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Miró fijamente al barman y añadió:

— Oiga, ciudadano, ¡pero si está forrado de dinero! Anda, ¿por qué no lo repartes conmigo?

—¡Déjame, por Dios! — se asustó el barman y guardó apresuradamente el dinero.

La mujer se echó a reír.

—¡Vete al cuerno, roñoso! ¡Si era una broma! — y bajó por la escalera.

El barman se incorporó lentamente, levantó la mano para ponerse bien el sombrero y se percató de que no lo tenía. Prefería no volver, pero le daba lástima quedarse sin sombrero. Después de dudar un poco, volvió y llamó a la puerta.

—¿Qué más quiere? — le preguntó la condenada Guela.

— Me dejé el sombrero… — susurró el barman, señalando su calva. Guela se volvió de espaldas. El barman cerró los ojos y escupió mentalmente. Cuando los abrió Guela le daba un sombrero y una espada con empuñadura de color oscuro.

— No es mía… — susurró el barman, rechazando con la mano la espada y poniéndose apresuradamente el sombrero.

—¿Cómo? ¿Pero había venido sin espada? — se extrañó Guela.

El barman refunfuñó algo y fue bajando las escaleras. Sentía una molestia en la cabeza, como si tuviera demasiado calor. Asustado, se quitó el sombrero: tenía en las manos una boina de terciopelo con una vieja pluma de gallo. El barman se santiguó. La boina dio un maullido, se convirtió en un gatito negro y, saltando de nuevo a la cabeza de Andréi Fókich, hincó las garras en su calva. Andréi Fókich gritó desesperado y bajó corriendo. El gato cayó al suelo y subió muy deprisa la escalera.

El barman salió al aire libre y corrió hacia la puerta de la verja, abandonando para siempre la dichosa casa número 302 bis.

Sabemos perfectamente qué le ocurrió después. Cuando salió a la calle, echó una mirada recelosa alrededor, como buscando algo. En un santiamén se encontró en la otra acera, en una farmacia.

— Dígame, por favor… — La mujer que estaba detrás del mostrador, exclamó:

—¡Ciudadano, si tiene toda la cabeza arañada!

Le vendaron la cabeza y se enteró de que los mejores especialistas en enfermedades del hígado eran Bernadski y Kusmín; preguntó cuál de los dos vivía más cerca y se alegró mucho de saber que Kusmín vivía casi en el patio de al lado, en un pequeño chalet blanco. A los dos minutos estaba en el chalet.

La casa era antigua y muy acogedora. Más tarde el barman se acordaría de que primero encontró a una criada viejecita, que quiso cogerle el sombrero, pero en vista de que no lo llevaba, la viejecita se fue, masticando con la boca vacía.

En su lugar, bajo un arco junto a un espejo, apareció una mujer de edad, que le dijo que podría coger número para el día 19. El barman buscó un áncora de salvación. Miró, como desfalleciéndose, detrás del arco, donde estaba sin duda el vestíbulo, en el que había tres hombres esperando, y susurró:

— Estoy enfermo de muerte…

La mujer miró extrañada la cabeza vendada del barman, vaciló y pronunció:

— Bueno… — y le dejó traspasar el arco.

Se abrió la puerta de enfrente y brillaron unos impertinentes de oro.

La mujer de la bata dijo:

— Ciudadanos, este enfermo tiene que pasar sin guardar cola.

El barman no tuvo tiempo de reaccionar. Estaba en el gabinete del profesor Kusmín. Era una habitación rectangular que no tenía nada de terrible, de solemne o de médico.

—¿Qué tiene? — preguntó el profesor Kusmín con tono agradable, mirando con cierta inquietud el vendaje de la cabeza.

— Acabo de enterarme por una persona digna de crédito — habló el barman, con la mirada extraviada puesta en un grupo fotográfico tras un cristal— que en febrero del año que viene moriré de cáncer de hígado. Le ruego que lo detenga.

El profesor Kusmín se echó hacia atrás, apoyándose en el alto respaldo de un sillón gótico de cuero.

— Perdone, pero no le comprendo… ¿Qué le pasa? ¿Ha visto a un médico? ¿Por qué tiene la cabeza vendada?

