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Entró el gato, que también se puso a ayudar. Se sentó en cuclillas a los pies de Margarita y empezó a frotarle los talones como si estuviera en la calle de limpiabotas.

Margarita no recuerda quién le hizo unos zapatos de los pétalos de una rosa pálida, ni cómo se abrocharon ellos mismos con engarces de oro. Una fuerza la levantó y la colocó frente a un espejo. En su cabello brilló una corona de diamantes de reina. Apareció Koróviev y le colgó en el cuello la pesada efigie de un caniche negro, que colgaba de una voluminosa cadena en un marquito ovalado. Este adorno le resultó muy molesto a la reina. La cadena empezó a rozarle el cuello y la imagen la obligaba a encorvarse. Pero hubo algo que fue como un premio para Margarita por las molestias que le causaban la cadena y el caniche: el respeto con que empezaron a tratarla Koróviev y Popota.

—¡Qué se le va a hacer! — murmuraba Koróviev en la puerta de la habitación de la piscina—. ¡No hay más remedio! ¡Es necesario!… Permítame, majestad, que le dé el último consejo. Entre los invitados habrá gente muy diferente, ¡y tan diferente! pero, mi reina Margot, no debe mostrar preferencia por nadie. Si alguien no le gusta…, estoy seguro de que a usted no se le notará en la cara, pero ¡no puedo ni pensarlo! ¡Lo notarían inmediatamente! Tiene que llegar a quererle, reina. Así, la dama del baile será pagada con creces. Otra cosa más: no deje a nadie sin una sonrisa, aunque sólo sea una sonrisita, si no le da tiempo a decir nada, aunque sólo haga un movimiento con la cabeza. Bastará con lo que se le ocurra, cualquier cosa, menos la falta de atención, eso les haría desvanecerse…

Margarita, acompañada por Koróviev y Popota, dio un paso de la habitación con piscina a la oscuridad absoluta.

— Yo, yo — susurraba el gato—, ¡yo daré la señal!

—¡Anda! — le respondió Koróviev en la oscuridad.

—¡¡¡El baile!!! — chilló el gato con voz estridente, y Margarita dio un grito y cerró los ojos. El baile cayó en forma de luz y, con ella, sonido y olor. Margarita, conducida por el brazo de Koróviev, se encontró en un bosque tropical. Unos loros verdes, con las pechugas rojas, gritaban: «¡Encantado!». Pero el bosque se desvaneció pronto y su calor, semejante al del baño, fue sustituido por el frescor de una sala de baile con columnas de una piedra amarilla y reluciente. La sala, como el bosque, estaba completamente desierta. Sólo junto a las columnas había unos negros desnudos con turbantes plateados. En sus rostros apareció un color pardusco y turbio de emoción, cuando entró Margarita con su séquito, en el que surgió, de pronto, Asaselo. Koróviev soltó la mano de Margarita y susurró:

— Hacia los tulipanes, directamente.

Ante sus ojos se alzó un muro de tulipanes y Margarita vio detrás de sí inmensidad de luces con pantallas, que iluminaban las pecheras blancas y los hombros negros de los de frac. Entonces comprendió de dónde procedía la música de baile. Le cayó encima el estruendo de las trompetas y una oleada de violines la bañó como si fuera sangre. Una orquesta de unos ciento cincuenta músicos interpretaba una polonesa.

Un hombre de frac que estaba de pie delante de la orquesta palideció al ver a Margarita, sonrió y con un gesto levantó a todos los músicos. La orquesta, en pie, sin interrumpir la música ni un segundo, seguía envolviendo a Margarita con el sonido. El director se volvió de espaldas a los músicos e hizo una profunda reverencia abriendo los brazos. Margarita, sonriente, le hizo un gesto de saludo con la mano.

— No es bastante — susurró Koróviev— no podrá dormir en toda la noche. Dígale: «Le felicito, rey de los valses».

Margarita lo gritó así y se sorprendió al darse cuenta de que su voz, llena como el son de una campana, se elevó sobre el ruido de la orquesta. El hombre se estremeció de alegría, se llevó al pecho su mano izquierda y continuó dirigiendo con su batuta blanca.

