A Margarita se le ocurrió que no tenía por qué meterle tantas prisas a su escoba, que con eso perdía la posibilidad de admirar el paisaje y disfrutar del vuelo. Algo le decía que los que la esperaban se habían armado de paciencia y que ella podía evitar con toda tranquilidad aquella velocidad y la altura mareante.
Margarita inclinó la escoba con las cerdas para abajo, haciendo que se levantara el mango, y, aminorando la velocidad, se acercó a la tierra. Este resbalar, como en un trineo, le causó una gran satisfacción. La tierra se le acercó y en su espesor, informe hasta aquel momento, se dibujaron los secretos y las maravillas de la tierra en una noche de luna. La tierra estaba cada vez más cerca, y Margarita ya sentía el olor de los bosques verdes. Volaba sobre la niebla de un valle cubierto de rocío, luego sobre un lago. Las ranas cantaban a coro, y a lo lejos, encogiéndole el corazón, se oyó el ruido de un tren. Pronto lo vio. Avanzaba despacio, como una oruga, despidiendo chispas. Dejándolo atrás, Margarita voló sobre otro espejo de agua en el que pasó otra luna. Bajó todavía más y siguió su vuelo casi rozando con los talones las copas de unos pinos enormes.
Oyó tras ella un fuerte ruido de algo cortando el aire que casi la alcanzaba. Poco a poco, a aquel ruido que recordaba al de una bala se unió una risa de mujer a muchas leguas de distancia. Margarita se volvió. Se le acercaba un objeto oscuro y de forma complicada.
Cuando llegó más cerca, Margarita empezó a distinguir una figura que volaba sobre algo extraño; por fin lo vio con claridad: era Natasha, que aminoraba velocidad y alcanzaba ya a Margarita.
Estaba completamente desnuda, el pelo suelto flotando en el aire, montada sobre un cerdo gordo que sujetaba con las patas delanteras una cartera y que con las traseras pateaba en el aire rabiosamente. A un lado del cerdo, unos impertinentes, caídos de su nariz, y que, seguramente, iban sujetos a una cuerda, brillaban y se apagaban a la luz de la luna. Un sombrero le tapaba los ojos, casi constantemente. Margarita, después de mirarle con atención, reconoció en el cerdo a Nikolái Ivánovich, y su risa resonó en el bosque, uniéndose a la de Natasha.
—¡Natasha! — gritó Margarita con voz estridente—. ¿Te has dado la crema?
— Cielo mío — contestó Natasha, despertando el adormecido bosque de pinos con sus gritos—. ¡Mi reina de Francia, también le puse crema a él en la calva!
—¡Princesa! — vociferó lloroso el cerdo, galopando con su jinete a cuestas.
—¡Margarita Nikoláyevna! ¡Cielo! — gritaba Natasha, galopando junto a Margarita—. Le confieso que he cogido la crema. ¡También nosotras queremos vivir y volar! ¡Perdóneme, señora mía, pero no volveré por nada del mundo! ¡Qué estupendo, Margarita Nikoláyevna!… Me ha pedido que me case con él — Natasha señaló con el dedo al cuello del cerdo, que resoplaba muy molesto—, ¡que me case! ¿Cómo me llamabas, eh? — gritaba, inclinándose sobre su oreja.
— Diosa — gimió él—. No puedo volar tan de prisa. Puedo perder unos documentos muy importantes. ¡Protesto, Natalia Prokófievna!
—¡Vete al diablo con tus papeles! — gritó Natasha, riendo con desenfado.
—¿Qué dice, Natalia Prokófievna? ¡Que nos pueden oír! — gritaba el cerdo suplicante.
Siempre volando al lado de Margarita, Natasha contó entre risas lo que había sucedido en el palacete después que ella sobrevoló la puerta del jardín.
Contó Natasha que se olvidó de los regalos y que en seguida se desnudó, se untó con la crema, y cuando reía eufórica frente al espejo, maravillada de su propia belleza, se abrió la puerta y apareció Nikolái Ivánovich. Estaba emocionado, llevaba en las manos la combinación azul de Margarita Nikoláyevna, la cartera y el sombrero. Al ver a Natasha, Nikolái Ivánovich se quedó pasmado, y cuando pudo dominarse un poco, anunció, rojo como un cangrejo, que se había visto en el deber de recoger la combinación y llevarla personalmente…
—¡Qué cosas decía el muy sinvergüenza! — gritaba Natasha riendo—. ¡Hay que ver lo que me propuso! ¡Y el dinero que me prometió! Decía que Claudia Petrovna no se enteraría de nada. ¿No dirás que miento? — interpeló Natasha al cerdo, que se limitaba a volver la cabeza avergonzado.
