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— Perdóneme — murmuraba Margarita, dócil ya—, siento haberle irritado. Pero reconozca que cuando a una mujer la invitan en la calle a ir a una casa… No tengo prejuicios, se lo aseguro… — Margarita sonrió tristemente—, pero yo nunca veo a ningún extranjero y no tengo ningunas ganas de conocerlos. Además, mi marido… Mi tragedia es que vivo con un hombre al que no quiero, pero considero indigno estropearle su vida… Él no me ha hecho más que el bien…

Se veía que este discurso incoherente estaba aburriendo a Asaselo, que dijo con severidad: —Por favor, cállese un minuto. Margarita le obedeció. —La estoy invitando a casa de un extranjero que no puede hacerle nin gún daño. Además, nadie sabrá de su visita. Eso se lo garantizo yo. — ¿Y para qué me necesita? — preguntó tímidamente Margarita. — Lo sabrá más tarde. — Ya entiendo… Tengo que entregarme a él — dijo Margarita pensativa. Asaselo sonrió con aire de superioridad y contestó: —Cualquier mujer en el mundo soñaría con esto. Pero no tengo más remedio que defraudarla. No es eso.

—¿Pero quién es ese extranjero? — exclamó Margarita turbada, en un tono de voz tan alto, que se volvieron los que pasaban junto al banco—. ¿Y qué interés puedo tener en ir a verle?

Asaselo se inclinó hacia ella y susurró con aire significativo:

— Tiene mucho interés…, puede aprovechar la ocasión…

—¿Cómo? — exclamó Margarita con los ojos redondos—. Si no me equivoco, está usted insinuando que puedo saber algo de él.

Asaselo asintió con la cabeza en silencio.

—¡Vamos! — exclamó Margarita con fuerza, agarrando a Asaselo de la mano—. ¡Vamos a donde sea!

Asaselo se apoyó en el respaldo del banco, tapando con su espalda un nombre grabado con navaja, «Niura», y dijo con expresión irónica:

—¡Qué gente más difícil son las mujeres! — se metió las manos en los bolsillos y estiró las piernas—. ¿Por qué me habrán mandado a mí para resolver este problema? Podía haber venido Popota, que tiene mucho encanto…

Margarita habló con una sonrisa amarga y contrariada:

— Por favor, déjese de mixtificaciones y no me haga sufrir con sus misterios. Se está aprovechando de que soy una persona desgraciada… Me estoy metiendo en algo muy extraño, ¡pero le juro que ha sido nada más que porque usted me ha interesado hablándome de él! Estoy mareada con todas esas complicaciones…

—¡No dramatice! — repuso Asaselo con una mueca—. Trate de ponerse en mi lugar. Dar una paliza al administrador, echar al tipo del piso, pegar un tiro, u otra tontería por el estilo, todo esto es especialidad mía. ¡Pero hablar con mujeres enamoradas, eso sí que no! Estoy tratando de convencerla hace más de media hora. Entonces, ¿qué? ¿Se viene?

— Sí —repuso sencillamente Margarita Nikoláyevna.

— Entonces, haga el favor de coger esto — dijo Asaselo sacando una cajita redonda de oro del bolsillo y dándosela a Margarita—. Escóndala, que nos están mirando. Le servirá. Margarita Nikoláyevna, de tanto sufrir ha envejecido usted bastante en este medio año — Margarita se puso colorada, pero no contestó. Asaselo continuó—: Esta noche, a las nueve y media, haga el favor de desnudarse y untarse la cara y el cuerpo con esta crema. Después puede hacer lo que quiera, pero no se aparte del teléfono. Yo la llamaré a las diez y le daré instrucciones. Usted no tendrá que ocuparse de nada, la llevarán a donde haga falta, sin ninguna molestia para usted. ¿Está claro?

Margarita tardó en contestar. Luego dijo:

— Está claro. Esto es de oro puro, se ve por el peso. Veo que me están sobornando para complicarme en una historia turbia y luego tendré que pagarlo…

—¿Pero qué dice? — murmuró Asaselo, indignado—. ¿Otra vez?

— No, espere…

—¡Devuélvame la crema!

Margarita agarró la caja con todas sus fuerzas.

— No, no, espere… Sé perfectamente a lo que voy. Lo hago todo por él, porque ya no me queda ninguna esperanza. Pero quiero decirle que si yo muero ¡usted tendrá la culpa! ¡Se avergonzará de ello! ¡Muero por amor! — y dándose un golpe en el pecho Margarita miró hacia el sol.

—¡Devuélvala! — gritaba Asaselo—. ¡Devuélvala, y al diablo todo! ¡Que manden a Popota!

—¡Oh, no! — exclamó Margarita, sorprendiendo a los transeúntes—. ¡Es-toy dispuesta a todo, estoy dispuesta a hacer esa comedia de la crema, estoy dispuesta a irme al diablo! ¡No se lo doy!

—¡Vaya! — vociferó de pronto Asaselo con los ojos desorbitados, señalando algo detrás de la verja del jardín.

Margarita miró hacia donde le había indicado Asaselo, pero no descubrió nada de particular. Cuando volvió a mirar a Asaselo, como pidiendo una explicación por el absurdo «vaya», no había nadie que se lo pudiera explicar. El misterioso interlocutor de Margarita Nikoláyevna había desaparecido.

La mujer metió la mano en el bolso, donde acababa de guardar la cajita, y se convenció de que seguía allí. Sin pensar en nada, Margarita salió corriendo del jardín Alexándrovski.

20. LA CREMA DE ASASELO

Através de las ramas de un arce se veía la luna llena en el cielo limpio de la noche. Las manchas de luz que filtraban los tilos y las acacias dibujaban figuras complicadas. La ventana de tres hojas, abierta, pero con la cortina echada, brillaba con rabiosa luz eléctrica. En el dormitorio de Margarita Nikoláyevna todas las luces estaban encendidas, mostrando el gran desorden que reinaba en la habitación.

En la cama, encima de la manta, había blusas, medias y ropa interior; en el suelo, junto a una cajetilla de tabaco aplastada, más ropa amontonada en el barullo. En la mesilla de noche, un par de zapatos, junto a una taza de café sin terminar, un cenicero con una colilla humeante. En el respaldo de una silla, un vestido de noche negro. La habitación olía a perfume. Y de algún otro sitio penetraba el olor a plancha caliente.

Margarita Nikoláyevna estaba sentada ante el espejo con un albornoz echado sobre su cuerpo desnudo y unos zapatos de ante negro. Delante de ella, junto a la cajita que le había dado Asaselo, estaba el reloj con pulsera de oro. Margarita no apartaba de él la mirada.

A veces le parecía que el reloj se había estropeado, que las agujas ya no se movían. Pero sí, se movían, muy despacio, como pegándose, y por fin la aguja larga marcó los veintinueve minutos. A Margarita le palpitaba tan fuerte el corazón, que no pudo coger la cajita. Por fin consiguió dominarse, la abrió y dentro vio una crema amarillenta. Le pareció que olía a fango de pantano. Cogió un poco de crema con la punta de los dedos y se la puso en la mano. El olor a hierbas de pantano y a bosque se hizo penetrante. Empezó a frotarse con la crema la frente y las mejillas.

La crema se esparcía con facilidad, y a Margarita le pareció que se evaporaba inmediatamente. Se friccionó varias veces, se miró al espejo y dejó caer la caja encima del reloj. La esfera se agrietó en seguida. Cerró los ojos, luego se miró otra vez y rió desaforadamente.

Sus cejas, depiladas como dos hilitos, se habían espesado y le arqueaban suavemente los ojos, más verdes que nunca. Una fina arruga que le atravesaba verticalmente la frente, aparecida en octubre, cuando perdió al maestro, desapareció sin dejar huella. Desaparecieron también las sombras amarillas de las sienes y una red de arrugas, apenas visibles, junto a la comisura externa de los ojos. Un color rosa uniforme le cubría la piel de las mejillas, tenía la frente blanca y limpia y había desaparecido el rizado de peluquería.