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Entre los presentes, Margarita reconoció a Asaselo, de pie junto a un tablero de la cama y vestido de frac. Con este atuendo no recordaba al bandido que se le apareciera a Margarita en el Jardín Alexándrovski. Ahora, al verla, hizo una reverencia muy galante.

Sentada en el suelo, sobre la alfombra, preparando una mezcla en una cacerola, una bruja desnuda, que no era otra que Guela, la que tanto escandalizara al respetable barman del Varietés y la misma a la que felizmente espantara el gallo la madrugada siguiente a la famosa sesión.

En esta habitación había además un enorme gato negro sentado en un alto taburete, frente al tablero de ajedrez, y con el caballo del ajedrez en su pata derecha.

Guela se incorporó e hizo una reverencia a Margarita. El gato hizo lo mismo saltando del taburete y, al arrastrar su pata derecha trasera en una reverencia, dejó caer el caballo y se metió debajo de la cama para buscarlo.

Esto es lo que pudo ver la aterrorizada Margarita en medio de la sombra siniestra de las velas. El que más atraía su mirada era precisamente aquel al que pocos días antes trataba de convencer el pobre Iván en los Estanques del Patriarca de la no existencia del diablo. El que no existía estaba sentado en la cama.

Dos ojos se clavaron en la cara de Margarita. El derecho, con una chispa dorada en el fondo, atravesaba a cualquiera y llegaba a lo más recóndito de su alma; el izquierdo — negro y vacío— como angosta entrada a una mina de carbón, como la boca de un pozo de oscuridad y sombras sin fondo. Voland tenía la cara torcida, caída la comisura derecha de los labios; la frente, alta y con entradas, estaba surcada por dos profundas arrugas paralelas a las cejas en punta, y tenía la piel de la cara quemada, como para siempre, por el sol.

Voland, recostado cómodamente en la cama, llevaba solamente una larga camisa de dormir, sucia y con un remiendo en el hombro. Estaba sentado sobre una pierna y tenía la otra estirada sobre una banqueta. Guela le frotaba la rodilla de la pierna estirada, oscura, con una pomada humeante.

Margarita pudo ver en el pecho descubierto y sin vello de Voland un escarabajo bien cincelado, en una piedra oscura, que colgaba de una cadenita de oro. En la parte posterior del escarabajo había una inscripción. Junto a Voland, sobre sólido pie, un extraño globo terrestre que parecía real, con una mitad iluminada por el sol.

Permanecieron en silencio unos segundos. «Me está estudiando», pensó Margarita, y con un gran esfuerzo de voluntad trató de evitar el temblor de sus piernas.

Por fin Voland rompió a hablar y resplandeció su ojo brillante:

— Mis respetos, reina; le ruego disculpe mi atuendo de casa.

Voland hablaba con voz baja, hasta ronca a veces.

Cogió de la cama una larga espada y, agachándose, hurgó con ella debajo de la cama.

—¡Sal de ahí! La partida se da por terminada. Ha llegado una invitada.

— De ninguna manera — silbó como un apuntador Koróviev, preocupado.

— De ninguna manera… — repitió Margarita.

— Messere… — le dijo Koróviev al oído.

— De ninguna manera, messere — repitió Margarita, dominándose, con una voz muy baja, pero inteligible, y añadió sonriente—: Le ruego que no interrumpa su partida. Creo que cualquier revista de ajedrez pagaría una gran suma si pudiera publicar esta partida.

Asaselo emitió un sonido aprobatorio. Voland, con la vista fija en Margarita, le hizo una seña para que se acercara, y dijo para sus adentros:

— Tiene razón Koróviev. ¡Cómo se cruza la sangre! ¡La sangre!

Margarita dio unos pasos hacia él, sin sentir el suelo bajo sus pies descalzos. Voland le puso en el hombro una mano pesada, como de piedra, pero ardiente como el fuego, la atrajo hacia sí y la hizo sentarse a su lado.

— Bien, si es usted tan encantadoramente amable — pronunció—, y que conste que yo no esperaba menos, vamos a dejarnos de cumplidos — se inclinó de nuevo hacia el borde de la cama y gritó—: ¿Cuándo acabará esta payasada? ¡Sal de ahí, condenado Hans!