Entre otras travesuras, a Natasha se le había ocurrido ponerle en la cal-va a Nikolái Ivánovich un poco de crema. Se quedó asombrada. La cara del respetable vecino de la planta baja se transformó en un hocico de cerdo y en los pies y en las manos le salieron pezuñas. Nikolái Ivánovich se vio en el espejo y dio un grito salvaje, desesperado, pero era demasiado tarde. A los pocos segundos cabalgaba por el aire a las quimbambas, fuera de Moscú, llorando de pena.
— Exijo que me devuelvan mi apariencia habitual — gruñía con voz ronca el cerdo, en una mezcla de súplica y exasperación—. ¡Margarita Nikoláyevna, pare a su criada, es su deber!
—¡Ah! ¿Conque ahora me llamas criada? ¿Criada? — gritó Natasha, pellizcándole la oreja al cerdo—. Antes era una diosa. ¿Cómo me llamabas, di?
—¡Venus! ¡Venus! — contestó compungido el cerdo, volando sobre un riachuelo que se retorcía entre piedras, y rozando con las pezuñas las ramas de un avellano.
—¡Venus! ¡Venus! — gritaba Natasha triunfante, poniéndose una mano en la cintura y extendiendo la otra hacia la luna—. ¡Margarita! ¡Reina! ¡Pida que me dejen bruja! Usted lo puede hacer, usted que tiene el poder en sus manos.
Margarita respondió:
— Lo haré, te lo prometo.
—¡Gracias! — exclamó Natasha, y de pronto se puso a gritar con voz aguda y angustiada—: ¡De prisa! ¡Más de prisa! ¡Adelante!
Apretó con los talones los flancos del cerdo, rebajados por la vertiginosa carrera, él dio un tremendo salto, hendió el aire y al segundo Natasha estaba ya muy lejos, convertida en un punto negro; pronto desapareció por completo y se apagó el ruido de su vuelo.
Margarita siguió volando, despacio, sobre una región desierta y desconocida de montes cubiertos de grandes piedras redondeadas, entre inmensos pinos, que no sobrevolaba ya: pasaba entre sus troncos, plateados por la luna. La precedía, ligera, su propia sombra, porque, ahora, la luna la seguía.
Margarita sentía la proximidad del agua y comprendía que su objetivo estaba cerca. Los pinos se separaron y se acercó a un precipicio. En el fondo, entre sombras corría el río. La niebla colgaba de los arbustos del tajo; la otra orilla era baja y plana. Bajo un grupo solitario de árboles frondosos brillaba la luz de una hoguera y se movían unas figuritas. Le pareció que de allí salía un zumbido de música alegre. Más allá, hasta donde llegaba la vista en el valle plateado, no se veían rastros de casas ni de gente.
Margarita bajó al precipicio y se encontró junto al río. Después de su carrera por el aire le atraía el agua. Apartó una rama, echó a correr y se tiró al río de cabeza. Su cuerpo ligero se clavó en el agua como una flecha y el agua subió casi hasta la luna. Estaba tibia como en una bañera, y al salir a la superficie, Margarita se recreó mucho tiempo nadando en plena soledad, de noche, en aquel río.
Junto a ella no había nadie, pero un poco más lejos, detrás de unos arbustos, se oía ruido de agua y resoplidos: alguien se estaba bañando.
Margarita salió corriendo a la orilla. Su cuerpo ardía después del baño. No se sentía cansada y bailaba alegremente en la hierba húmeda.
De pronto dejó de bailar y escuchó con atención. Se acercaron los resoplidos, y de los salgueros surgió un hombre gordo, desnudo, con un sombrero de copa de seda negra echado para atrás. Sus pies estaban cubiertos de barro y parecía que el bañista llevaba botas negras. A juzgar por su respiración dificultosa y el hipo que le sacudía, estaba bastante borracho, lo que también confirmaba el olor a coñac que de pronto empezó a despedir del río.
Al encontrarse con Margarita, el gordo se quedó mirándola fijamente y luego vociferó alegre: