— No me gustaría encontrarme con usted cuando tenga la pistola en la mano — dijo Margarita, mirando con coquetería a Asaselo. Tenía verdadera debilidad por la gente que hacía algo a la perfección.
— Mi preciosa reina — habló Koróviev—, ¡no recomendaría a nadie que se lo encontrara, aunque no lleve pistola! Le doy mi palabra de honor de chantre y de solista de que nadie iría a felicitar al que se lo encontrara.
El gato, que había estado muy taciturno durante el experimento de la pistola, anunció de pronto:
— Me comprometo a batir el récord del siete.
Por toda contestación, Asaselo emitió un rugido ininteligible. Pero el gato se obstinó y exigió dos pistolas. Asaselo sacó otra pistola del bolsillo trasero del pantalón, y, torciendo la boca con desprecio, alargó las dos pistolas al gato fanfarrón.
Hicieron dos señales en la carta. El gato estuvo preparándose mucho tiempo de espaldas a la almohada. Margarita se tapó los oídos con las manos, mirando a una lechuza que dormitaba en la repisa de la chimenea. El gato disparó con las dos pistolas. Guela dio un grito, la lechuza muerta se cayó de la chimenea y se paró el reloj destrozado. Guela, con la mano ensangrentada, agarró al gato por la piel, éste la agarró por los pelos, y los dos, formando una bola, rodaron por el suelo. Una copa cayó de la mesa y se rompió.
—¡Que se lleven a esta loca! — gritaba el gato, defendiéndose de Guela, que se había montado encima de él. Separaron a los dos contrincantes, Koróviev sopló en el dedo de Guela, que se curó inmediatamente.
— No puedo disparar cuando me están atosigando — dijo el gato, tratando de pegarse un enorme mechón de pelo arrancado de la espalda.
— Apuesto a que lo ha hecho adrede — dijo Voland, sonriendo a Margarita—. Tira bastante bien.
El gato y Guela se reconciliaron, dándose un beso. Sacaron la carta de debajo de la almohada. La única señal atravesada era la de Asaselo.
— Imposible — afirmó el gato, mirando la carta al trasluz de las velas.
La alegre cena continuaba. Se corrían las velas de los candelabros, la chimenea expandía por la habitación oleadas de calor seco y oloroso. Después de cenar, Margarita se sentía inmersa en una sensación de bienestar. Miraba cómo las volutas de humo violeta del puro de Asaselo flotaban en dirección a la chimenea y el gato las cazaba con la punta de la espada. No tenía ningún deseo de marcharse, aunque, según sus cálculos, ya era tarde. En efecto, eran cerca de las seis de la mañana.
Aprovechando una pausa, Margarita se dirigió con voz tímida a Voland:
— Me parece que… ya es hora de marcharme…; es tarde…
—¿Y qué prisa tiene? — preguntó Voland amablemente, pero en un tono un poco seco. Los demás no dijeron nada, fingiéndose absortos en los anillos de humo.
— Sí, ya es hora — dijo Margarita, azorada por todo aquello, y se volvió buscando una capa o un mantón. Se avergonzó de pronto de su desnudez. Se levantó de la mesa. Voland, sin decir nada, cogió de la cama su bata usada y sucia; Koróviev se la echó a Margarita por los hombros.
— Gracias, messere — dijo Margarita con voz apenas audible, y dirigió a Voland una mirada interrogante. Él respondió con una sonrisa amable e indiferente.
Una oscura congoja envolvió el corazón de Margarita. Se sentía engañada. Por lo visto, nadie pensaba darle ningún premio por su cortesía en el baile ni nadie la retenía. Además, se daba perfecta cuenta de que ahora no tenía adónde ir. La idea de volver a su palacete la llenaba de desesperación ¿Y si ella misma pidiera algo, como se lo había aconsejado Asaselo cuando la convenció en el Jardín Alexándrovski? «¡No, por nada del mundo!», se dijo a sí misma.
— Adiós, messere — pronunció en voz alta, pensando: «En cuanto salga de aquí, iré a tirarme al río».
— Siéntese — le ordenó Voland. Margarita cambió de cara y se sentó.
