Выбрать главу

En el dormitorio de Voland todo estaba como antes del baile. Voland, en camisa, estaba sentado en la cama, pero ahora Guela no le frotaba la pierna, sino que ponía la mesa del ajedrez para la cena. Koróviev y Asaselo, ya sin el frac, se sentaron a la mesa, y junto a ellos, natural-mente, se colocó el gato, que no quiso despojarse de su corbata, aunque la corbata era ya un trapo sucio. Margarita, tambaleándose, se acercó a la mesa y se apoyó en ella. Voland la llamó con un gesto, como lo hiciera antes, y le pidió que se sentara:

— Bueno, ¿la marearon mucho? — preguntó Voland.

—¡Oh! no, messere — apenas se oyó la respuesta de Margarita.

— Noblesse oblige — indicó el gato, y le sirvió a Margarita un

líquido transparente en un vaso pequeño.

—¿Es vodka? — preguntó Margarita con voz débil.

El gato, indignado, dio un respingo en la silla.

— Por favor, majestad — dijo ofendido—, ¿cree usted que yo sería capaz de servir a una dama una copa de vodka? ¡Eso es alcohol puro! Margarita sonrió e intentó apartar el vaso. — Beba sin miedo — dijo Voland, y Margarita cogió el vaso inmediatamente.

— Siéntate, Guela — ordenó Voland, y explicó a Margarita—: La noche de plenilunio es una noche de fiesta, y siempre ceno en compañía de mis favoritos y de mis criados. Bien, ¿cómo se encuentra? ¿Cómo ha resultado esta fiesta tan agotadora?

—¡Estupenda! — cotilleó Koróviev—. ¡Todos han quedado encantados, enamorados, aplastados! ¡Qué tacto, qué habilidad, qué encanto y qué charme!

Voland levantó la copa sin decir una palabra y brindó con Margarita. Ella bebió resignada, pensando que sería el fin. Pero no ocurrió nada malo. Un calor vivo le recorrió el vientre, algo le golpeó suavemente en la nuca, le volvieron las fuerzas, como después de un sueño profundo y tonificador, y sintió además un hambre canina. Al acordarse de que no había comido desde la mañana anterior, sintió todavía más hambre… Atacó el caviar con avidez.

Popota cortó una rodaja de piña, le puso sal y pimienta, se la tomó y después se zampó una copa de vodka con tanta desenvoltura que todos aplaudieron.

Cuando Margarita se bebió la segunda copa, las velas de los candela-bros dieron más luz y en la chimenea ardió el fuego con más fuerza. Margarita no tenía la sensación de haber bebido. Mordiendo la carne con sus dientes blancos, saboreaba el jugo, pero sin dejar de mirar a Popota, que untaba de mostaza una ostra.

— Lo que te falta es ponerle un poco de uva encima — dijo Guela en voz baja, dándole un codazo al gato.

— Le ruego que no me dé lecciones — contestó el gato—, ¡con la cantidad de mesas que he recorrido!

— Ah, pero qué gusto de estar cenando así, en familia, junto al fuego… — rechinaba la voz de Koróviev.

— No, Fagot — replicaba el gato—, el baile también tiene su encanto, su importancia.

— No tiene nada de eso, ni encanto ni importancia — replicó Voland—. Además, los rugidos de los tigres del bar y de aquellos osos absurdos por poco me dan dolor de cabeza.

— Como usted diga — dijo el gato—; si sostiene que el baile no tiene ninguna importancia, estoy dispuesto a opinar lo mismo.

—¡Oye, tú! —dijo Voland.

— Es una broma — respondió el gato con humildad—, además, voy a decir que frían a los tigres.

— Los tigres no se comen — replicó Guela.

—¿Usted cree? Pues escúcheme — dijo el gato, y, entornando los ojos de gusto, contó cómo durante diecinueve días estuvo errando por un desierto y lo único que comía era carne de tigre. Todos escucharon con mucha atención la interesante narración, y, cuando Popota terminó, exclamaron a coro:

—¡Mentira!

— Y lo mejor de esta historia es — dijo Voland— que es mentira desde la primera palabra a la última.

—¿Ah, sí? ¿Conque es mentira? — exclamó el gato, y todos esperaban que iba a protestar, pero él dijo con voz sorda—: Ya nos juzgará la historia.

— Dígame, por favor — se dirigió Margarita a Asaselo, reanimada con el vodka—, ¿no es verdad que usted le pegó un tiro al ex barón?

