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Corrió hacia Voland y gritó entusiasmada:

—¡Es omnipotente! ¡Omnipotente!

Voland cogió el ejemplar que le había dado el gato, le dio la vuelta, lo puso a un lado y se quedó mirando al maestro sin decir una palabra, muy serio. Pero el maestro, angustiado y muy inquieto, nadie sabía por qué, se levantó de la silla y, dirigiéndose a la luna lejana, empezó a murmurar, estremeciéndose:

— Tampoco de noche, a la luz de la luna, tengo paz… ¿Por qué me han molestado? Oh, dioses, dioses…

Margarita le cogió por la bata del sanatorio, se arrimó a él y se puso a murmurar, acongojada, entre lágrimas.

— Dios mío, ¿por qué no le hará efecto la medicina?

— No importa, no importa — susurraba Koróviev, agitándose junto al maestro—, no se preocupe, no se preocupe… Otro vasito, yo también le acompaño…

Y el vaso guiñó el ojo, brilló a la luz de la luna y ayudó. Sentaron al maestro en una silla y su cara recobró la expresión serena.

. —Ahora está claro — dijo Voland, señalando el manuscrito.

— Tiene toda la razón — intervino el gato, olvidando que había prometido ser una alucinación silenciosa—. Ahora la idea principal de esta obra está clarísima. ¿Qué me dices, Asaselo?

— Digo que habría que ahogarte en un río — contestó Asaselo con voz gangosa.

— Ten piedad de mí, Asaselo — le respondió el gato—, y no le sugieras esta idea a mi señor. Créeme, me aparecería a ti todas las noches vestido con el mismo ropaje lunar que lleva el pobre maestro y te llamaría para que me siguieras. ¿Cómo te sentirías entonces, oh, Asaselo?

— Bueno, Margarita — habló de nuevo Voland—, diga todo lo que necesitan.

A Margarita se le iluminaron los ojos, y le pidió suplicante a Voland:

— Permítame que le diga algo al oído.

Voland asintió con la cabeza y Margarita, acercándose al oído del maestro, le susurró algo. Se oyó su respuesta:

— No, ya es tarde. No deseo en esta vida sino tenerte a ti, Pero te repito que me dejes, lo vas a pasar muy mal conmigo.

— No te dejaré —contestó Margarita, y se dirigió a Voland—. Le pido que volvamos a nuestro piso del sótano de la callecita de Arbat, que se encienda la lámpara y que todo vuelva a ser como antes.

El maestro se echó a reír, y, abrazando la cabeza de Margarita, ya con el pelo lacio, dijo:

—¡No haga caso de esta pobre mujer, messere! En este piso hace ya mucho que vive otro hombre, y las cosas no vuelven nunca a ser lo que antes fueron — apretó la mejilla contra la cabeza de Margarita y susurró, abrazándola—: Pobre, pobre…

—¿Dice que nunca vuelven a ser lo que fueron? — dijo Voland—. Tiene razón. Pero vamos a intentarlo — y llamó—: ¡Asaselo!

En el mismo momento se desplomó del techo un ciudadano desconcertado, al borde de la locura; estaba en paños menores, pero llevaba gorra y una maleta en la mano.

—¿Mogarich? — preguntó Asaselo al caído del cielo.

— Aloísio Mogarich — contestó éste, temblando.

—¿No fue usted quien, al leer el artículo de Latunski sobre la novela de este hombre escribió una denuncia?

El ciudadano recién aparecido se puso azul y derramó un torrente de lágrimas de arrepentimiento.

—¿Quería trasladarse a sus habitaciones? — preguntó Asaselo con voz gangosa, pero llena de ternura.

En la habitación se oyó el maullido de un gato furioso y Margarita hincó las uñas en la cara de Aloísio, gritando:

—¡Para que sepas lo que es una bruja!

Hubo un momento de gran confusión.

—¿Qué haces? — gritó el maestro con dolor—. Margot, ¡qué vergüenza!

—¡Protesto! ¡No es ninguna vergüenza! — vociferó el gato.

Separaron a Margarita de Aloísio.

— Puse el baño — gritaba Mogarich, tintineando con los dientes y del sus-to se puso a decir sandeces—, sólo el blanqueado…, la caparrosa…

— Me parece muy bien lo del baño — aprobó Asaselo—: él necesita tomar baños — y gritó—: ¡Fuera!

Mogarich se dio la vuelta y salió cabeza abajo por la ventana.

El maestro murmuraba, con los ojos redondos.

