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Y el afortunado Kanavkin se fue. El presentador preguntó si no había más voluntarios que quisieran entregar divisas, pero la sala respondió con un silencio.

—¡No lo entiendo! — dijo el actor encogiéndose de hombros, y le cubrió el telón. Se apagaron las luces y por unos instantes todos estuvieron a oscuras. Lejos se oía una voz nerviosa, de tenor, que cantaba:

«Hay montones de oro que sólo a mí pertenecen…» Luego llegó el rumor sordo de unos aplausos. — En el teatro de mujeres alguna estará entregando — habló de pronto el vecino pelirrojo y barbudo de Nikanor Ivánovich, y añadió con un suspiro—: ¡si no fuera por mis gansos! Tengo gansos de lucha en Lianósovo… La van a palmar sin mí. Es un ave de lucha muy delicada, necesita muchos cuidados. ¡Si no fuera por los gansos! Porque lo que es Pushkin… a mí no me dice nada — y suspiró.

Se iluminó la sala y Nikanor Ivánovich soñó que por todas las puertas entraban cocineros con gorros blancos y grandes cucharones. Unos pinches entraron en la sala una gran perola llena de sopa y una cesta con trozos de pan negro. Los espectadores se animaron. Los alegres cocineros corrían entre los amantes del teatro, servían la sopa y repartían el pan.

— A comer, amigos — gritaban los cocineros—, ¡y a entregar las divisas! ¡Qué ganas tenéis de estar aquí, comiendo esta porquería! Con lo bien que se está en casa, tomando una copita…

— Tú, por ejemplo, ¿qué haces aquí? —se dirigió a Nikanor Ivánovich un cocinero gordo con el cuello congestionado, y le alargó un plato con una hoja de col nadando solitaria en un líquido.

—¡No tengo! ¡No tengo! ¡No tengo! — gritó Nikanor Ivánovich con voz terrible—. Lo entiendes, ¡no tengo!

—¿No tienes? — vociferó el cocinero amenazador—, ¿no tienes? — preguntó de nuevo con voz cariñosa de mujer—. Bueno, bueno — decía, tranquilizador, convirtiéndose en la enfermera Praskovia Fédorovna.

Ésta sacudía suavemente a Nikanor Ivánovich, cogiéndole por los hombros.

Se disiparon los cocineros y desaparecieron el teatro y el telón. Nikanor Ivánovich, con los ojos llenos de lágrimas, vio su habitación del sanatorio y a dos personas con batas blancas, pero no eran los descarados cocineros con sus consejos impertinentes, sino el médico y Praskovia Fédorovna que tenía en sus manos un platillo con una jeringuilla cubierta de gasa.

—¡Pero qué es esto! — decía amargamente Nikanor Ivánovich, mientras le ponían la inyección—. ¡Si no tengo! ¡Que Pushkin les entregue las divisas! ¡Yo no tengo!

— Bueno, bueno — le tranquilizaba la compasiva Praskovia Fédorovna—, si no tiene, no pasa nada.

Después de la inyección, Nikanor Ivánovich se sintió mejor y durmió sin sueños.

Pero su desesperación pasó a la habitación 120, donde otro enfermo despertó y se puso a buscar su cabeza; luego a la 118, donde el desconocido maestro empezó a inquietarse, retorciéndose las manos, acongojado, mirando la luna y recordando la última noche de su vida, aquella amarga noche de otoño, la franja de luz debajo de la puerta y el pelo desrizado.

De la 118 la angustia voló por el balcón hacia Iván, que despertó llorando.

El médico no tardó en tranquilizar a todos los soliviantados y pronto se durmieron. El último en dormirse fue Iván, que lo hizo ya cuando el río empezó a clarear. Le llegó la calma como si se fuera acercando una ola y le fuera cubriendo, a medida que el medicamento le iba llegando a todo el cuerpo. Se le hizo éste más ligero y la brisa suave del sueño le refrescaba la cabeza. Se durmió oyendo el cantar matinal de los pájaros en el bosque. Pronto se callaron. Iván empezó a soñar con el sol que descendía sobre el monte Calvario, que estaba cerrado por un doble cerco…

16. LA EJECUCIÓN

El sol descendía sobre el monte Calvario, que estaba cerrado por un doble cerco.