— Naturalmente — contestó Asaselo—. ¿Cómo no iba a hacerlo? Había que pegarle un tiro, era necesario.

—¡Me asusté tanto! — exclamó Margarita—. ¡Fue tan inesperado!

— No era nada inesperado — replicó Asaselo, pero Koróviev se echó las manos a la cabeza:

—¿Cómo no se iba a asustar? ¡Si a mí me temblaron las piernas! ¡Paf! ¡Ras! ¡Y el barón al suelo!

— Por poco me da un ataque de nervios — añadió el gato, relamiendo una cuchara con caviar.

— Hay una cosa que no llego a entender — dijo Margarita, y las luces temblorosas se reflejaban en sus ojos—: ¿No se oían afuera los ruidos y la música del baile?

— Claro que no, majestad — explicó Koróviev—; hay que hacerlo de tal manera que no se oiga. Hay que tener mucho cuidado.

— Sí, sí… Es que el hombre de la escalera…, cuando pasamos Asaselo y yo… y el otro junto al portal…, me parece que estaba vigilando el piso…

—¡Cierto! — gritó Koróviev—. ¡Es cierto, querida Margarita! ¡Ha confirmado mis sospechas! Sí, estaban vigilando nuestro piso. Primero pensé que era un sabio distraído o un enamorado sufriendo en la escalera. ¡Pero no! ¡Algo me hizo dudar! ¡Sí, estaban vigilando el piso! ¡Y el otro, el del portal, también! — ¿Y si vienen a detenernos? — preguntó Margarita. — Pues claro que vendrán, mi encantadora reina, ¡cómo no! — contestó Koróviev. Me dice el corazón que vendrán. No ahora, claro está, pero eso no faltará. Aunque me temo que no habrá nada interesante.

—¡Cómo me puse cuando se cayó el barón! — dijo Margarita, que, por lo visto, seguía pensando en el asesinato que había visto por primera vez en su vida—. ¿Seguramente usted tira muy bien?

— Pues no lo hago mal — respondió Asaselo.

—¿Y a cuántos pasos? — Margarita hizo una pregunta poco clara.

— Depende de dónde se tire — respondió Asaselo razonable—; una cosa es dar con un martillo en la ventana del crítico Latunski y otra cosa darle en el corazón.

—¡En el corazón! — exclamó Margarita, apretándose el suyo—. ¡En el corazón! — repitió con voz sorda.

—¿Quién es ese crítico Latunski? — preguntó Voland, mirando fijamente a Margarita.

Asaselo, Koróviev y Popota bajaron la vista avergonzados y Margarita respondió sonrosándose:

— Es un crítico. Hoy he destruido su piso.

—¡Vamos! ¿Y por qué?

— Messere — explicó Margarita—, ha causado la ruina de un maestro.

—¿Por qué tuvo que tomarse esa molestia usted misma? — preguntó Voland.

—¿Me permite, messere? — exclamó contento el gato, levantándose de un salto.

— Anda, quédate ahí —rezongó Asaselo, poniéndose de pie—, ahora voy yo…

—¡No! — gritó Margarita—. ¡No, se lo ruego messere, no lo haga!

— Como usted quiera — contestó Voland y Asaselo volvió a sentarse.

—¿De qué estábamos hablando, mi querida reina Margot? — dijo Koróviev—. Ah, sí, el corazón… Da en el corazón — Koróviev señaló con un dedo largo hacia Asaselo—, donde quiera: en cualquier aurícula o ventrículo del corazón.

Margarita tardó en entender, y cuando lo hizo exclamó sorprendida:

—¡Pero si no se ven!

—¡Querida! — seguía Asaselo—. Eso es lo interesante, que estén ocultos. ¡Ahí está el quid del asunto! ¡En un objeto visible puede dar cualquiera!

Koróviev sacó de un cajón el siete de pique y se lo dio a Margarita, pidiéndole que marcara una de las figuras. Margarita marcó la del ángulo superior derecho. Guela escondió la carta bajo la almohada, gritando:

—¡Ya está!

Asaselo, que estaba sentado de espaldas a la almohada, sacó del bolsillo del pantalón una pistola negra automática, apoyó el cañón en su hom-bro y sin volverse hacia la cama disparó, asustando a Margarita, pero fue un susto entusiasta. Sacaron la carta de debajo de la almohada, estaba agujereada precisamente en la figura que Margarita marcara.