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El sol muy fuerte la obligaba a entornar los ojos; recordaba su sueño, recordaba cómo hacía un año, el mismo día y a la misma hora, estaba sentada con él en aquel banco y cómo ahora, su bolso negro estaba junto a ella en el banco. Esta vez él no estaba a su lado, pero mentalmente Margarita Nikoláyevna hablaba con éclass="underline" «Si estás deportado, ¿por qué no haces saber de ti? Los otros lo hacen. ¿Es que ya no me quieres? No sé por qué, pero no lo creo. Entonces, o estás deportado o te has muerto. Si es así, te pido que me dejes, que me des libertad para vivir, para respirar este aire». Y ella misma contestaba por éclass="underline" «Eres libre… ¿Acaso te retengo?». Ella replicaba: «Eso no es una respuesta. Vete de mi memoria, sólo entonces seré libre…».

La gente pasaba junto a Margarita Nikoláyevna. Un hombre se quedó mirando a la elegante mujer, atraído por su belleza y por su soledad. Tosió y se sentó en el borde del mismo banco en el que estaba Margarita.

Por fin se atrevió a hablar:

— Decididamente, hoy hace buen día…

Pero Margarita le echó una mirada tan sombría, que el hombre se levantó y se fue.

«He aquí un ejemplo — decía Margarita al que era su dueño—: ¿Por qué habré echado a ese hombre? Me aburro, y en ese don Juan no había nada malo, aparte del “decididamente”, tan ridículo… ¿Por qué estoy sola como una lechuza al pie de la muralla? ¿Por qué estoy apartada de la vida?»

Se sentía triste y alicaída. Y de pronto, igual que cuando se despertó, una ola de esperanza y emoción se levantó en su pecho. «Sí, ¡algo va a pasar!» Sintió otra vez el golpe de su corazonada y comprendió que se trataba de una onda sonora. Entre el ruido de la ciudad se oía, cada vez con más claridad, el retumbar de unos tambores y trompetas, algo desafinados, que se aproximaba poco a poco.

Primero apareció un miliciano a caballo, que avanzaba a paso lento junto a la reja del parque; le seguían tres milicianos a pie. Luego venía un camión con los músicos y detrás un coche funerario nuevo, abierto, con un ataúd cubierto de coronas y cuatro personas en las esquinas: tres hombres y una mujer. A pesar de la distancia, Margarita pudo ver que la gente que acompañaba al difunto en su último viaje parecía desconcertada, sobre todo la ciudadana que iba detrás. Daba la impresión que los carrillos gruesos de la ciudadana estaban hinchados por un secreto emocionante y sus ojos abotargados lanzaban chispitas. Faltaba poco para que guiñara el ojo hacia el difunto, diciendo: «¿Han visto algo semejante? ¡Es increíble!». Las trescientas personas que avanzaban a paso lento detrás del coche, tenían la misma expresión de desconcierto.

Margarita seguía con los ojos el cortejo, escuchando el triste ruido, cada vez más débil, de los tambores que repetían el mismo sonido: «Bums, bums, bums». Pensaba: «¡Qué entierro tan extraño… y qué tristeza en ese “bums”! Creo que sería capaz de venderle mi alma al diablo por saber si está vivo o muerto… Me gustaría saber a quién van a enterrar».

— A Mijaíl Alexándrovich Berlioz — se oyó a su lado una voz de hombre, algo nasal—, al presidente de MASSOLIT.

Margarita Nikoláyevna, sorprendida, se volvió y se encontró con que en su banco había un ciudadano; seguramente se habría sentado aprovechando que ella estaba absorta con la procesión, y por aquella distracción había hecho su última pregunta en voz alta.

Entre tanto, la procesión se detuvo, seguramente parada por los semáforos.

— Pues sí —continuaba el ciudadano desconocido—, qué ánimo tan asombroso tiene esa gente. Llevan al difunto y están pensando dónde estará su cabeza.

—¿Qué cabeza? — preguntó Margarita, examinando a su inesperado interlocutor. Era pequeño, pelirrojo, le sobresalía un colmillo, vestía una camisa almidonada, un traje a rayas de buena tela, zapatos de charol y un sombrero hongo. La corbata era de colores vivos. Y lo extraño era que en el bolsillo, donde los hombres suelen llevar un pañuelo o una pluma estilográfica, éste llevaba un hueso de pollo roído.

— Pues sí, señora — explicó el pelirrojo—, esta mañana, en la sala de Griboyédov, han robado del ataúd la cabeza del difunto.

—¿Pero cómo es posible? — preguntó Margarita involuntariamente, recordando la conversación que oyera en el trolebús.

