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El agobio de los soldados y las maldiciones que dirigían a los condenados eran comprensibles. Afortunadamente, no se habían confirmado los temores del procurador de que en su odiado Jershalaím se organizaran disturbios durante la ejecución, y, cuando llegó la cuarta hora del suplicio, entre la cadena superior de infantería y la inferior, de caballería, contra todo lo supuesto no quedaba nadie. El sol, quemando a la muchedumbre, la había arrojado a Jershalaím. Detrás de las dos cadenas de las centurias romanas sólo quedaban dos perros, que no se sabía a quién pertenecían ni a qué se debía su aparición en el monte. Pero también a ellos les venció el calor y se tumbaron con la lengua fuera, sin hacer ningún caso de las lagartijas verdes, únicos seres que, sin temor al sol, corrían entre las piedras caldeadas y las plantas trepadoras con grandes pinchos.

Nadie intentó llevarse a los condenados ni en Jershalaím, invadido por las tropas, ni allí, en el monte cercado; y la gente volvió a la ciudad, porque en la ejecución no había habido nada interesante. Mientras tanto, en la ciudad seguían los preparativos para la gran fiesta de Pascua, que empezaba aquella misma tarde.

La infantería romana lo estaba pasando peor aún que los soldados de caballería. El centurión Matarratas sólo permitió a sus soldados quitarse los yelmos y cubrirse la cabeza con bandas blancas mojadas en agua, pero les obligaba a permanecer de pie, con las lanzas en mano. Él mismo, con una banda seca en la cabeza, se movía junto al grupo de verdugos sin quitarse el peto con cabezas doradas de león, las espinilleras, la espada y el cuchillo. El sol caía sobre el centurión sin hacerle ningún daño, y no se podía mirar a las cabezas de león que hervían al sol y quemaban los ojos con su reflejo.

El rostro desfigurado de Matarratas no expresaba cansancio ni descontento, y daba la impresión que el centurión gigante era capaz de seguir caminando durante todo el día, la noche y el día siguiente, todo el tiempo que fuera necesario. Seguir andando de la misma manera, con las manos en el pesado cinturón con chapas de cobre, dirigiendo severas miradas a los postes de los ejecutados o a los soldados en cadena, dando patadas con la misma indiferencia, con su calzado de cuero, a los huesos humanos blanqueados por el tiempo y a los pequeños sílices que encontraba a su paso.

El hombre del capuchón se había situado cerca de los maderos, en una banqueta de tres patas, permanecía inmóvil, apacible, aunque de vez en cuando revolvía aburrido la arena con una ramita.

No es del todo cierto que detrás de la cadena de legionarios no había quedado nadie. Había un hombre, pero no todos podían verlo. No estaba donde el camino abierto subía al monte y desde donde mejor podía verse la ejecución, sino en la parte norte, donde la pendiente no era suave, ni accesible, sino desigual, con grietas y fallas, donde un moral enfermo trataba de sobrevivir, aferrándose a la seca y resquebrajada tierra, maldita por el cielo.

Y precisamente allí bajo un árbol que no daba sombra, se había instalado el único espectador que no participaba en la ejecución. Desde el principio, es decir, hacía ya más de tres horas, estaba sentado en una piedra. Había elegido para observar los acontecimientos no la mejor posición, sino precisamente la peor. De todas formas podía ver los postes y, a través de la cadena de soldados, las dos manchas relucientes en el pecho del centurión; al parecer, esto era suficiente para el hombre que quería pasar inadvertido y sin que nadie le molestara. Pero cuatro horas antes, cuando el proceso de la ejecución daba comienzo, el comportamiento de este hombre había sido muy distinto. Pudo haber sido señalado, por lo que tuvo que cambiar su actitud y aislarse.

Cuando la procesión coronó el monte, dejando atrás la cadena de sol-dados, apareció este hombre con miedo de llegar tarde. Iba sofocado, corría, más que andaba, por el monte, empujaba a la gente y, al darse cuenta de que delante de él y del resto de la muchedumbre se cerraba la cadena, hizo un ingenioso intento de pasar entre los soldados al lugar de la ejecución, donde los condenados descendían del carro, haciendo como que no entendía los excitados gritos de los romanos. Recibió un fuerte golpe en el pecho con el extremo romo de una lanza y de un salto se apartó de los soldados, a la vez que exhalaba un grito desesperado exento de dolor. Dirigió una mirada turbia y completamente indiferente al legionario que acababa de pegarle, como si fuera insensible al dolor físico.