— No encuentro el caballo — respondió el gato con voz ahogada y falsa—. No sé dónde se ha metido y lo único que encuentro es una rana.

— Pero, ¿crees que estás en una caseta de feria? — preguntó Voland, fingiendo severidad—. ¡Debajo de la cama no había ninguna rana! ¡Deja esos trucos baratos para el Varietés! ¡Si no sales ahora mismo te damos por vencido, maldito desertor!

—¡De ningún modo, messere! — vociferó el gato, y al instante salió de debajo de la cama con el caballo en la pata.

— Le presento a… — empezó Voland, pero se interrumpió—. ¡No puedo soportar a este payaso! ¡Mire en lo que se ha convertido debajo de la cama!

El gato, lleno de polvo, sosteniéndose sobre sus patas traseras, hacía reverencias a Margarita. Le había surgido en el cuello una pajarita blanca de frac y, colgados sobre el pecho con un cordón de cuero, unos prismáti cos nacarados, de señora. Y tenía los bigotes empolvados de purpurina.

—¿Pero qué es esto? — exclamó Voland—. ¿A qué viene la purpurina? ¿Y para qué diablos quieres el lazo si no llevas pantalones?

— Los gatos no usan pantalones, messere — respondió muy digno el gato. ¿No querrá que me ponga botas? El gato con botas existe sólo en los cuentos, messere. ¿Pero ha visto usted alguna vez que alguien vaya a un baile sin corbata? ¡No estoy dispuesto a hacer el ridículo y arriesgarme a que me echen del baile! Cada uno se arregla como puede. Lo dicho también se refiere a los prismáticos, messere.

—¿Y el bigote?

— No comprendo — replicó el gato secamente—. Asaselo y Koróviev, al afeitarse, se han puesto polvos blancos. ¿Es que son mejores que los de purpurina? Me he empolvado el bigote, nada más. Otra cosa sería si me hubiera afeitado. Un gato afeitado es algo realmente inadmisible, estoy dispuesto a afirmarlo así tantas veces como sea necesario. Aunque tengo la impresión — le tembló la voz, estaba ofendido— de que todos esos reparos que me están poniendo no son casuales, ni mucho menos, y de que estoy ante un problema serio: me expongo a no ir al baile. ¿No es así, messere?

Y el gato, furioso por ofensa tal, pareció que iba a explotar de un momento a otro.

—¡Ah, bandido! — exclamó Voland moviendo la cabeza. — ; siempre que su juego está en peligro empieza a hablar como un sacamuelas, como el último charlatán en un puente. Siéntate inmediatamente y déjate de astucias verbales.

— Me sentaré —contestó sentándose el gato—, pero no tengo más remedio que replicar a su última observación. Mis palabras de ninguna manera representan una astucia verbal, como usted ha dicho en presencia de la dama, sino una cadena de perfectos silogismos, que serían apreciados en su verdadero valor por Sexto Empírico, Marciano Capela y, a lo mejor, por el propio Aristóteles.

— Jaque al rey — dijo Voland.

— Muy bien, muy bien — respondió el gato, y se quedó mirando el tablero de ajedrez a través de sus prismáticos.

— Como decía — Voland se dirigió a Margarita—, le presento a mi séquito, donna. Este que hace el tonto es el gato Hipopótamo. A Asaselo y a Koróviev ya los conoce. Le recomiendo a mi criada Guela: es rápida, comprensiva y no existe favor que ella no pueda hacer.

La bella Guela sonrió, volviendo hacia Margarita sus ojos verdosos, sin dejar de ponerle la pomada a Voland en la rodilla.

— Eso es todo — terminó Voland, y contrajo la cara, porque Guela le había hecho demasiada presión en la rodilla—. Como verá, la sociedad es pequeña, variada y sin pretensiones — dejó de hablar y empezó a girar el globo, hecho de tal manera que los mares azules se movían y el casquete de nieve sobre los polos parecía un auténtico gorro de nieve y de hielo.

Entretanto, en el tablero de ajedrez reinaba una gran confusión. El rey del manto blanco andaba por su casilla alzando los brazos de desesperación. Tres peones blancos con alabardas miraban desconcertados al alfil que movía su espada indicando hacia delante, donde había dos jinetes negros de Voland, montados en unos caballos excitados que rascaban la tierra.