—¡Esto es todavía más de lo que contaba Iván! — miró alrededor, impresionado, y, por fin, dijo al gato—: Usted perdone, fuiste tú…, fue usted… — se cortó sin saber cómo hablarle—: ¿Es usted el mismo gato que se subió al tranvía?

— Sí, yo mismo — afirmó el gato, halagado, y añadió—: Es un verdadero placer oírle hablar con tanta delicadeza dirigiéndose a un gato. No sé por qué, pero a los gatos se les suele «tutear», aunque no hayamos autorizado para hacerlo.

— Me parece que usted no es muy gato… — dijo el maestro, indeciso—. Se van a dar cuenta en el sanatorio de que falto — añadió tímidamente, dirigiéndose a Voland.

—¿Por qué se van a dar cuenta? — le tranquilizó Koroviev, y en sus manos aparecieron unos libros y unos papeles—. ¿Es su historia clínica?

— Sí…

Koroviev echó la historia clínica a la chimenea.

— Si no existe el documento, no existe la persona — dijo Koroviev con satisfacción.

—¿Y éste es el libro de registro de su casa?

— Sí…

—¿Quién está empadronado? ¿Aloísio Mogarich? — Koroviev sopló en una página del registro—. ¡Zas! Y ya no está; además, les ruego que olviden su existencia. Y si se extraña el dueño, dígale que ha soñado con Aloísio. ¿Mogarich? ¿Qué Mogarich? ¡No hubo tal Mogarich! — el libro encuadernado se evaporó de las manos de Koroviev—. Ya está en la mesa del casero.

— Tiene razón — dijo el maestro, sorprendido por el trabajo tan limpio de Koroviev—, si no existe el documento, no existe la persona. Yo, por ejemplo, no tengo ningún documento.

—¡Perdón! — exclamó Koroviev—. Eso es una alucinación, aquí tiene su documento — y se lo dio al maestro. Luego levantó los ojos al cielo y susurró con dulzura a Margarita—: Y esto son sus cosas, Margarita Nikoláyevna — y Koróviev le entregó a Margarita el cuaderno con los bordes quemados, la rosa seca, la foto y, con especial cuidado, la libreta de la caja de ahorros—; diez mil, justo lo que ha ingresado, Margarita Nikoláyevna. No queremos nada ajeno.

— Antes me quedaría sin patas que tocar nada ajeno — exclamó el gato, inflado, mientras bailaba sobre la maleta para cerrar en ella todos los ejemplares de la desdichada novela.

— También sus documentos — seguía Koróviev, entregándoselos a Margarita; luego, volviéndose a Voland, añadió respetuoso—: ¡Eso es todo, messere!

— No, todavía falta algo — respondió Voland, levantando la cabeza del globo—, ¿dónde quiere, mi querida donna, que meta su séquito? Yo, personalmente, no lo necesito para nada.

Por la puerta abierta entró corriendo Natasha y gritó:

—¡Que sea muy feliz, Margarita Nikoláyevna! — saludo con la cabeza al maestro y se dirigió de nuevo a Margarita—: Yo lo sabía todo.

— Las criadas siempre lo saben todo — dijo el gato levantando la pata con aire significativo—; quien piense que son ciegas, se equivoca.

—¿Qué quieres, Natasha? — preguntó Margarita—. Vuelve al palacete.

— Margarita Nikoláyevna, cielo — suplicó Natasha, poniéndose de rodillas—, pídale — miró de reojo a Voland— que me deje de bruja. ¡No quiero volver al chalet! ¡No quiero casarme con un ingeniero o con un técnico! El señor Jaques, en el baile de ayer, me hizo una proposición — Natasha abrió el pañuelo y enseñó unas monedas de oro.

Margarita dirigió a Voland una mirada interrogadora. Voland inclinó la cabeza. Entonces Natasha se le echó a Margarita al cuello, le dio varios besos ruidosos y, con un grito triunfante, salió volando por la ventana.

En su lugar apareció Nikolái Ivánovich. Había recobrado su aspecto normal anterior, el humano, pero estaba muy hosco, incluso irritado.

— A éste le dejaré que se marche con una alegría especial — dijo Voland, mirando a Nikolái Ivánovich con repugnancia—, con muchísimo gusto; aquí sobra.

— Solicito que se me entregue un certificado — habló Nikolái Ivánovich, mirando alrededor espantado, pero con una voz muy insistente— acreditando dónde he pasado la noche anterior.