—¡El diablo lo sabrá! —dijo el pelirrojo con desenfado—. Aunque me parece que habría que preguntárselo a Popota. ¡Qué manera de birlar la cabeza! ¡Da gusto! ¡Qué escándalo! Lo importante es que nadie sabe para qué puede servir la cabeza.

A pesar de lo ocupada que estaba Margarita Nikoláyevna con lo suyo, no pudo menos de asombrarse al oír las extrañas mentiras en boca del desconocido ciudadano.

—¡Cómo! — exclamó ella—. ¿Qué Berlioz? ¿No será el del periódico?…

—Ése es, precisamente…

— Entonces, ¿los que siguen el ataúd son literatos?

— ¡Naturalmente!

—¿Los conoce de vista?

— A todos — respondió el pelirrojo.

— Dígame — habló Margarita, con voz sorda—, ¿no está entre ellos el crí

tico Latunski?

—¿Pero cómo iba a faltar? — contestó el pelirrojo—. Es el del extremo en la cuarta fila.

—¿El rubio? — preguntó Margarita entornando los ojos. — Color ceniza… ¿No ve que ha levantado los ojos al cielo? — ¿El que parece un cura? — ¡El mismo!…

Margarita no preguntó más y se quedó mirando a Latunski.

— Y usted, por lo que veo — dijo sonriente el pelirrojo—, odia a ese Latunski. ¿No es así?

— No es el único que odio — contestó Margarita entre dientes—, pero no me parece un tema de conversación interesante.

La procesión continuó su camino, seguida de coches vacíos.

— Tiene razón, Margarita Nikoláyevna, no tiene nada de interesante.

Margarita se sorprendió.

—¿Es que me conoce?

Por toda respuesta, el pelirrojo se quitó el sombrero e hizo un gesto de

saludo. «¡Qué pinta de bandido tiene este tipo!», pensó Margarita, mirando fijamente a su casual interlocutor.

— Yo no le conozco a usted — dijo Margarita secamente.

—¿Cómo me va a conocer? Sin embargo, me han enviado para hablar con usted de cierto asunto — Margarita palideció y se echó hacia atrás.

— En lugar de contar esas tonterías de la cabeza cortada — dijo Margarita— tenía que haber empezado por ahí. ¿Viene a detenerme?

—¡De ninguna manera! — exclamó el pelirrojo—. ¡Pero qué cosas tiene! No he hecho más que hablarle y ya piensa que la voy a detener. Vengo a tratar con usted un asunto.

— No comprendo. ¿De qué me habla?

El pelirrojo miró alrededor y dijo misteriosamente:

— Me han enviado a invitarla a usted para esta noche.

— Usted está loco. ¿A qué me invita?

— A casa de un extranjero muy ilustre — dijo el pelirrojo con aire significativo, entornando un ojo.

Margarita se enfureció.

—¡Lo único que faltaba, una nueva especie de alcahuete callejero! — dijo incorporándose, dispuesta a marcharse, pero la detuvieron las palabras del pelirrojo:

— La oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo cubrió la ciudad, odiada por el procurador. Desaparecieron los puentes colgantes, que unían el templo y la terrible torre Antonia… Desapareció Jershalaím, la gran ciudad, como si nunca hubiera existido… ¡Por mí, también usted puede desaparecer con su cuaderno quemado y la rosa disecada!

¡Quédese en ese banco sola, pidiéndole que le dé libertad para respirar, que se vaya de su memoria!

Margarita, muy pálida, volvió. El pelirrojo la miraba con los ojos en-tornados.

— No comprendo nada — dijo Margarita Nikoláyevna con voz débil—. Lo de las hojas, podía haberlo leído, espiado… ¿Pero cómo se ha enterado de lo que yo pensaba? — Y añadió con una expresión de dolor—: Dígame, ¿quién es usted? ¿A qué organización pertenece?

— Qué lata… — murmuró el pelirrojo, y habló fuerte—: Si ya le he dicho que no pertenezco a ninguna organización. Siéntese, por favor. Margarita le obedeció sin una sola objeción, pero al sentarse le preguntó de nuevo: —¿Quién es usted? — Bueno, me llamo Asaselo; pero eso no le dice nada. — Dígame, ¿cómo supo lo de las hojas y lo que yo pensaba? — Eso no se lo digo. — ¿Pero usted sabe algo de él? — susurró Margarita, suplicante. — Pongamos que sí. —Se lo ruego, dígame sólo una cosa: ¿vive? ¡No me haga sufrir! — Bueno, sí, está vivo — dijo Asaselo de mala gana. — ¡Dios mío! — Por favor, sin emociones ni gritos — dijo Asaselo, frunciendo el entre cejo.