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—¿Con qué objeto? — preguntó el gato severamente.

— Con el objeto de presentárselo a mi esposa — dijo Nikolái Ivánovich con seguridad.

— No solemos dar certificados — contestó el gato, frunciendo el entrecejo—, pero bueno, siendo para usted, haremos una excepción.

Nikolái Ivánovich no tuvo tiempo de reaccionar, antes de que la des-nuda Guela se sentara a una máquina de escribir y el gato le dictara.

— Se certifica que el portador de la presente, Nikolái Ivánovich, ha pasado la mencionada noche en el baile de Satanás, siendo solicitados sus servicios en calidad de medio de transporte… Guela, pon entre paréntesis: «cerdo». Firma: Hipopótamo.

—¿Y la fecha? — habló Nikolái Ivánovich.

— No ponemos fechas, con fecha el papel pierde el valor — contestó el gato, echando una firma. Luego sacó un sello, sopló al sello con todas las de la ley, plantó en el papel la palabra «pagado» y entregó el documento a Nikolái Ivánovich. Después de esto Nikolái Ivánovich desapareció sin dejar huella; en su lugar apareció un hombre inesperado.

—¿Y éste quién es? — preguntó Voland con asco, escondiendo los ojos de la luz de las velas.

Varenuja bajó la cabeza, suspiró y dijo en voz baja:

— Permítame que me marche, no puedo ser vampiro. La otra vez con Guela por poco liquido a Rimski. Y es que no soy sanguinario. ¡Déjeme marchar!

— Pero ¿qué es esto? — preguntó Voland, arrugando la cara—. ¿Qué Rimski? ¿Qué quieren decir todas estas tonterías?

— Por favor, no se preocupe, messere — respondió Asaselo y se dirigió hacia Varenuja—: No se dicen groserías por teléfono. Tampoco se miente por teléfono. ¿Está claro? ¿Lo volverá a hacer?

Con la alegría, todo se mezcló en la cabeza de Varenuja, su cara empezó a relucir, y sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó:

— Les juro por… quiero decir… su ma… en seguida después de comer… — Varenuja se apretaba las manos contra el pecho, suplicando a Asaselo con la mirada.

— Bueno, ¡vete a casa! — dijo éste, y Varenuja se disipó en el aire.

— Ahora, déjenme solo con ellos — ordenó Voland señalando al maestro y Margarita.

La orden de Voland fue cumplida al instante. Después de un silencio, se dirigió al maestro:

— Entonces, ¿al sótano de Arbat? ¿Y quién va a escribir? ¿Y los sueños? ¿la inspiración?

— No tengo más sueños e inspiraciones — contestó el maestro—, ya no me interesa nada a mi alrededor, salvo ella — y puso la mano sobre la cabeza de Margarita—. Estoy roto, aburrido y quiero volver al sótano.

—¿Y su novela? ¿Y Pilatos?

— Odio mi novela — contestó el maestro.

— Te ruego — pidió Margarita con voz quejumbrosa—, que no digas eso. ¿Por qué me haces sufrir? Si sabes muy bien que he puesto toda mi vida en tu obra — Margarita añadió dirigiéndose a Voland—: No le haga caso, messere.

—¿Pero no tiene que describir siempre a alguien? — decía Voland—. Si ya ha agotado a ese procurador puede describir, pongamos por caso, a Aloísio.

El maestro sonrió:

— Eso no me lo publicará Lapshénikova, además, es un tema poco interesante.

— Entonces, ¿de qué van a vivir? Serán muy pobres.

— No me importa — contestó el maestro, abrazando a Margarita—. Ella se volverá razonable y me abandonará.

— No creo — dijo Voland entre dientes, y prosiguió—: Entonces ¿el hombre que ha creado la historia de Poncio Pilatos se va a un sótano para colocarse frente a una lámpara, resignándose a la miseria?

