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— Bien — dijo Voland—, está claro.

— Entonces, ¿usted lo hará? —preguntó Margarita en voz baja.

— De ninguna manera — contestó Voland—. Verá usted, mi querida reina: aquí hay un malentendido. Cada departamento tiene que ocuparse de sus asuntos. No le niego que nuestras posibilidades son bastante grandes, mucho mayores de lo que piensan algunos hombres poco perspicaces…

— Desde luego, mucho mayores — intervino el gato sin poder contenerse, pues, al parecer, estaba muy orgulloso de aquellas posibilidades.

—¡Cállate, cuernos! — le dijo Voland, y continuó su explicación—: ¿Qué objeto tendría hacerlo si lo puede hacer otro, digamos, departamento? Por tanto, yo no pienso hacer nada, lo hará usted misma.

—¿Es que se cumplirá si yo lo hago?

Asaselo le dirigió con su ojo bizco una mirada irónica, sacudió su cabeza pelirroja sin que le viera nadie y dio un resoplido.

— Ande, hágalo, ¡qué suplicio! — murmuraba Voland, y giró el globo, estudiando en él algún detalle; por lo que se veía, al mismo tiempo que hablaba con Margarita estaba ocupándose de otro asunto.

— Bueno, Frida… — sopló Koróviev.

—¡Frida! — gritó Margarita con voz penetrante.

Se abrió la puerta y entró una mujer desnuda, despeinada, pero sin rastros ya de embriaguez, con ojos frenéticos, y extendió los brazos hacia Margarita. Ésta dijo con aire majestuoso:

— Estás perdonada. No te darán más el pañuelo.

Frida profirió un grito y cayó en cruz boca abajo ante Margarita. Voland hizo un gesto y Frida desapareció.

— Se lo agradezco mucho; ¡adiós! — dijo Margarita, levantándose.

— Bien, Popota — habló Voland—, en una noche de fiesta no vamos a aprovecharnos de la acción de una persona que es poco práctica — se volvió hacia Margarita—. Como yo no he hecho nada, esto no cuenta. ¿Qué quiere? pero para usted misma.

Hubo un silencio, que fue interrumpido por Koróviev, quien le susurró a Margarita al oído:

— Mi donna de diamantes, ¡esta vez le aconsejo que sea más razonable! Porque la suerte se le puede escapar de las manos.

— Quiero que ahora mismo, en este instante, me devuelvan a mi amado maestro — dijo Margarita, desfigurada la cara por un gesto convulso.

En la habitación entró un fuerte viento, descendió la llama de las velas en los candelabros, se descorrió la pesada cortina, se abrió la ventana y, muy lejos, en lo alto, apareció la luna llena, pero no era una luna de mañana, sino de medianoche. Desde la ventana hasta el suelo se extendió como un pañuelo verdoso de luz nocturna y en él apareció el visitante de Ivánushka, el llamado maestro. Iba vestido con la indumentaria del hospitaclass="underline" bata, zapatillas y el gorrito negro, del que nunca se separaba. Un tic le desfiguraba la cara, sin afeitar; miraba a las luces de las velas con ojos locos de espanto, y a su alrededor hervía el torrente de luna.

Margarita le reconoció en seguida, levantó las manos, exhaló una queja y corrió hacia él. Le besaba en la frente, en la boca, arrimaba la cara a su carrillo sin afeitar y le corrían abundantes las lágrimas tanto tiempo contenidas. Sólo decía una palabra, repitiéndola sin sentido:

— Tú…, tú…, tú…

El maestro la apartó y le dijo con voz sorda:

— No llores, Margot, no me hagas sufrir, que estoy muy enfermo — se agarró con la mano al antepecho de la ventana, como si quisiera saltar y escaparse, y, mirando a los que se sentaban en la habitación, gritó—: ¡Tengo miedo, Margot! Otra vez las alucinaciones…

A Margarita le ahogaban los sollozos; susurraba, atragantándose a cada palabra:

— No, no, no…, no tengas miedo de nada…; estoy contigo…, estoy contigo…

Koróviev le acercó una silla al maestro con tanta habilidad que éste no se dio cuenta. Margarita se arrodilló y, abrazándose al enfermo, se calmó. En su emoción no había notado que, de pronto, ya no estaba desnuda: tenía sobre su cuerpo una capa de seda negra. El enfermo bajó la cabeza y se quedó mirando al suelo con ojos sombríos.

