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El contable, mudo, se encogió como si fuera la primera vez que oía la palabra Varietés y pensó: «¡Qué cosas!».

Al llegar al sitio a donde iba, pagó debidamente al chófer, entró en el edificio y se dirigió por el pasillo hacia el despacho del director. Se dio cuenta de que había acudido en mal momento. En la oficina de la Comisión de Espectáculos reinaba el más completo alboroto: junto al contable pasó corriendo una mujer ordenanza, con el pañuelo caído y los ojos desorbitados.

—¡Nada, nada! ¡Nada, hijos míos! — gritaba, dirigiéndose a alguien—. La chaqueta y el pantalón están, pero dentro, ¡nada!

Desapareció detrás de una puerta y se oyó ruido de platos rotos. De la habitación del secretario salió el jefe de la primera sección, que conocía al contable, pero que estaba en un estado tal, que no le reconoció y desapareció sin dejar huella.

El contable, sorprendido por todo lo que veía, llegó hasta la secretaría, que precedía al despacho del presidente de la Comisión. Se quedó perplejo.

A través de la puerta llegaba una voz temible, que, sin duda, era la voz de Prójor Petróvich, el presidente de la Comisión. «¿Estará echando una bronca?», pensó el asustado contable, y, al volver la cabeza, vio algo peor: echada en un sillón de cuero, con la cabeza apoyada en el respaldo, las piernas estiradas casi hasta el centro del despacho, lloraba amargamente, con un pañuelo mojado en la mano, la secretaria particular de Prójor Petróvich, la bella Ana Richárdovna.

Tenía la barbilla manchada de rojo de labios, y de las pestañas salían ríos de pintura negra que corrían por sus mejillas de melocotón.

Al ver que alguien entraba, Ana Richárdovna se levantó bruscamente, se lanzó hacia el contable, le agarró por las solapas de la chaqueta y em pezó a sacudirle, gritando:

—¡Gracias a Dios! ¡Por fin, uno que es valiente! ¡Todos han escapado, todos me han traicionado! Vamos, vamos a verle, que no sé qué hacer — y arrastró al contable hasta el despacho sin dejar de sollozar.

Una vez dentro del despacho, el contable empezó por perder la cartera y en la cabeza se le embarullaron todas las ideas. Hay que reconocer que era muy natural, que había motivos para ello.

Detrás de una mesa enorme, sobre la que se veía un voluminoso tintero, estaba sentado un traje vacío, escribiendo en un papel con una pluma que no mojaba en tinta. Llevaba corbata y del bolsillo del traje asomaba una pluma estilográfica, pero de la camisa no emergía ni cabeza ni cuello, ni asomaban las manos por las mangas. El traje estaba concentrado en el trabajo y parecía no darse cuenta del barullo que le rodeaba. Al oír que alguien entraba, el traje se apoyó en el respaldo del sillón y por encima del cuello sonó la voz de Prójor Petróvich que tan bien conocía el contable:

—¿Qué sucede? ¿No ha visto el cartel de la puerta? No recibo a nadie.

La bella secretaria dio un grito y exclamó, retorciéndose las manos:

—¿No lo ve? ¿Se ha dado cuenta? ¡No está! ¡No está! ¡Que me lo devuelvan!

Alguien se asomó al despacho y salió corriendo y gritando. El contable se dio cuenta de que le temblaban las piernas y se sentó en el borde de una silla, sin olvidarse de coger la cartera del suelo. Ana Richárdovna, saltando a su alrededor, le gritó, tirándole de la chaqueta:

—¡Siempre, siempre le hacía callar cuando se ponía a blasfemar! ¡Y ya ve en qué ha terminado! — la hermosa secretaria corrió hacia la mesa y con voz suave y musical, un poco gangosa a causa del llanto, exclamó:

—¡Prosha! ¿Dónde está?

—¿A quién llama «Prosha»? — preguntó el traje con arrogancia, estirándose más en su sillón.

—¡No reconoce! ¡No me reconoce a mí! ¿Lo ve usted?… — sollozó la secretaria.

