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Por fin, la señorita dejó de llorar, se estremeció y dio un grito histérico: —¡Otra vez! — y empezó a cantar con voz temblorosa de soprano. «Glorioso es el mar sagrado del Baikal…» Apareció en la escalera un ordenanza, amenazó a alguien con el puño y acompañó a la señorita con una triste y débil voz de barítono: «Glorioso es el barco/barril de salmones…»

Se unieron a la del ordenanza varias voces lejanas, y el coro empezó a crecer hasta que la canción sonó en todos los rincones de la sucursal. En el despacho número 6, en la sección de contabilidad y control, destacaba una voz fuerte, algo ronca: «Viento del norte, levanta la ola…» Gritaba el ordenanza de la escalera. A la señorita le corrían las lágrimas por la cara, trataba de apretar los dientes, pero la boca se le abría involuntariamente y seguía cantando una octava más alta que el ordenanza: «El mozo no va muy lejos…» A los silenciosos visitantes de la sucursal les sorprendía, sobre todo, que aquel coro esparcido por todo el edificio, cantara en verdadera armonía, como si tuvieran los ojos puestos en la batuta de un invisible director de orquesta. Los transeúntes se paraban en la calle, admirados por la animación que reinaba en la sucursal. Cantaron la primera estrofa y luego se callaron, como obedeciendo órdenes de un director. El ordenanza masculló una blasfemia y desapareció. Se abrió la puerta de la calle y entró un ciudadano con abrigo, por debajo del cual asomaba una bata blanca. Le acompañaba un miliciano. — ¡Doctor, le ruego que haga algo! — gritó la señorita con verdadero ataque de histerismo. En la escalera apareció corriendo el secretario de la sucursal, azoradísimo y, al parecer, muerto de vergüenza. Tartamudeó: —Mire usted, doctor, es un caso de hipnosis general y es necesario… — no pudo concluir, se le atragantaron las palabras y empezó a cantar con voz de tenor: «Shilka y Nerchinsk…». — ¡Imbécil! — tuvo tiempo de gritar la joven, pero no pudo explicar a quién dirigía el insulto, porque, sin proponérselo, siguió canturreando lo de «Shilka y Nerchinsk»… — ¡Domínese! ¡Deje de cantar! — interpeló el doctor al secretario. Era evidente que el secretario se esforzaba por dejar de cantar, pero en vano, y, acompañado por el coro, llevó a los oídos de los transeúntes la noticia de que «el voraz animal no le rozó en la selva y la bala del tirador no le alcanzó». Acabada la estrofa, la señorita fue la primera en recibir una dosis de valeriana; luego, el doctor siguió apresuradamente al secretario para suministrarla a los demás.

— Perdone usted, ciudadana — se dirigió Vasili Stepánovich a la joven—. ¿No ha pasado por aquí un gato negro?

—¡Qué gato ni qué narices! — gritó la joven, indignada—. Lo que sí tenemos en la sucursal es un burro — y añadió—: No me importa que me oiga, se lo contaré a usted todo — y se lo contó.

El director de la sucursal, «que había sido la ruina de los espectáculos del género ligero» (según las palabras de la joven), tenía la manía de organizar clubs para diversas actividades.

—¡Todo para despistar a la dirección! — gritaba la joven.

En un año había tenido tiempo de crear los siguientes clubs: de estudio de Lérmontov, de ajedrez y damas, de ping-pong y equitación. Cuando llegó el verano, amenazó con la creación del club de remo en agua dulce y de alpinismo. Y hoy llega el director a la hora de comer…

— …trayendo del brazo a ese hijo de mala madre — contaba la joven—, que no sabemos de dónde habrá salido, uno con pantalones a cuadros, unos impertinentes rotos y una jeta…, ¡completamente imposible!…

Se presentó a los que estaban comiendo en el comedor de la sucursal como destacado especialista en la organización de masas corales.

Los futuros alpinistas cambiaron de expresión, pero el director les animó y el especialista estuvo bromeando con ellos, asegurándoles bajo juramento que el canto ocupaba poquísimo tiempo y era una fuente inagotable de posibilidades.

Los primeros en apoyar la idea fueron, naturalmente, Fánov y Kosarchuk, los pelotilleros más conocidos de la sucursal, declarándose dispuestos a apuntarse. El resto de los empleados, comprendiendo que era imposible evadirse, tuvieron que inscribirse también en el nuevo club. Decidieron que la mejor hora sería la de comer, porque el resto de las horas libres las tenían ya ocupadas con Lérmontov y con el ajedrez. El director, para dar ejemplo, anunció que tenía voz de tenor, y lo que siguió fue una escena de pesadilla. El especialista en corales, el tipo de los cuadros, rompió a gritar:

—¡Do-mi-sol-do!

Sacó a los más tímidos de detrás de los armarios, donde se habían escondido para no cantar, dijo a Kosarchuk que tenía un oído perfecto, suplicó, gimoteando, que dieran una satisfacción al viejo chantre y dio unos golpes con el diapasón pidiendo que cantaran «Glorioso mar»…

Cantaron. Y muy bien. El hombre de los cuadros conocíasu oficio, desde luego. Entonaron la primera estrofa y elchantre se excusó diciendo: «Perdonen un momento…», y desapareció. Esperaban, naturalmente, que volviera en seguida. Pero transcurrieron diez minutos y aún no había vuelto. Los empleados de la sucursal estaban contentísimos creyendo que había huido.

Pero, de pronto, sin saber por qué, rompieron a cantar la segunda estrofa. Kosarchuk, que puede que no tuviera un oído perfecto, pero que era, sin duda, un tenor bastante agradable, les arrastró a todos. Acabada la estrofa, el chantre no había vuelto aún. Se marcharon cada cual a su sitio, pero no habían tenido tiempo de sentarse cuando empezaron a cantar de nuevo, involuntariamente, sin querer. Intentaban callarse. ¡Imposible! Callaban tres minutos y de nuevo rompían a cantar; se volvían a callar, ¡y a cantar otra vez!

Se dieron cuenta de que lo que sucedía era bastante raro. El director, avergonzado, se encerró en su despacho.

La joven interrumpió su relato: la valeriana no había causado efecto.

Pasado un cuarto de hora llegaron tres camiones a la verja de la sucursal y cargaron todo el personal de la casa, encabezado por el director.

Salió a la calle el primer camión. Pasada la sacudida, los empleados, de pie en la caja del camión, enlazados por los hombros unos con otros, abrieron la boca y la calle entera retumbó al ritmo de la canción popular. Les siguió el segundo camión y después el otro. Siguieron cantando. Los transeúntes, ocupados en sus propios asuntos, les miraban distraídamente, sin la menor sorpresa, pensando que era un grupo de excursionistas que marchaba fuera de la ciudad. Sí, salían de la ciudad, pero no iban de excursión, sino al sanatorio del profesor Stravinski.

Había pasado una media hora cuando el contable, fuera de sí por completo, llegó al departamento de finanzas con la intención de deshacerse, por fin, del dinero del Estado.

Como había tenido ya experiencias bastante extrañas, empezó mirando con mucha cautela la sala rectangular en la que, tras unas ventanas de cristales escarchados con letreros dorados, estaban los funcionarios. No había ningún indicio de desorden o alboroto. Todo estaba en silencio, como corresponde a una institución respetable.

Vasili Stepánovich introdujo la cabeza por una ventanilla en la que se leía: «Ingresos», saludó a un empleado que conocía y pidió con amabilidad un vale de entrada.

—¿Para qué lo quiere? — preguntó el empleado de la ventanilla.

— Quiero ingresar una cantidad. Soy del Varietés.

— Un momento — contestó el empleado, y cerró con una rejilla el hueco del cristal.

«¡Qué extraño!», pensó el contable. Su sorpresa era muy natural. Era la primera vez en su vida que le pasaba una cosa así. Todo el mundo sabe lo complicado que es sacar dinero, pueden surgir dificultades. Pero en sus treinta años de experiencia como contable nunca había observado ninguna dificultad para ingresar dinero, bien fuera de un particular o de una persona jurídica.