Corrió alrededor del monte, tosiendo y ahogándose, con las manos en el pecho, tratando de encontrar un claro en la cadena de soldados por donde pudiera pasar. Pero ya era tarde y la cadena se había cerrado. Y el hombre, con la cara desfigurada por el sufrimiento, tuvo que renunciar a sus deseos de acercarse a los carros, de los que ya habían bajado los maderos. Sus intentos no le habían conducido a nada; además podían haberle prendido, y en este día eso no entraba para nada en sus planes.

Por eso había ido a instalarse en el barranco, donde estaba tranquilo y nadie le iba a molestar.

Ahora, este hombre de barbas negras, con los ojos llorosos por el sol y el insomnio, permanecía sentado en una piedra. Estaba apesadumbrado.

Abría, suspirando, su taled gastado en las peregrinaciones, que, de azul celeste, se había convertido en grisáceo, se descubría el pecho golpeado, por el que chorreaba el sudor sucio, o, con expresión de insoportable dolor, levantaba los ojos al cielo, observando las aves que volaban en lo alto describiendo grandes circunferencias, en espera de un próximo festín; o clavaba su mirada de desesperación en la tierra amarillenta, viendo una calavera de perro medio deshecha y lagartijas que corrían a su alrededor.

El sufrimiento del hombre era tan intenso, que a veces se ponía a hablar consigo mismo.

— Oh, imbécil de mí… —murmuraba, tambaleándose en la piedra, en medio de su dolor, mientras arañaba con las uñas su pecho moreno—. ¡Imbécil, mujerzuela insensata, cobarde! ¡Soy una carroña y no un hombre!

Luego se callaba, bajaba la cabeza y, después de beber agua templada de una calabaza, parecía revivir. Agarraba el cuchillo escondido en el pecho bajo el taled o un trozo de pergamino, que tenía enfrente en una piedra, con un frasco de tinta y un palito.

En el pergamino había ya varias cosas escritas.

«Corren los minutos y yo, Leví Mateo, estoy en el Calvario, ¡pero la muerte no llega!» Y después:

«Desciende el sol, pero la muerte no llega.» Ahora Leví Mateo apuntó, desesperado, con el palito: «¡Dios! ¿Por qué te enojas con él? Mándale la muerte.» Al escribirlo, sollozó sin lágrimas y de nuevo se arañó el pecho con las uñas.

Leví estaba desesperado a causa de la trágica mala suerte que habían tenido Joshuá y él, y además, por la grave equivocación que había cometido Leví, según él mismo pensaba. Anteayer Joshuá y Leví se hallaban en Bethphage, cerca de Jershalaím, donde habían sido invitados por un hortelano al que gustaron sobremanera las predicaciones de Joshuá. Los dos huéspedes habían estado trabajando toda la mañana en la huerta para ayudar al dueño y pensaban marchar a Jershalaím hacia la noche, cuando refrescara. Pero Joshuá tenía prisa, explicó que le esperaba un asunto inaplazable en Jershalaím y marchó solo, hacia el mediodía. Ésta fue la primera equivocación que cometió Leví Mateo. ¿Por qué? ¿Por qué le había dejado marchar solo?

Por la tarde Mateo no pudo ir a Jershalaím. Le había atacado una dolencia inesperada y terrible. Temblaba, su cuerpo se había llenado de fuego, chasqueaba con los dientes y pedía agua a cada instante.

No podía ir a ningún sitio. Cayó sobre un telliz en el cobertizo del hortelano y permaneció allí hasta el amanecer del viernes, cuando la enfermedad abandonó a Leví tan inesperadamente como le había acometido. Aunque se sentía débil y le temblaban las piernas, angustiado por el presentimiento de una desgracia, se despidió del dueño y se dirigió a Jershalaím. Allí supo que su presentimiento no le había engañado y que la desgracia había ocurrido. Leví estaba entre la muchedumbre y oyó al procurador anunciar la sentencia.