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— Directamente a la basura — asintió el gato.

— Faltan diez segundos para medianoche — dijo Koróviev—; ya va a empezar.

Aquellos diez segundos le parecieron a Margarita interminables. Por lo visto, ya habían transcurrido, pero no pasó nada. De pronto algo explotó en la chimenea y de allí salió una horca de la que colgaba un cadáver medio descompuesto. El cadáver se soltó de la cuerda, chocó contra el suelo y apareció un hombre guapísimo, moreno, vestido de frac y con zapatos de charol. De la chimenea salió un ataúd casi desarmado, se despegó la tapadera y cayó otro cadáver. El apuesto varón se acercó de un salto al cadáver y, doblando el brazo, lo ofreció muy galantemente. El segundo cadáver era una mujer muy nerviosa, con zapatos negros y plumas negras en la cabeza. Los dos, el hombre y la mujer, empezaron a subir apresuradamente las escaleras.

—¡Los primeros! — exclamó Koróviev—. El señor Jaques con su esposa. Majestad, le voy a presentar a uno de los hombres más interesantes. Un conocido falsificador de moneda, traidor al Estado, pero bastante buen alquimista. Se hizo famoso — le susurró Koróviev al oído— envenenando a la amante del rey. ¡Y eso no lo hace cualquiera! ¡Fíjese qué guapo es!

Margarita, pálida, con la boca abierta, vio cómo desaparecían abajo, por una salida del portal, la horca y el ataúd.

—¡Encantado! — vociferó el gato en la cara del señor Jaques, que ya había subido las escaleras.

En aquel momento surgió de la chimenea un esqueleto decapitado al que le faltaba un brazo. Pegó contra el suelo y se convirtió en un hombre de frac.

La esposa del señor Jaques, prosternándose ante Margarita y pálida de emoción, le besó la rodilla.

— Majestad… — balbuceaba la esposa del señor Jaques.

—¡La reina está encantada! — gritaba Koróviev.

— Majestad… — dijo en voz baja el apuesto caballero, el señor Jaques.

—¡Encantados! — aullaba el gato.

Ya los jóvenes acompañantes de Asaselo, con sonrisas exánimes, pero cariñosas, apartaban al señor Jaques y a su esposa hacia las copas de champaña que ofrecían los negros. Por la escalera subía apresuradamente un hombre solitario vestido de frac.

— El conde Roberto — susurró Koróviev— sigue estando interesante. Fíjese, majestad, qué curioso: el caso contrario al anterior, éste era amante de la reina y envenenó a su mujer.

— Encantados, conde — exclamó Popota.

De la chimenea salieron uno detrás de otro tres ataúdes, que explotaron y se desclavaron en el camino; saltó alguien con capa negra; el siguiente que salió del oscuro hueco le clavó un puñal en la espalda. Se oyó un grito ahogado. Surgió corriendo de la chimenea un cadáver casi descompuesto. Margarita cerró los ojos, una mano le acercó a la nariz un frasco de sales blancas. Le pareció que era la mano de Natasha.

La escalera empezó a poblarse de gente. Ahora, en todos los peldaños, había hombres de frac y mujeres desnudas, que desde lejos parecían to-dos iguales. Pero las mujeres se distinguían por el color de las plumas y de los zapatos.

Una de ellas, cojeando del pie izquierdo, se acercaba a Margarita; llevaba una extraña bota de madera. Tenía aspecto monjil, los ojos puestos en el suelo, delgada, muy modesta y con una ancha cinta color verde en el cuello.

—¿Quién es ésa…, la de verde? — preguntó maquinalmente Margarita.

— Es una dama encantadora y muy respetable — susurró Koróviev—, la señora Tofana. Era muy conocida entre las jóvenes y bellas napolitanas y también entre los habitantes de Palermo, sobre todo entre las que estaban hartas de sus maridos. Eso ocurre a veces, majestad, que una se cansa del marido…

— Sí —dijo Margarita con voz sorda, sonriendo al mismo tiempo a dos hombres que se habían inclinado para besarle la mano y la rodilla.

— Bueno, como decía — susurraba Koróviev, arreglándoselas para gritar al mismo tiempo—. ¡Duque! ¿Una copa de champaña? Encantado… Pues bien, la señora Tofana se daba cuenta de la situación de esas pobres mujeres y les vendía vinos frascos con un líquido. La mujer echaba el líquido en la sopa del esposo, él se la comía, le daba las gracias por sus atenciones y se sentía perfectamente. Sí, pero a las pocas horas empezaba a tener una sed tremenda, luego se acostaba y al día siguiente la bella napolitana, que había preparado la sopa a su esposo, estaba tan libre como el viento en primavera.

—¿Y qué tiene en el pie? — preguntaba Margarita sin cansarse de alargar su mano a los invitados que habían adelantado a la señora Tofana—, ¿qué es eso verde que lleva en el cuello? ¿Es que lo tiene arrugado?

— Encantado, príncipe — gritaba Koróviev, susurrando al mismo tiempo a Margarita—; tiene un cuello precioso, pero le pasó una cosa muy desagradable en la cárcel. En el pie lleva un cepo y la cinta es por lo siguiente: cuando se enteraron de que quinientos esposos mal elegidos habían abandonado Nápoles y Palermo para siempre, los carceleros, en un arrebato, ahogaron a la señora Tofana.

— Qué felicidad, mi encantadora reina, haber tenido el honor… — murmuraba Tofana con aire monjil, intentando ponerse de rodillas; pero el cepo se lo impedía. Koróviev y Popota le ayudaron a levantarse.

Por la escalera subía ahora un verdadero torrente. Margarita dejó de ver lo que ocurría en la entrada. Levantaba y bajaba la mano mecánicamente y sonreía a todos los invitados con la misma sonrisa. Llenaba el aire un ruido monótono y de las salas de baile, abandonadas por Margarita, llegaba la música como el sonido del mar.

—Ésa es una mujer muy aburrida — Koróviev hablaba alto, sabiendo que nadie le iba a oír en medio del ruido de voces—; le encantan los bailes y sueña con poder protestar por su pañuelo.

Margarita dio con aquella de quien hablaba Koróviev. Era una mujer de unos veinte años, con una figura extraordinaria, pero tenía los ojos inquietos e insistentes.

—¿Qué pañuelo? — preguntó Margarita.

— Hace ya treinta años que un ayuda de cámara — explicó Koróviev— se encarga de dejarle en su mesilla todas las noches un pañuelo. Se despierta y el pañuelo está allí. Lo quema en una estufa, lo tira al río, pero en vano.

—¿Y qué pañuelo es ése? — susurraba Margarita, levantando y bajando la mano.

— Es un pañuelo con un ribete azul. Es que cuando estuvo sirviendo en un café, el dueño la llamó un día al almacén y a los nueve meses tuvo un hijo; se lo llevó al bosque y le metió el pañuelo en la boca. Luego lo enterró. En el juicio declaró que no tenía con qué alimentar al hijo.

—¿Y dónde está el dueño del café? —preguntó Margarita.

— Majestad — rechinó de pronto el gato desde abajo—, permítame que le haga una pregunta: ¿qué tiene que ver el dueño del café? ¡Él no ahogó en el bosque a ningún niño!

Sin dejar de sonreír y de saludar con la mano derecha Margarita agarró la oreja de Popota con la mano izquierda, clavándole sus uñas afiladas. Susurró:

— Granuja, si te permites otra vez intervenir en la conversación…

Popota pegó un grito que desentonaba con el ambiente de la fiesta y contestó:

— Majestad…, que se me va a hinchar la oreja… ¿Para qué estropear el baile con una oreja hinchada? Hablaba desde el punto de vista jurídico… Me callo, puede considerarme un pez y no un gato, ¡pero suelte mi oreja!

Margarita soltó la oreja.

Los ojos insistentes y sombríos estaban ya ante Margarita.

— Me siento feliz, señora reina, de haber sido invitada al Gran Baile del Plenilunio de Primavera.

— Me alegro de verla — contestó Margarita—, me alegro mucho. ¿Le gusta el champaña?

— Pero ¿qué hace, majestad? — gritó Koróviev con voz desesperada, pero apenas audible—. ¡Se va a formar un atasco!

— Me gusta… — dijo la mujer con voz suplicante, y de pronto empezó a repetir—: ¡Frida, Frida, Frida! ¡Me llamo Frida, oh, señora!