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— Seguro que ha sido ella — decía la mujer—. Habrá pensado: yo me voy a morir y me da pena del pobre gatito.

—¡Usted perdone! — gritó Kusmín—. ¿Y la leche? ¿También la ha traído? ¿Con el platito?

— La habrá traído en una botella y la habrá echado en el platito aquí —explicó Xenia Nikítishna.

— De acuerdo, llévese el gato y el platito — dijo Kusmín, acompañándola hacia la puerta. Cuando volvió la situación había cambiado.

Cuando estaba colgando la bata en un clavo oyó risas en el patio. Se asomó a la ventana y se quedó anonadado. Una señora en combinación cruzaba el patio a todo correr. El profesor incluso sabía su nombre: María Alexándrovna. Un chico se reía a carcajadas.

— Pero, ¿qué es eso? — dijo Kusmín con desprecio.

En la habitación de al lado, que era el cuarto de la hija del profesor, un gramófono empezó a tocar el foxtrot «Aleluya». Al mismo tiempo el profesor oyó a sus espaldas el gorgojeo de un gorrión. Se volvió. Sobre su mesa saltaba un gorrión bastante grande.

«Hmm… ¡tranquilo! — se dijo el profesor—. Ha entrado cuando yo me aparté de la ventana. ¡No es nada extraño!», se dijo mientras pensaba que sí era extraño, sobre todo por parte del gorrión. Le miró fijamente, dándose cuenta de que no era un gorrión corriente. El pajarito cojeaba de la pata izquierda, la arrastraba haciendo piruetas, obedeciendo a un compás, es decir, bailaba el foxtrot al son del gramófono, como un borracho junto a una barra, se burlaba del profesor como podía, mirándole descaradamente.

La mano de Kusmín se posó en el teléfono; se disponía a llamar a Buré, su compañero de curso, para preguntarle qué significaba este tipo de apariciones en forma de gorriones, a los sesenta años, con acompañamiento de mareos.

Entre tanto, el pajarito se sentó sobre un tintero, que era un regalo, hizo sus necesidades (¡no es broma!), revoloteó después, se paró un instante en el aire, y tomando impulso, pegó con el pico, como si fuera de acero, en el cristal de una fotografía que representaba la promoción entera de la Universidad del año 94, rompió el cristal y salió por la ventana.

El profesor cambió de intención, y en vez de marcar el número del profesor Buré, llamó al puesto de sanguijuelas, diciendo que el profesor Kusmín necesitaba que le mandaran urgentemente a casa unas sanguijuelas. Cuando colgó el auricular y se volvió hacia la mesa, se le escapó un alarido. Una mujer vestida de enfermera, con una bolsa en la que se leía «Sanguijuelas», estaba sentada en la mesa. El profesor, mirándole a la boca, dio un grito: tenía boca de hombre, torcida, hasta las orejas, con un colmillo saliente. Los ojos de la enfermera eran los de un cadáver.

— Vengo a recoger el dinerito — dijo la enfermera con voz de bajo—, no va a estar rodando por aquí. —Agarró las etiquetas con una pata de pájaro y empezó a esfumarse en el aire.

Pasaron dos horas. El profesor Kusmín estaba sentado en la cama de su dormitorio, con las sanguijuelas colgándole de las sienes, de detrás de las orejas y del cuello. Sentado a los pies de la cama en un edredón de seda, el profesor Buré, con su bigote blanco, miraba a Kusmín compasivamente y le decía que todo había sido una tontería. A través de la ventana se veía la noche.

No sabemos qué otras cosas extraordinarias sucedieron en Moscú aquella noche y, desde luego, no vamos a intentar averiguarlo, porque, además, ha llegado el momento de pasar a la segunda parte de esta verídica historia. ¡Sígueme, lector!

LIBRO SEGUNDO

19. MARGARITA

¡Adelante, lector! ¿Quién te ha dicho que no puede haber amor verdadero, fiel y eterno en el mundo, que no existe? ¡Que le corten la lengua repugnante a ese mentiroso!

¡Sígueme, lector, a mí, y sólo a mí, yo te mostraré ese amor!

¡No! Se equivocaba el maestro cuando en el sanatorio a esa hora de la noche, pasadas las doce, le decía a Ivánushka que ella le habría olvidado. Imposible. Ella no le había olvidado, naturalmente.