—¡Prohibido llorar en mi despacho! — dijo, ya indignado, el irascible traje a rayas y se acercó con la manga un montón de papeles en blanco, con la evidente intención de redactar varias disposiciones.

—¡No! ¡no puedo ver esto! ¡no puedo! — gritó Ana Richár

dovna, y salió corriendo a la secretaría, y detrás de ella, como una bala, el contable.

— Figúrese que estaba yo aquí —contó Ana Richárdovna, temblando de emoción y agarrándose de nuevo a la manga del contable—, y en esto entra un gato. Un gato negro, grandísimo, como un hipopótamo. Yo, naturalmente, le grito «¡zape!». Se sale fuera y en su lugar entra un tipo también gordo, con cara de gato, diciéndome: «¿Qué es esto, ciudadana? ¿Qué modo es éste de tratar a las visitas diciéndoles zape?», y, ¡zas! que se mete en el despacho de Prójor Petróvich. Yo, como es natural, le seguí, gritando: «¿Está loco?». Y ese descarado que va y se sienta frente a Prójor Petróvich en un sillón. Bueno, el otro… es un hombre buenísimo, pero nervioso. No lo niego, se irritó. Es nervioso, trabaja como un buey; se irritó: «¿Qué es eso de colarse sin permiso?». Y ese descarado, imagínese, bien arrellanado en el sillón, le dice sonriente: «He venido a hablar con usted de un asunto». Prójor Petróvich seguía irritado: «¡Oiga usted! ¡Es-toy ocupado!», le dice. Y el otro le contesta: «No está haciendo nada». Y entonces, claro está, a Prójor Petróvich se le acabó la paciencia y gritó: «Pero bueno, ¿qué es esto? ¡Salga de aquí inmediatamente o el diablo me lleve!». Y el otro, que se sonríe y contesta: «¿El diablo me lleve? Facilísimo». Y ¡paf! Antes de que yo pudiera gritar, desapareció el de la cara de gato y… el tra…, el traje… ¡Eeeh! — aulló Ana Richárdovna, abriendo la boca, que ya había perdido su delimitación natural.

Ahogándose con las lágrimas, recuperó la respiración y empezó a hablar de cosas incomprensibles.

—¡Escribe, escribe, escribe! ¡Es para volverse loca! ¡Habla por teléfono! ¡El traje! ¡Todos han huido como conejos!

El contable, de pie, temblaba. Pero le salvó el destino. En la secretaría aparecieron las milicias, representadas por dos hombres de andares pausados y seguros. La bella secretaria, al verles, se puso a llorar con más fuerza, mientras señalaba con la mano la puerta del despacho.

— No lloremos, ciudadana — dijo en tono apacible uno de ellos, y el con-table, comprendiendo que allí ya no tenía nada que hacer, salió apresuradamente de la secretaría. Un minuto después ya estaba al aire libre. En la cabeza tenía algo parecido a una corriente de aire que zumbaba como en una chimenea, y en medio del zumbido oía fragmentos del relato del acomodador sobre el gato de la sesión de magia. «¡Ajá! ¿No será éste nuestro gatito?»

En vista de que en la Comisión de Espectáculos no había sacado nada en limpio, el diligente Vasili Stepánovich decidió ir a la sucursal de la calle Vagánkovskaya, haciendo a pie el camino para serenarse un poco.

La sucursal de la Comisión de Espectáculos estaba situada en un edificio deteriorado por el tiempo, al fondo de un patio. Era famoso por las columnas de pórfido que adornaban el vestíbulo. Pero aquel día no eran las conocidas columnas lo que llamaba la atención de los visitantes, sino lo que estaba sucediendo debajo de ellas.

Un grupo de visitantes permanecía inmóvil junto a una señorita que lloraba sin consuelo, sentada tras una mesa en la que había montones de gacetillas de espectáculos, que ella vendía. En aquel momento no ofrecía ninguna de sus gacetas al público, y a las preguntas compasivas respondía sólo moviendo la cabeza. Al mismo tiempo, de todos los departamentos de la sucursaclass="underline" arriba, abajo, izquierda y derecha, sonaban como locos los timbres de por lo menos veinte teléfonos.