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Arriba se oyó el golpe de una puerta. «Ha entrado…» pensó Poplavski con el corazón encogido. Hacía frío en aquel cuchitril, olía a ratones y a botas. Maximiliano Andréyevich se sentó en un madero y decidió esperar. Tenía una posición estratégica: veía la puerta de salida del sexto portal.

Pero tuvo que esperar mucho más tiempo de lo que pensaba. Y, mien tras, la escalera estaba desierta. Por fin, se oyó una puerta en el quinto piso.

Poplavski estaba inmóvil. ¡Sí, eran sus pasos! «Está bajando…» Se abrió la puerta del cuarto piso. Cesaron los pasos. Una voz de mujer. La voz del hombre triste, sí, era su voz… Dijo algo así como «Déjame, por Dios»… La oreja de Poplavski asomó por el cristal roto. Percibió la risa de una mujer. Unos pasos que bajaban decididos y rápidos.

Vio la espalda de una mujer que salió al patio con una bolsa verde de hule. De nuevo sonaron los pasos. «¡Qué raro! ¡Vuelve al piso! ¿No será uno de la pandilla? Sí, vuelve. Arriba han abierto la puerta. Bueno, va-mos a esperar…»

Pero esta vez no tuvo que esperar tanto tiempo. El ruido de la puerta. Pasos. Cesaron los pasos. Un grito desgarrador. El maullido de un gato. Los pasos apresurados, seguidos, ¡bajan, bajan!

Poplavski fue premiado. El hombre triste pasó casi volando, sin sombrero, con la cara completamente desencajada, arañada la calva y el pantalón mojado. Murmuraba algo, se santiguaba. Empezó a forcejear con la puerta, sin saber, en medio de su terror, hacia dónde se abría; por fin consiguió averiguarlo y salió corriendo al patio soleado.

Ya no había duda. No pensaba en el difunto sobrino ni en el piso, se estremecía recordando el peligro a que se había expuesto. Maximiliano Andréyevich corrió al patio, diciendo entre dientes: «¡Ahora lo comprendo todo!». A los pocos minutos un trolebús se llevaba al economista planificador camino de la estación de Kíev.

Mientras el economista estaba en el cuchitril, al hombrecillo le sucedió algo muy desagradable.

Trabajaba en el bar del Varietés y se llamaba Andréi Fókich Sókov. Cuando se estaba llevando a cabo la investigación en el Varietés, Andréi Fókich se mantenía apartado de todos. Notaron que estaba aún más triste que de costumbre y había preguntado a Kárpov el domicilio del mago.

Como decíamos, el barman se separó del economista, llegó al quinto piso y llamó al timbre del apartamento número 50.

Le abrieron en seguida; el barman se estremeció, retrocedió y no se decidió a entrar, lo que se explica perfectamente. Le abrió una joven que por todo vestido llevaba un coquetón delantal con puntillas y una cofia blanca a la cabeza. ¡Ah! y unos zapatitos dorados. Tenía un cuerpo perfecto y su único defecto físico era una cicatriz roja en el cuello.

— Bueno, pase, ya que ha llamado — dijo la joven, mirándole con sus provocativos ojos verdes.

Andréi Fókich abrió la boca, parpadeó y entró en el vestíbulo, quitándose el sombrero. En ese momento sonó el teléfono. La desvergonzada doncella cogió el auricular y poniendo el pie en una silla, dijo:

—¡Dígame!

El barman no sabía dónde mirar, se removió inquieto, pensando: «¡Vaya doncella que tiene el extranjero! ¡Qué asco!». Y para evitar aquella sensación de repugnancia se puso a mirar alrededor.

El vestíbulo, grande y mal iluminado, estaba lleno de objetos y ropas extrañas. En el respaldo de una silla, por ejemplo, había una capa de luto, forrada de una tela color rojo fuego; tirada con descuido sobre la mesa del espejo, una espada larga con un resplandeciente mango de oro. En un rincón, como si se tratara de paraguas y bastones, otras tres espadas con sendos mangos de plata. Colgadas de los cuernos de un venado, unas boinas con plumas de águila.