— Pues sí —dijo Voland después de una pausa—, lo han cambiado mucho.

Voland ordenó a Koróviev:

— Anda, caballero, dale algo de beber al hombre.

Margarita suplicaba al maestro con voz temblorosa:

—¡Bébelo, por favor! ¿Tienes miedo? ¡Créeme que te ayudarán!

El enfermo cogió el vaso y bebió el contenido, pero le tembló la mano y el vaso cayó al suelo, rompiéndose a sus pies.

—¡Eso es señal de buena suerte! — susurró Koróviev a Margarita—. Mire, ya vuelve en sí.

Efectivamente, la mirada del enfermo ya no era tan empavorecida, tan inquieta.

— Pero ¿eres tú, Margot? — preguntó el visitante.

— No lo dudes, soy yo — contestó Margarita.

—¡Más! — ordenó Voland.

Vaciado el segundo vaso, la mirada del maestro se tornó viva y expresiva.

— Bueno, esto ya me gusta más — dijo Voland, mirándole fijamente—. Hablemos. ¿Quién es usted?

— Ahora no soy nadie — respondió el maestro, y una sonrisa le torció la boca.

—¿De dónde viene?

— De la casa del dolor. Soy enfermo mental — contestó el recién llegado.

Margarita no pudo soportar aquellas palabras y se echó a llorar. Luego exclamó, secándose los ojos:

—¡Qué palabras tan horribles! ¡Horribles! Le prevengo, messere, que es el maestro. ¡Sálvelo, que se lo merece!

—¿Sabe usted con quién está hablando en este momento? — preguntó Voland—, ¿sabe dónde se encuentra?

— Lo sé —contestó el maestro—. Ese chico, Iván Desamparado, fue mi compañero del sanatorio. Me habló de usted.

— Ah, sí, desde luego — dijo Voland—. Tuve el placer de conocer a ese joven en «Los Estanques del Patriarca». Por poco me vuelve loco demostrándome que yo no existo. Pero ¿usted cree que soy realmente yo?

— No me queda otro remedio que creerlo — dijo el maestro—, aunque me sentiría mucho más tranquilo si pensara que usted es fruto de una alucinación. Y usted perdone — añadió el maestro, violento.

— Bien, si cree que se sentiría más tranquilo, piénselo así —dijo Voland con amabilidad.

—¡Pero no! — dijo Margarita, asustada, sacudiendo al maestro por el hombro—. ¡Qué dices! ¡Si es él realmente!

Esta vez intervino también el gato:

— Yo sí que parezco una alucinación. Fíjese en mi perfil a la luz de la luna.

El gato se metió en el reguero de luna y quiso añadir algo más, pero le pidieron que se callara. Entonces dijo:

— Bueno, bueno, me callaré. Seré una alucinación silenciosa — y no dijo más.

— Dígame, ¿por qué Margarita le llama maestro? — preguntó Voland.

El maestro sonrió:

— Es una debilidad disculpable. Tiene una opinión demasiado alta de la novela que he escrito.

—¿De qué trata su novela?

— Es sobre Poncio Pilatos.

Las lengüetas de las velas se tambalearon, bailaron, saltó la vajilla en la mesa: la risa de Voland sonó como un trueno, pero no asustó ni sorprendió a nadie con ella.

Popota rompió a aplaudir.

—¿Cómo? ¿Sobre qué? ¿Sobre quién? — dijo Voland, dejando de reír—. ¡Es fantástico! Déjeme verla — Voland extendió la mano con la palma vuelta hacia arriba.

— Desgraciadamente, no puedo hacerlo — contestó el maestro—, porque la quemé en la chimenea.

— Usted perdone, pero no le creo — respondió Voland—, es imposible, los manuscritos no arden — se volvió hacia Popota y dijo—: Anda, Popota, dame la novela.

El gato saltó de la silla y todos pudieron ver que estaba sentado sobre un montón de papeles. Haciendo una reverencia, le dio a Voland los primeros del montón. Margarita se puso a temblar y a gritar, tan emocionada que se le saltaron las lágrimas:

—¡Aquí está el manuscrito! ¡Aquí está!