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Su aspecto había cambiado bastante. La llama vacilante ya no se reflejaba en los impertinentes rotos, inservibles desde hacía tiempo, sino en un monóculo, también roto. En su cara insolente se destacaba el bigotito rizado, y su negra vitola tenía fácil explicación: iba vestido de frac. Sólo el pecho iba de blanco.

El mago, el chantre, el hechicero, el intérprete, o lo que fuera; bueno, Koróviev hizo una reverencia y, con el candil, un gesto invitando a Margarita a seguirle. Asaselo desapareció.

«¡Qué tarde más asombrosa! — pensaba Margarita—; me esperaba cualquier cosa menos esto. ¿Les habrán cortado la luz? Pero lo más raro de todo es la extensión de este lugar… ¿Cómo ha podido meterse todo esto en un piso de Moscú? ¡Es sencillamente incomprensible!»

A pesar de la luz tan débil que daba el candil de Koróviev, Margarita comprendió que se encontraba en una sala enorme, con una columnata que a primera vista parecía interminable. Koróviev se paró junto a un pequeño sofá, dejó su candil en un pedestal; con un gesto invitó a Margarita a sentarse y él mismo se colocó a su lado en una postura pintoresca, apoyándose en el pedestal.

— Permítame que me presente — habló Koróviev—: soy Koróviev. ¿Le extraña que no haya luz? Habrá pensado que estamos haciendo economías. ¡Nada de eso! ¡Que el primer verdugo de los que un poco más tarde tengan el honor de besar su rodilla me corte la cabeza en este pedestal si es así! Lo que sucede es que a messere no le gusta la luz eléctrica y no la daremos hasta el último momento. Entonces, créame, no se notará la falta de luz. Incluso sería preferible que hubiera algo menos.

A Margarita le agradó Koróviev y su verborrea logró tranquilizarla.

— No, no — contestó Margarita—, lo que más sorprende es cómo han he-cho para meter todo esto — hizo un gesto con la mano, indicando la amplitud del salón.

Koróviev sonrió con cierta dulzura y unas sombras se movieron en las arrugas de su nariz.

—¿Esto? ¡Sencillísimo! — contestó—. Quien conozca bien la quinta dimensión puede ampliar cualquier local todo lo que quiera y sin ningún esfuerzo, y además, le diré, estimada señora, que hasta unos límites incalculables. Yo, personalmente — siguió Koróviev—, he conocido a gente que no tenía ni la menor idea sobre la quinta dimensión, ni sobre nada, y que hacía verdaderos milagros en eso de agrandar sus viviendas. Por ejemplo, me han hablado de un ciudadano que recibió un piso de tres habitaciones y, sin conocer la quinta dimensión ni demás trucos, la convirtió en un piso de cuatro, dividiendo con un tabique una de las habitaciones. Después cambió este piso por dos separados en distintos barrios de Moscú: uno de tres y otro de dos habitaciones. Convendrá us-ted conmigo en que ya eran cinco habitaciones. Uno de ellos lo cambió por dos pisos de dos y, como fácilmente comprenderá, se hizo dueño de seis habitaciones, aunque completamente dispersas en Moscú. Cuando se disponía a efectuar el último canje, y el más brillante, insertando un anuncio para cambiar seis habitaciones en distintos barrios por un piso de cinco, sus actividades, y por razones ajenas a su voluntad, quedaron paralizadas. Puede que ahora tenga alguna habitación, pero me atrevo a asegurar que no será en Moscú. Ya ve usted, ¡qué lagarto, y luego me habla de la quinta dimensión!

Aunque Margarita no había dicho ni una palabra sobre la quinta dimensión y el que lo decía todo era Koróviev, se echó a reír con desenfado por la historia sobre las andanzas del industrioso adquirente de pisos. Koróviev siguió hablando.

— Bueno, vamos al grano, Margarita Nikoláyevna. Usted es una mujer muy inteligente y ya habrá comprendido quién es nuestro señor.

A Margarita le dio un vuelco el corazón y asintió con la cabeza.

— Muy bien — decía Koróviev—, no nos gustan las reticencias ni los misterios. Messere ofrece todos los años una fiesta. Se llama el Baile del Plenilunio Primaveral, o de Los Cien Reyes. ¡Cuánta gente! — Koróviev se llevó la mano a un carrillo, como si le doliera una muela—. Bueno, usted misma lo va a ver. Y como usted comprenderá, messere está soltero. Se necesita una dama — Koróviev separó los brazos—; reconozca que sin dama…

Margarita escuchaba a Koróviev procurando no perder una palabra.

Sentía frío debajo del corazón y la esperanza de ser feliz la mareaba.

— La tradición — siguió Koróviev— es que la dama de la fiesta tiene que llamarse Margarita, en primer lugar, y además tiene que ser oriunda del país. Le contaré que nosotros viajamos siempre y ahora estamos en Moscú. Hemos encontrado ciento veinte Margaritas en Moscú y, no sé si me va a creer — Koróviev se dio una palmada en el muslo—, ¡ninguna nos servía! Y, por fin, la propicia fortuna…

Koróviev sonrió expresivamente, inclinándose, y Margarita volvió a sentir frío en el corazón.

— Bien, sin rodeos — exclamó Koróviev—. ¿No se negará a desempeñar este papel?

— No me negaré —respondió Margarita con firmeza.

— Naturalmente — dijo Koróviev, y levantando el candil añadió—: sígame, por favor.

Atravesaron unas columnas y llegaron, por fin, a otra sala, en la que olía a limón y se oían ruidos; algo rozó la cabeza de Margarita. Ella se estremeció.

— No se asuste — la tranquilizó con dulzura Koróviev, cogiéndola del brazo—, no son más que trucos de Popota. Me atrevo a darle un consejo, Margarita Nikoláyevna: nunca tenga miedo de nada. No es razonable. El baile va a ser muy grande, no quiero ocultárselo. Veremos a personas que en sus tiempos tuvieron en sus manos un poder enorme. Pero cuando pienso qué insignificantes son sus posibilidades en comparación con las de aquél, al séquito del que tengo el honor de pertenecer, me dan ganas de reír, o, a veces, de llorar… Además, usted también tiene sangre real.

—¿Por qué dice que tengo sangre real? — susurró Margarita asustada, arrimándose a Koróviev.

— Majestad — cotorreaba Koróviev muy juguetón—, los problemas de la sangre son los más complicados de este mundo. Si preguntáramos a algunas bisabuelas, especialmente a las que tuvieron reputación de más decentes, se descubrirían unos secretos sorprendentes, Margarita Nikoláyevna. Recuerde usted unas cartas barajadas de la manera más increíble. Hay ciertas cosas en las que las barreras sociales y las fronteras no tienen ninguna importancia. Por ejemplo: una de las reinas de Francia, que vivió en el siglo XVI, se hubiera sorprendido muchísimo si alguien le hubiera dicho que yo acompañaría a su encantadora tataratataratataratataranieta por una sala de baile en Moscú… ¡Ya hemos llegado!

Koróviev apagó de un soplo el candil, que en seguida desapareció de sus manos, y Margarita vio una franja de luz debajo de una puerta. Koróviev dio en ésta un golpecito. Margarita estaba tan nerviosa que le empezaron a chasquear los dientes y sintió escalofríos en la espalda.

La puerta se abrió. La habitación era bastante pequeña. Margarita vio una cama ancha, de roble, con sábanas y almohadas sucias y arrugadas. Delante de la cama había una mesa, también de roble, con las patas labradas, y sobre ella un candelabro con los brazos en forma de patas de ave, con sus garras. En estas siete patas de oro ardían gruesas velas de cera. Había también sobre la mesa un tablero de ajedrez, con figuras admirablemente trabajadas. Sobre una pequeña alfombra muy raída, una banqueta. En otra mesa, un cáliz de oro y otro candelabro, éste con los brazos en forma de serpientes. En la habitación olía a cera y azufre. Las sombras de las velas se cruzaban en el suelo.