— Sí —decía la doncella al teléfono—. ¿Cómo? ¿El barón Maigel? Dígame. Sí. El señor artista está en casa. Sí, estará encantado de saludarle. Sí, invitados… ¿Con frac o chaqueta negra? ¿Cómo? Hacia las doce de la noche. — Al terminar la conversación, la doncella colgó el auricular y se dirigió al barman—: ¿Qué desea?

— Tengo que ver al señor artista.

—¿Cómo? ¿A él personalmente?

— Sí, a él — contestó el hombre triste.

— Voy a preguntárselo — dijo la doncella, al parecer no muy segura, y abriendo la puerta del despacho del difunto Berlioz, comunicó:

— Caballero, aquí hay un hombrecillo que desea ver a messere.

— Que pase — se oyó la voz cascada de Koróviev.

— Pase al salón — dijo la joven y muy natural, como si su modo de vestir fuera normal, abrió la puerta del salón y abandonó el vestíbulo.

Al entrar en la habitación que le habían indicado, el barman olvidó el asunto que le había llevado allí: tal fue su sorpresa al ver la decoración de la estancia. A través de los grandes cristales de colores, una fantasía de la joyera, desaparecida sin dejar rastro alguno, entraba una luz extraña, parecida a la de las iglesias. A pesar de ser un caluroso día de verano estaba encendida la vieja chimenea y, sin embargo, no hacía nada de calor, todo lo contrario, el que entraba sentía un ambiente de humedad de sótano.

Delante de la chimenea, sentado en una piel de tigre un enorme gato negro miraba al fuego con expresión apacible. Había una mesa que hizo estremecerse al piadoso barman: estaba cubierta de brocado de iglesia. Sobre este extraño mantel se alineaba toda una serie de botellas, gordas, enmohecidas y polvorientas. Entre las botellas brillaba una fuente que se veía en seguida que era de oro. Junto a la chimenea, un hombre pequeño, pelirrojo, con un cuchillo en el cinto, asaba unos trozos de carne pinchados en un largo sable de acero, el jugo goteaba sobre el fuego y el humo ascendía por el tiro de la chimenea.

No sólo olía a carne asada, sino a un perfume fuertísimo y a incienso. El barman, que ya sabía lo de la muerte de Berlioz y conocía su domicilio, pensó por un momento si no habrían celebrado un funeral, pero en seguida desechó por absurda la idea.

De pronto el sorprendido barman oyó una voz baja y gruesa:

—¿En qué puedo servirle?

Y descubrió, en la sombra, al que estaba buscando.

El nigromante estaba recostado en un sofá muy grande, rodeado de almohadones. Al barman le pareció que el artista iba vestido todo de negro, con camisa y zapatos puntiagudos del mismo color.

— Yo soy — dijo el barman, en tono amargo— el encargado del bar del teatro Varietés…

El artista alargó una mano, brillaron las piedras en sus dedos, y obligó al barman a que callara. Habló él muy exaltado:

—¡No, no! ¡Ni una palabra más! ¡Nunca, de ningún modo! ¡No pienso probar nada en su bar! Mi respetable caballero, precisamente ayer pasé junto a su barra y no puedo olvidar ni el esturión ni el queso de oveja. ¡Querido amigo! El queso de oveja nunca es verde, alguien le ha engañado. Suele ser blanco. ¿Y el té? ¡Si parece agua de fregar! He visto con mis propios ojos cómo una muchacha, de aspecto poco limpio, echaba agua sin hervir en su enorme samovar mientras seguían sirviendo el té. ¡No, amigo, eso es inadmisible!

— Usted perdone — habló Andréi Fókich, sorprendido por el inesperado ataque—, no he venido a hablar de eso y el esturión no tiene nada que ver…

—¡Pero cómo que no tiene nada que ver! ¡Si estaba pasado!

— Me lo mandaron medio fresco — dijo el barman.

— Oiga, amigo, eso es una tontería.

—¿Qué es una tontería?

— Lo de medio fresco. ¡Es una bobada! No hay término medio, o está fresco o está podrido.

— Usted perdone — empezó de nuevo el barman, sin saber cómo atajar la insistencia del artista.

— No puedo perdonarle — decía el otro con firmeza.

— Se trata de otra cosa — repuso el barman muy contrariado.