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Matarratas miró con asco el montón de trapos sucios que yacían en tierra, junto a los postes, trapos que habían sido la ropa de los condenados y que los verdugos se negaron a coger. Llamó a dos de ellos y les ordenó:

— ¡Seguidme!

Del madero más próximo llegaba una canción ronca y sin sentido. Agotado por el sol y las moscas, Gestás se había vuelto loco cuando corría la tercera hora de la ejecución, y ahora cantaba por lo bajo una canción sobre la uva. De cuando en cuando movía la cabeza cubierta con un turbante; entonces las moscas se levantaban y luego volvían a posarse.

En el segundo madero, Dismás sufría más que los otros dos, porque no perdía el conocimiento; movía la cabeza con un ritmo fijo, ya a la izquierda, ya a la derecha, tocándose el hombro con la oreja.

El más feliz era Joshuá. Durante la primera hora habían empezado a darle desmayos, luego perdió el conocimiento y dejó caer la cabeza con el turbante deshecho. Las moscas y los tábanos le habían cubierto de tal manera que su cara había desaparecido bajo una masa viva. Tábanos grasientos chupaban su cuerpo desnudo y amarillo, posándose en las ingles, el vientre y las axilas.

Obedeciendo a los gestos del hombre del capuchón, uno de los verdugos cogió una lanza y otro llevó hacia los maderos un balde y una esponja. El primero levantó la lanza y le dio a Joshuá en los brazos, que tenía estirados y atados a los travesaños del poste, primero en uno y luego en otro. El cuerpo con las costillas salientes se estremeció. El verdugo pasó la punta de la lanza por el vientre. Entonces Joshuá levantó la cabeza: las moscas volaron con un murmullo y dejaron al descubierto la cara del ejecutado, hinchada por las picaduras, con los ojos hundidos: una cara irreconocible.

Ga-Nozri despegó los párpados y miró hacia abajo. Sus ojos, que siempre habían sido claros, estaban turbios.

—¡Ga-Nozri! — dijo el verdugo.

Ga-Nozri movió sus labios hinchados y contestó con voz ronca, de bandido.

—¿Qué quieres? ¿Para qué te has acercado a mí?

—¡Bebe! — dijo el verdugo, y la esponja, empapada en agua, clavada en la punta de la lanza, subió hasta los labios de Joshuá. En sus ojos brilló la alegría. Acercó la boca a la esponja y bebió con avidez. Del madero de al lado se oyó la voz de Dismás:

—¡Es una injusticia! ¡Soy igual de bandido que él!

Dismás se estiró, pero no pudo moverse: sus brazos estaban sujetos a los travesaños con anillos de cuerda. Encogió el vientre y se agarró con las uñas a los extremos de los travesaños, la cabeza vuelta hacia el poste de Joshuá; sus ojos estaban llenos de ira.

Una nube de polvo cubrió la plazoleta y se hizo más oscuro. Cuando el viento se llevó el polvo, el centurión gritó:

—¡A callar el del segundo poste!

Dismás se calló. Joshuá se apartó de la esponja, y, tratando de hacer que su voz fuera suave y convincente, pero sin poder conseguirlo, pidió con voz ronca al verdugo:

— Dale de beber.

Seguía oscureciendo. El nubarrón había cubierto medio cielo, precipitándose hacia Jershalaím. Unas nubes blancas, hirvientes, volaban delante de la nube grande, impregnada de agua negra y de fuego. Algo brilló y sonó sobre el monte. El verdugo quitó la esponja de la lanza.

—¡Glorifica al generoso hegémono! — murmuró con solemnidad y pinchó ligeramente a Joshuá en el corazón. Éste se estremeció y murmuró:

— Hegémono…

La sangre le corrió por el vientre, la mandíbula inferior se convulsionó y la cabeza quedó colgando.

Con el segundo trueno el verdugo daba de beber a Dismás, diciendo las mismas palabras: «¡Glorifica al hegémono!»; le mató.

Gestás, enloquecido, dio un grito asustado cuando el verdugo se aproximó, pero al tener la esponja en sus labios rugió algo y la agarró con los dientes. A los pocos segundos su cuerpo colgaba inerte, sujeto por las cuerdas.

El hombre del capuchón seguía los pasos al verdugo y al centurión, detrás de él iba el jefe de la guardia del templo. Se detuvo ante el primer madero, miró fijamente al ensangrentado Joshuá, le tocó un pie con su mano blanca y dijo a sus acompañantes:

— Muerto.