—¿No quiere decirme algo de despedida? — Nada, messere — respondió Margarita con dignidad—, sólo que siempre que lo necesiten estoy dispuesta a hacer todo lo que deseen. No me he cansado nada y lo he pasado muy bien en el baile. Si hubiera durado más tiempo, estaría dispuesta a ofrecer mi rodilla a miles de ahorcados y asesinos para que la besaran — Margarita veía a Voland como a través de una nube; los ojos se le estaban llenando de lágrimas.
—¡Tiene razón! ¡Así se hace! — gritó Voland con voz sonora y terrible—. ¡Así se hace!
—¡Así se hace! — repitió como el eco su séquito. — La hemos puesto a prueba — dijo Voland—. ¡Nunca pida nada a nadie! Nunca y, sobre todo, nada a los que son más fuertes que usted. Ya se lo propondrán y se lo darán. Siéntese, mujer orgullosa — Voland le quitó de un tirón la pesada bata y Margarita se encontró de nuevo sentada en la cama junto a él—. Bien, Margot — dijo Voland, suavizando su voz—, ¿qué quiere por haber sido hoy la dama de mi baile? ¿Qué quiere por haber estado desnuda toda la noche? ¿En cuánto valora su rodilla? ¿Y los perjuicios que le han causado mis invitados, que acaba de llamar asesinos? ¡Dígalo! Dígalo sin ningún reparo, porque esta vez se lo he propuesto yo mismo.
Margarita sentía el fuerte palpitar de su corazón; suspiró y se puso a pensar.
—¡Bueno, adelante! — la animaba Voland—. ¡Despierte su fantasía, espoléela! Sólo presenciar el asesinato de ese sinvergüenza que era el barón merece un premio, sobre todo siendo mujer. ¿Ya?
A Margarita se le cortó la respiración, y ya estaba dispuesta a decir aquellas palabras secretas e íntimas cuando, de pronto, palideció, apretó los labios y desorbitó los ojos. «¡Frida, Frida, Frida!», le gritó en los oídos una voz insistente, suplicante. «Me llamo Frida.» Y Margarita habló, tropezando en cada palabra:
—¿Entonces… puedo pedirle… una cosa?
— Exigirla, exigirla, mi donna — decía Voland con sonrisa de complicidad—; puede exigir una cosa.
Ah, ¡con qué habilidad subrayó Voland, repitiendo las palabras de Margarita, lo de «una cosa»!
Margarita suspiró y dijo:
— Quiero que dejen de ponerle a Frida el pañuelo con el que ahogó a su hijo.
El gato levantó los ojos hacia el cielo, suspiró ruidosamente, pero no dijo nada.
Voland contestó sonriente:
— Teniendo en cuenta que está excluida la posibilidad de que usted haya sido sobornada por esa imbécil de Frida — sería incompatible con su dignidad real—, estoy que no sé qué hacer. Lo único que me queda es reunir muchos trapos y tapar con ellos las rendijas de mi dormitorio.
—¿De qué habla, messere? — se sorprendió Margarita al oír estas palabras, poco comprensibles.
— Estoy completamente de acuerdo, messere — intervino el gato en la conversación—, con trapos, precisamente con trapos — y el gato, irritado, dio un golpe en la mesa con una pata.
— Hablo de la misericordia — explicó Voland, sin apartar de Margarita su ojo ardiente—. A veces penetra inesperada y pérfida por las rendijas más pequeñas. Por eso hablo de los trapos…
—¡Y yo también hablo de eso! — exclamó el gato, y se apartó por si acaso de Margarita, tapándose las orejas puntiagudas cubiertas de una pomada rosa.
—¡Fuera! — les dijo Voland.
— No he tomado café —contestó el gato—, ¿cómo quiere que me vaya? ¿No dirá, messere, que en una noche de fiesta los invitados se dividen en dos categorías? Una de primera y otros, como decía ese triste y roñoso barman, de segunda.
— Calla — le ordenó Voland, y, volviéndose hacia Margarita, le preguntó—: Según tengo entendido, es usted una persona de una bondad excepcional, ¿no es así? ¿No es una persona de gran moralidad?
— No — dijo Margarita con fuerza—; sé que le puedo hablar con toda franqueza y le diré que soy una persona frivola. He intercedido por Frida solamente porque cometí la imprudencia de infundirle esperanzas. Está esperando, messere, cree en mi poder. Y si queda defraudada, mi situación va a ser espantosa. No tendré tranquilidad en toda mi vida. No hay nada que hacer, si las cosas se han puesto así.