— Aún es poco — susurró Koróviev—; mire a la izquierda, a los primeros violines y salúdelos, para que cada uno crea que usted le ha reconocido personalmente. Son virtuosos de fama mundial. ¡Ése…, el del primer atril es Vietan!… Así, muy bien… Y ahora ¡adelante!

—¿Quién es el director? — preguntó Margarita cuando se iba volando.

—¡Johann Strauss! — gritó el gato—. ¡Que me cuelguen de una liana en un bosque tropical si ha habido en otro baile una orquesta como ésta! ¡La he traído yo! Fíjese, nadie se ha negado ni se ha puesto enfermo.

En la sala siguiente no había columnas, sino auténticos muros de rosas blancas, rojas y color marfil a un lado, y al otro lado una pared de camelias japonesas de flor doble. Entre las paredes había fuentes y el champaña hervía burbujeante en tres piscinas. La primera era color lila, transparente; la otra de rubíes, y la tercera de cristal de roca. Corrían entre las piscinas unos negros con turbantes rojos, que con unos cacillos de plata llenaban los cálices planos. En la pared rosa había un hueco en el que se alzaba un escenario, y en él un hombre acalorado, vestido con frac rojo de cola de golondrina. Delante de él tocaba el jazz con una fuerza insoportable. Cuando el director vio a Margarita se inclinó en seguida hasta que tocó el suelo con las manos, luego se irguió y gritó con voz penetrante:

—¡Aleluya!

Se dio una palmada en una rodilla, luego en la otra, cruzó las manos, le arrebató al último músico un platillo y dio un golpe en la columna.

Al salir Margarita vio al virtuoso del jazz-band luchando con la polonesa, que le soplaba a ella en la espalda, pegándole a los músicos en la cabeza con el platillo y ellos inclinándose en plena parodia.

Por fin salieron a una plazoleta, donde, pensó Margarita, en plena oscuridad les había recibido Koróviev con su lamparilla. Ahora, la luz que salía de unas parras de cristal cegaba los ojos. Colocaron a Margarita en un sitial y encontró bajo su mano izquierda una pequeña columna de amatista.

— Aquí podrá apoyar la mano cuando se sienta muy cansada — susurró Koróviev.

Un negro puso a los pies de Margarita un almohadón que tenía bordado un caniche dorado, y, obedeciendo a las manos de alguien, Margarita, doblando la pierna, apoyó un pie.

Margarita trató de mirar alrededor. Koróviev y Asaselo estaban a su lado en actitud de ceremonia. Junto a Asaselo había tres jóvenes que le recordaban vagamente a Abadonna.

Sentía frío en la espalda. Margarita miró hacia atrás; de una pared de mármol salía un vino efervescente que caía en una piscina de hielo. Sentía junto a su pierna izquierda algo caliente y peludo. Era Popota.

Margarita estaba en lo alto de una grandiosa escalera alfombrada. Aba-jo, tan lejos que le parecía que estaba mirando por unos prismáticos vueltos del revés, vio una vasta entrada con una chimenea inmensa: por su boca enorme y fría podría entrar con facilidad un camión de cinco toneladas. El portal y la escalera, tan fuertemente iluminados, que hacían daño a la vista, estaban desiertos. A lo lejos se oía el sonido de las trompetas. Permanecieron inmóviles cerca de un minuto.

—¿Y los invitados? — preguntó Margarita a Koróviev.

— Ya llegarán, majestad, ya llegarán. Ya verá cómo invitados no faltan. Le confieso que hubiera preferido estar cortando leña a tener que recibirlos en esta plazoleta.

—¡Cortar leña! — interrumpió el gato parlanchín—. Yo estaría dispuesto a hacer de cobrador en un tranvía y esto sí que es el peor trabajo del mundo.

— Majestad, todo tiene que estar preparado de antemano — explicó Koróviev, y su ojo brillaba a través del monóculo roto—. No hay nada peor que el primer invitado que llega y no sabe qué hacer, y el ogro de su esposa se pone a regañarle por haber llegado antes que nadie. Estos bailes hay que tirarlos a la basura, majestad.