Sí tiene! — gritó Kanavkin con desparpajo.
—¡Bravo! — gritó el presentador.
—¡Bravo! — aulló la sala.
Cuando todos se hubieron calmado, el presentador felicitó a Kanav
kin, le estrechó la mano, le ofreció su coche para llevarle a casa y ordenó a alguien entre bastidores que el mismo coche fuera a recoger a la tía, invitándola a que se presentara en el auditorio femenino.
— Ah, sí, quería preguntarle, ¿no le dijo su tía dónde guardaba el dinero? — preguntó el presentador ofreciendo a Kanavkin un cigarrillo y fuego. Éste sonrió con cierta angustia mientras lo encendía. — Le creo, le creo — respondió el actor suspirando—. La vieja es tan agarrada que sería incapaz de contárselo no ya a su sobrino, ni al mismo diablo. Bueno, intentaremos despertar en ella algunos sentimientos humanos. A lo mejor no se han podrido todas las cuerdas en su alma de usurera. ¡Adiós, Kanavkin!