—¡Qué médico ni qué narices! Si llega a ver usted a ese médico… — respondió el barman, y le rechinaron los dientes—. No se preocupe por la cabeza, no tiene importancia. ¡Que se vaya al diablo la cabeza!… ¡Cáncer

de hígado! ¡Le pido que lo detenga!

— Pero, por favor, ¿quién se lo ha dicho?

—¡Créale! — pidió el barman acalorado—. ¡Él sí que sabe!

—¡No entiendo nada! — dijo el profesor encogiéndose de hombros y separándose de la mesa con el sillón—. ¿Cómo puede saber cuándo se va a morir usted? ¿Sobre todo si no es médico?

— En la habitación número 4 —contestó el barman.

Entonces el profesor miró a su paciente con detención, se fijó en la cabeza, en el pantalón mojado y pensó: «Lo que faltaba, un loco…». Luego preguntó:

—¿Bebe vodka?

— Nunca lo he probado — respondió el barman.

Al cabo de un minuto estaba desnudo, tumbado en una camilla fría cubierta de hule. El profesor le palpaba el vientre. Es necesario decir que el barman se animó bastante. El profesor afirmó categóricamente que por lo menos de momento, no había ningún síntoma de cáncer, pero que como insistía tanto, si tenía miedo porque le hubiera asustado un charlatán, debería hacerse los análisis necesarios.

El profesor escribió unos papeles, explicándole dónde tenía que ir y qué tendría que llevar. Además, le dio una carta para el profesor neurólogo Buré, porque tenía los nervios deshechos.

—¿Qué le debo, profesor? — preguntó con voz suave y temblorosa el barman, sacando su gruesa cartera.

— Lo que usted quiera — respondió el profesor seco y cortado.

El barman sacó treinta rublos, los puso en la mesa y luego, con una habilidad inesperada, casi felina, colocó sobre los billetes de diez rublos un paquete alargado envuelto en periódico.

—¿Qué es esto? — preguntó Kusmín, retorciéndose el bigote.

— No se niegue, ciudadano profesor — susurró el barman—, ¡le ruego que me detenga el cáncer!

— Guárdese su oro — dijo el profesor orgulloso de sí mismo—. Más vale que vigile sus nervios. Mañana mismo lleve orina para el análisis, no beba mucho té y no tome nada de sal.

—¿Ni siquiera en la sopa? — preguntó el barman.

— En nada de lo que coma — ordenó el profesor.

—¡Ay! — exclamó el barman con amargura, mirando enternecido al profesor, cogiendo las monedas y retrocediendo hacia la puerta.

Aquella tarde el profesor no tuvo que atender a muchos enfermos y al oscurecer se marchó el último. Mientras se quitaba la bata, el profesor echó una mirada al lugar donde el barman dejara los billetes y se encontró con que en vez de los rublos había tres etiquetas de vino «AbrauDursó».

—¡Diablos! — murmuró Kusmín, arrastrando la bata por el suelo y tocando los papeles—. ¡Además de esquizofrénico es un estafador! Lo que no entiendo es para qué me necesitaría a mí. ¿No será el papel para el análisis de orina? ¡Ah!… ¡Seguro que ha robado un abrigo! — Y el profesor echó a correr al vestíbulo, con la bata colgándole de una manga —¡Xenia Nikítishna! — gritó con voz estridente, ya en la puerta del vestíbulo—. ¡Mire a ver si están todos los abrigos!

Los abrigos estaban en su sitio. Pero cuando el profesor volvió a su despacho, después de haber conseguido quitarse la bata, se quedó como clavado en el suelo, fijos los ojos en la mesa. En el mismo sitio en que aparecieran las etiquetas, había ahora un gatito negro huérfano con aspecto tristón, maullando sobre un platito de leche.

— Pero… bueno, ¿qué es esto? — y Kusmín sintió frío en la nuca.

Al oír el grito débil y suplicante del profesor, Xenia Nikítishna llegó corriendo y le tranquilizó en seguida explicándole que algún enfermo se habría dejado el gatito y que esas cosas pasaban a menudo en casa de los profesores.

— Vivirán modestamente — explicaba Xenia Nikítishna— y nosotros, claro…

Se pusieron a pensar quién podría haberlo hecho. La sospecha recayó en una viejecita que tenía una úlcera de estómago.