Repitió lo mismo en los otros dos postes.

Después de esto el tribuno hizo una señal al centurión, y, dando la vuelta, empezó a descender por el monte con el jefe de la guardia del templo y el hombre del capuchón. El monte estaba semioscuro, los relámpagos surcaban el cielo negro, que de pronto estalló en fuego, y el grito del centurión: «¡Que quiten el cerco!», se perdió en un estrépito. Los soldados, felices, echaron a correr por el monte, poniéndose los yelmos.

La oscuridad cubrió Jershalaím.

La lluvia empezó de repente y alcanzó a las centurias a la mitad del camino de descenso. El agua caía con tanta fuerza que, cuando los soldados corrían hacia abajo, les alcanzaban enfurecidos torrentes. Los hombres resbalaban y caían en la arcilla mojada, tenían prisa por llegar al camino llano apenas visible entre el manto de agua, por el que se dirigía a Jershalaím la caballería calada hasta los huesos. A los pocos minutos, en medio del vaho humeante de la tormenta, del agua y del fuego, sólo quedó un hombre.

Agitaba el cuchillo, no en vano robado, cayéndose en el piso resbaladizo, agarrándose a todo lo que le venía a mano, arrastrándose a veces de rodillas. Ansiaba llegar a los maderos. Tan pronto desaparecía en la oscuridad total como le iluminaba una luz temblorosa.

Al llegar a los postes, con el agua hasta los tobillos, se quitó el pesado taled, empapado de agua, se quedó en camisa y se inclinó sobre los pies de Joshuá. Cortó las cuerdas que sujetaban las piernas, subió al travesaño inferior, abrazó a Joshuá y liberó sus brazos de las ataduras de arriba. El cuerpo desnudo y mojado de Joshuá cayó sobre Leví y le derrumbó. Leví quiso subírselo a los hombros en seguida, pero una idea le detuvo. Dejó en el suelo, en medio de un charco, el cuerpo con la cabeza echada hacia atrás y los brazos abiertos, y corrió por la resbaladiza masa de arcilla hacia los otros postes.

También cortó las cuerdas en ellos y dos cuerpos más se derrumbaron en el suelo.

Pasaron unos minutos. En la cumbre del monte sólo quedaban tres postes vacíos y dos cuerpos que el agua sacudía y removía.

Ni Leví ni el cuerpo de Joshuá estaban ya allí.

17. EL DÍA INQUIETO

La mañana del viernes, es decir, al día siguiente de la condenada sesión de magia, todo el personal del Varietés: el contable Vasili Stepánovich Lástochkin, dos habilitados, las cajeras, los ordenanzas, los acomodadores y las mujeres de la limpieza, todo el personal efectivo, en vez de estar en sus puestos de trabajo, se encontraban sentados en las ventanas que daban a la Sadóvaya, mirando lo que pasaba abajo, junto a la puerta del Varietés. Había una cola inmensa, de doble fila, que llegaba hasta la plaza Kúdrinskaya. A la cabeza de la cola estaban cerca de dos docenas de revendedores, muy conocidos en el Moscú teatral.

En la cola reinaba la excitación, que atraía la atención de los transeúntes con sus apasionados comentarios sobre la insólita sesión de magia negra del día anterior. El contable Vasili Stepánovich estaba muy avergonzado oyendo aquellos relatos. Él no había presenciado el espectáculo. Los acomodadores contaban Dios sabe cuántas cosas y, entre otras, que después de la ya famosa sesión, algunas ciudadanas corrían por la calle con trajes indecentes, y muchas más historias por el estilo. Vasili Stepánovich que era un hombre discreto y modesto, oía todo aquello con los ojos muy abiertos y decididamente no sabía qué medidas tomar. Y lo malo era que tenía que ser precisamente él quien las tomara, ya que se había quedado solo al frente del equipo del Varietés.

Hacia las diez de la mañana, la cola de impacientes había tomado tales proporciones que llegó la noticia a oídos de las milicias, y con una rapidez sorprendente se presentaron patrullas a pie y a caballo, que consiguieron mantener cierto orden en la cola. Pero, de todas maneras, la serpiente kilométrica, aunque ordenada, constituía por sí misma una gran atracción y un motivo de asombro para los ciudadanos que pasaban por la Sadóvaya.