El ala de caballería que había cortado el camino al procurador cerca del mediodía, salió al trote hacia la Puerta de Hebrón. El camino ya estaba preparado. Los soldados de infantería de la cohorte de Capadocia empujaron hacia los lados a la muchedumbre, mulas y camellos, y el ala, levantando remolinos blancos de polvo, que llegaban hasta el cielo, trotó hasta el cruce de dos caminos: el del sur, que conducía a Bethphage, y el del noroeste, que llevaba a Jaffa. El ala siguió cabalgando por el camino del noroeste. Después de haber desviado las caravanas que se precipitaban a Jershalaím para la fiesta, los mismos soldados de Capadocia se habían dispersado por los bordes del camino. Detrás de los capadocios se agrupaban los peregrinos que habían abandonado sus provisionales tiendas de campaña a rayas, instaladas directamente en la hierba. El ala recorrió cerca de un kilómetro, adelantó a la segunda cohorte de la legión Fulminante y, después de otro kilómetro de marcha, se acercó a la primera, que se hallaba al pie del monte Calvario. Aquí se bajaron de los caballos. El comandante dividió el ala en pelotones que rodearon toda la falda del pequeño monte, dejando libre sólo una subida, la del camino de Jaffa.

Al poco rato se acercó al monte la segunda cohorte y formó un segundo círculo.

Por fin llegó la centuria dirigida por Marco Matarratas. Avanzaba por el camino formando dos largas cadenas, y, entre las cuales, bajo la escolta de la guardia secreta, iban en carro los tres condenados, cada uno con una tabla blanca en el cuello, donde se leía «bandido y rebelde» en dos idiomas, arameo y griego.

El carro de los condenados iba seguido por otros, cargados con tablones recién cepillados, con travesaños, cuerdas, palas, cubos y hachas. En estos carros iban seis verdugos. Les seguían, montados a caballo, el centurión Marco, el jefe de la guardia del templo de Jershalaím y ese mismo hombre de capuchón con el que Pilatos había tenido una entrevista muy breve en la habitación ensombrecida del palacio.

Cerraba la procesión una cadena de soldados seguida por unos dos mil curiosos que no se habían asustado del calor agobiante, que deseaban presenciar el interesante espectáculo. A los curiosos de la ciudad se habían unido los curiosos peregrinos, a los que dejaban colocarse en la cola de la procesión libremente. La procesión empezó a ascender al monte Calvario, acompañada por los gritos agudos de los heraldos, que seguían la columna y repetían lo que Pilatos proclamara cerca del mediodía.

El ala de caballería dejó pasar a todos, pero la segunda centuria sólo a los que tenían relación directa con la ejecución, y luego, con rápidas maniobras, dispersó alrededor del monte a toda la muchedumbre de tal manera, que ésta se encontró entre el cerco de infantería, arriba, y el de la caballería abajo. Ahora podía ver la ejecución a través de la cadena suelta de los soldados de infantería.

Habían pasado tres horas desde que la procesión iniciara la marcha ha-cia el monte, y el sol descendía ya sobre el Cavario, pero el calor todavía era insoportable, y los soldados de ambos cercos sufrían del bochorno, se aburrían y maldecían con el alma a los tres condenados, deseándoles sinceramente una muerte rápida.

El pequeño comandante del ala de caballería, que se encontraba al pie del monte, junto al único paso abierto de subida, con la frente mojada y la espalda de la camisa oscurecida por el sudor, no hacía más que acercarse a un cubo de cuero, coger agua con las manos, beber y mojarse el turbante. Después sentía cierto alivio, se apartaba y empezaba a recorrer de arriba abajo el camino polvoriento que conducía a la cumbre. Su larga espada golpeaba el trenzado de cuero de sus botas. El comandante que ría dar a sus soldados ejemplo de resistencia, pero sentía pena de ellos y les permitió que, con sus lanzas hincadas en tierra, formaran pirámides y las cubrieran con sus capas blancas. Los sirios se escondían bajo estas improvisadas cabañas del implacable sol. Los cubos se vaciaban uno tras otro, y los soldados de distintos pelotones se turnaban para ir por agua a un despeñadero al pie del monte donde, a la escasa sombra de unos escuálidos morales, acababa sus días en medio de aquel calor infernal un turbio riachuelo. Allí mismo, siguiendo el movimiento de la sombra, se aburrían los palafreneros, sujetando a los cansados caballos.