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Mientras llevaban a los condenados al monte, Leví corría junto a la ca-dena de soldados entre los curiosos tratando de hacer una señal a Joshuá, como diciéndole que él, Leví, estaba allí, que no le había abandonado en su último camino y que rezaba para que la muerte llegara cuanto antes. Pero Joshuá, que miraba a lo lejos, hacia donde le llevaban, no le vio.

Cuando la procesión había avanzado, y a Mateo le empujaba la muchedumbre hacia la misma cadena de soldados, se le ocurrió una idea sencilla y genial, e inmeditamente el apasionado Mateo empezó a maldecirse por no haber caído antes en aquella idea. La hilera de soldados no era muy densa, entre ellos había huecos. Con un poco de astucia y habilidad se podía pasar entre dos legionarios, correr hasta el carro y subirse en él. Entonces Joshuá estaría a salvo del sufrimiento.

No hacía falta más que un instante para clavarle a Joshuá un cuchillo en la espalda, gritándole: «¡Joshuá! ¡Te salvo y me voy contigo! ¡Yo, Leví Mateo, tu único y fiel discípulo!».

Si Dios le bendijera con otro instante más, podría darle tiempo de quitarse la vida él también, evitando la muerte en el madero. Aunque esto último era lo que menos interesaba a Leví, el que fue recaudador de contribuciones. Le daba lo mismo cómo fuera su propia muerte. Sólo deseaba que Joshuá, que nunca había hecho a nadie daño alguno, fuera liberado del suplicio.

El plan era acertado, pero había un problema: que Leví no tenía cuchillo. Tampoco tenía ni una moneda.

Indignado consigo mismo, Leví escapó de la muchedumbre y corrió a la ciudad. Una idea febril se le había fijado en la cabeza: conseguir el cuchillo y alcanzar la procesión.

Llegó corriendo hasta la entrada de la ciudad, evitando las caravanas que afluían a Jershalaím, y vio a su izquierda la puerta abierta de una tiendecilla donde vendían pan. Sofocado por su carrera bajo el sol ardiente, Leví trató de dominarse, entró en la tienda con tranquilidad, saludó a la dueña que estaba detrás del mostrador y le pidió que le alcanzara del estante de arriba un pan que le había gustado especialmente. Mientras ella se volvía, rápidamente y sin decir una palabra, cogió del mostrador un cuchillo de pan, largo, afilado como una navaja, y echó a correr fuera de la tienda.

A los pocos minutos estaba de nuevo en el camino de Jaffa. Pero ya no vio la procesión. Echó a correr. De vez en cuando tenía que tenderse sobre el polvo para recobrar la respiración. Y así se quedaba, sorprendiendo a los que pasaban a pie o montados en mulas hacia Jershalaím. Permanecía echado, sintiendo los latidos de su corazón no sólo en el pecho, sino también en los oídos y en la cabeza. Una vez recobrado se levantaba de un salto y seguía corriendo, aunque cada vez más despacio. Por fin, pudo ver en la lejanía la larga procesión envuelta en una nube de polvo. Estaba ya al pie del monte.

—¡Oh, Dios! — gimió Leví, comprendiendo que iba a llegar tarde.

Y había llegado tarde.

Transcurrida la cuarta hora de la ejecución, el sufrimiento llegó a su límite y Leví se llenó de ira.

Se levantó de la piedra, tiró al suelo el cuchillo robado — inútilmente, pensaba ahora—, aplastó con el pie la calabaza, quedándose sin agua, se quitó el kefi de la cabeza, agarró sus escasos cabellos y comenzó a maldecirse.

Se maldecía exclamando palabras sin sentido, rugía y escupía, denigrando a sus padres que habían traído al mundo a un ser tan imbécil.

Como viera que maldiciones y juramentos no servían para nada, y que nada cambiaba bajo el sol achicharrante apretó sus puños secos y, entornando los ojos, los levantó al cielo, hacia el sol que se deslizaba cada vez más bajo, alargando las sombras y desapareciendo por fin, para caer al mar Mediterráneo. Y exigió a Dios un milagro.

Exigía a Dios que mandara la muerte a Joshuá en aquel mismo instante.