Pero en primer lugar vamos a descubrir el secreto que el maestro no quiso contar a Iván. Su amada se llamaba Margarita Nikoláyevna. Y todo lo que de ella contó el pobre maestro era la pura verdad. Había hecho una descripción muy justa de su amada. Era inteligente y hermosa y aún añadiríamos algo más: con toda seguridad muchas mujeres lo hubieran dado todo con tal de cambiar su vida por la de Margarita Nikoláyevna. Era una mujer de treinta años, sin hijos, casada con un gran especialista que había hecho un descubrimiento de importancia nacional. Su mari-do era joven, apuesto, bueno y honrado y quería a su mujer con locura. Margarita Nikoláyevna y su marido ocupaban toda la planta alta de un precioso chalet con jardín en una bocacalle de Arbat. ¡Qué sitio tan maravilloso! Cualquiera que lo desee, puede comprobarlo visitando el jardín. Que se dirija a mí y le daré las señas, le enseñaré el camino, porque el chalet existe todavía…

A Margarita Níkoláyevna no le faltaba el dinero. Podía satisfacer todos sus caprichos. Entre los amigos de su marido había personas interesantes. Margarita Nikoláyevna no conocía los horrores de la vida en un piso colectivo. En resumen… ¿era feliz? ¡Ni un solo momento! Desde que se casó a los diecinueve años y se encontró en el chalet, no tuvo un solo día feliz. ¡Dioses, dioses míos! ¿Qué le hacía falta a esta mujer? ¿Qué necesitaba esta mujer que siempre tenía en sus ojos un fuego extraño? ¿Qué necesitaba esta bruja, un poco bizca, que un día de primavera se puso unas mimosas de adorno? No lo sé. Seguramente, dijo la verdad; le necesitaba a él, al maestro, ni el palacete gótico, ni el jardín para ella sola ni el dinero. Le quería, era verdad que le quería.

A mí, que soy el narrador de esta verdad, pero ajeno a su historia al fin y al cabo, a mí, incluso a mí, se me encoge el corazón cuando pienso en lo que sufriría Margarita, al volver al día siguiente a casa del maestro (afortunadamente sin haber hablado con su marido, que no había vuelto el día prometido) y enterarse de que el maestro no estaba allí. Hizo todo lo posible por indagar, pero naturalmente, no pudo averiguar nada. Volvió al chalet y continuó su vida en el lugar de antes.

Pero cuando desapareció la nieve sucia de las aceras y las calzadas, y entró por las ventanas el viento inquieto y húmedo de la primavera, el sufrimiento de Margarita Nikoláyevna fue más insoportable aún que en el invierno. Lloraba muchas veces a escondidas, con amargura; no sabía si amaba a un hombre vivo o muerto ya. Y cuantos más días desesperados transcurrían, más se aferraba a la idea de que estaba unida a un muerto.

Tenía que olvidarle o morir ella también. No podía seguir viviendo así. ¡Era imposible! Olvidarle — costara lo que costara—, ¡olvidarle! Pero lo peor era que no le olvidaba.

—¡Sí, sí, aquella equivocación! — decía Margarita, sentada junto a la chimenea mirando al fuego, encendido como recuerdo de otro fuego que ardía un día que él escribía sobre Poncio Pilatos—. ¿Por qué me iría aquella noche? ¿Para qué? ¡Qué locura hice! Volví al día siguiente como le prometí, pero ya era tarde. Sí, volví, como el pobre Leví Mateo, ¡demasiado tarde! — Estas palabras eran inútiles, porque, en realidad, ¿qué habría cambiado si se hubiera quedado con el maestro aquella noche? ¿Se podría haber salvado acaso? ¡Qué absurdo! — diríamos nosotros, pero no lo hacemos ante una mujer roída por la desesperación. El mismo día en que una ola de escándalo, provocada por la aparición del nigromante, sacudía Moscú, el viernes que el tío de Berlioz fue enviado a Kíev, que detuvieron al contable y pasaron tantas otras cosas más, absurdas e in comprensibles, Margarita se despertó en su dormitorio casi al mediodía. La habitación tenía una ventana que daba a la torre del palacete. En contra de lo que solía sucederle, esta vez Margarita no se echó a llorar al despertarse, porque tenía el presentimiento de que, por fin, algo iba a ocurrir. Cuando se dio cuenta de su corazonada, empezó a acariciar la idea, a fomentarla en su alma, temiendo que, de otro modo, la abandonara.