Al abrir los ojos se convenció de que en el monte nada había cambiado, excepto las manchas que ardían en el pecho del centurión y que ahora se habían apagado. El sol enviaba sus rayos contra las espaldas de los ejecutados que miraban a Jershalaím. Entonces Leví gritó:

—¡Dios, te maldigo!

Gritaba con voz ronca que se había convencido de la injusticia divina y que no pensaba seguir creyendo.

—¡Eres sordo! — rugía Leví—. ¡Me hubieras oído de no ser así y le habrías mandado la muerte en seguida!

Cerró los ojos esperando que cayera fuego del cielo para que él mismo muriera. Pero no fue así y Leví, sin despegar los párpados, siguió dirigiendo al cielo reproches amargos e insultantes. Hablaba a voz en grito de su completa desilusión; existían otros dioses y otras religiones. Sí, jamás otro dios hubiera consentido que el sol quemara sobre un madero a un hombre como Joshuá.

—¡Me he equivocado! — gritaba Leví, ya ronco—. ¡Eres el dios del mal! ¡O acaso tienes los ojos cubiertos con el humo de los incensarios del templo y tus oídos no oyen sino las voces ensordecedoras de los sacerdotes! ¡No eres un dios omnipotente! ¡Eres un dios negro! ¡Te maldigo, dios de los bandidos, eres su protector y su alma!

Algo sopló en la cara del que fue recaudador de contribuciones y crujió bajo sus pies.

Sopló de nuevo y Leví se dio cuenta al abrir los ojos que, bien fuera por sus maldiciones o por cualquier otra razón, todo había cambiado en el mundo. El sol había desaparecido antes de llegar al mar, en el que se hundía todas las tardes. Una nube de tormenta que avanzaba desde el oeste, amenazadora e inconmovible, se lo había tragado. Ya hervían sus bordes con espuma blanca, y su panza humeante tenía reflejos amarillos. El nubarrón gruñía y soltaba hilos de fuego de vez en cuando. Por el camino de Jaffa, por el pobre valle de Hinnon, bajo las tiendas de los peregrinos, volaban remolinos de polvo que huían del viento, levantado de repente.

Leví calló. Trataba de comprender si la tormenta que cubriría Jershalaím traería algún cambio a la situación del pobre Joshuá. Y entonces, al ver los hilos de fuego que cortaban la nube, empezó a pedir que un rayo diera en el madero de Joshuá. Miraba arrepentido al cielo limpio que aún no se había tragado el nubarrón y donde las aves de rapiña volaban sobre un ala para escapar de la tormenta. Leví pensó que se había apresurado tontamente en sus maldiciones, y que ahora Dios no le haría caso.

Volvió la vista hacia el pie del monte y se fijó en el lugar donde se encontraba repartido el regimiento de caballería. Se dio cuenta de que había habido grandes cambios. Desde lo alto veía perfectamente a los soldados, que se agitaban, que sacaban las lanzas de la tierra y se ponían las capas, a los palafreneros que corrían por el camino llevando de las riendas a los caballos negros. Estaba claro que el regimiento se preparaba para partir. Leví, protegiéndose con una mano del polvo que le pegaba en la cara y escupiendo, trataba de comprender qué significaban los preparativos de la caballería. Dirigió la mirada más arriba y vio una figura con una clámide roja que se acercaba a la plazoleta de la ejecución. El que fue recaudador de contribuciones sintió frío en el corazón al presentir próximo el final.

Quien subía por el monte cuando transcurría la quinta hora del suplicio de los condenados, era el comandante de la cohorte que había llegado de Jershalaím, acompañado por un asistente. Obedeciendo a una indicación de Matarratas, la cadena de soldados se abrió y el centurión saludó al tribuno. Éste se apartó con Matarratas y le dijo algo en voz baja. El centurión saludó de nuevo y se dirigió hacia el grupo de verdugos, que estaban sentados en unas piedras junto a los maderos. Mientras tanto, el tribuno dirigió sus pasos hacia el que estaba sentado en un banco de tres patas; el hombre se incorporó y amablemente salió al encuentro del tribuno; también a éste le dijo algo en voz baja y se dirigieron hacia los maderos. Se unió a ellos el jefe de la guardia del templo.