Margarita se apartó del maestro y dijo, muy acalorada:

— Hice todo lo que pude: le propuse al oído algo muy atrayente, pero se negó.

— Ya sé lo que le propuso al oído — replicó Voland—, pero eso no es muy atrayente — se volvió al maestro sonriendo—. Le diré que su novela le traerá una sorpresa.

— Eso es muy triste.

— No, no es nada triste — dijo Voland—. No tiene nada que temer. Bien, Margarita Nikoláyevna, todo está hecho. ¿Tiene algo que reprocharme?

—¡Por favor, messere, qué cosas tiene!

— Entonces tenga esto como recuerdo — dijo Voland y sacó de debajo de la almohada una herradura de oro cubierta de diamantes.

— No, no, por favor, ¡cómo quiere que lo admita!

—¿Quiere discutir conmigo? — preguntó Voland sonriendo.

Como Margarita no tenía bolsillos en su capa, envolvió la herradura en una servilleta, haciendo un nudo. Algo llamó su atención. Miró por la ventana a la luna reluciente y dijo:

— No llego a entenderlo… ¿cómo es posible que sea medianoche, cuando hace mucho que tenía que haber llegado la mañana?

— Siempre es agradable detener el tiempo en una medianoche de fiesta — contestó Voland—. ¡Les deseo mucha suerte!

Margarita extendió las dos manos hacia Voland con gesto de súplica, pero no se atrevió a acercarse y exclamó en voz baja:

—¡Adiós! ¡Adiós!

— Hasta la vista — dijo Voland.

Margarita con su capa negra, y el maestro con la bata del sanatorio, se dirigieron al vestíbulo del piso de la joyera, iluminado por una vela, donde les esperaba el séquito de Voland. Cuando salieron del vestíbulo, Guela llevaba la maleta con la novela y el pequeño equipaje de Margarita; el gato le ayudaba.

Junto a la puerta del piso Koróviev hizo una reverencia y desapareció; los demás fueron a acompañarles por la escalera. Estaba desierta. Al pa-sar por el descansillo del tercer piso se oyó un golpe suave, pero nadie se ñjó en ello. Ya estaban junto a la misma puerta del sexto portal. Asaselo sopló hacia arriba y cuando salieron al patio, donde no había entrado la luz, vieron a un hombre con botas y gorra dormido junto a la puerta, y un gran coche negro con las luces apagadas. En el parabrisas se adivinaba la silueta del grajo.

Iban ya a subir al coche, cuando Margarita exclamó preocupada:

—¡Dios mío, he perdido la herradura!

— Suban al coche — dijo Asaselo— y espérenme. Ahora mismo vuelvo, cuando aclare este asunto — y desapareció en el portal.

Lo que había sucedido era lo siguiente: antes de la aparición de Margarita, el maestro y sus acompañantes, había salido al descansillo del piso número 48, que estaba debajo del de la joyera, una mujer escuálida con una zafra y una bolsa en las manos. Era Anushka, la misma que el miércoles había vertido aceite junto al torniquete para desgracia de Berlioz.

En Moscú nadie sabía y, seguramente, nunca sabrá, a qué se dedicaba aquella mujer y con qué medios vivía. Lo único que se sabía era que se la podía ver todos los días con la zafra, o la bolsa y la zafra, en el puesto de petróleo, o en el mercado, en la puerta de la casa, o en la escalera y sobre todo, en la cocina del piso número 48 donde ella vivía. Ahora, se sabía que bastaba que estuviera o que apareciera en algún sitio para que se armara un escándalo. Además, se la conocía por el apodo de la Peste.

Anushka, la Peste, se solía levantar muy temprano. Esta vez se levantó prontísimo, sobre la una de la madrugada. La llave giró en la cerradura, se abrió la puerta y Anushka asomó la nariz, luego salió toda entera, dio un portazo y ya estaba dispuesta a encaminarse, nadie sabía a dónde, cuando en el piso de arriba se oyó el golpe de la puerta, alguien rodó por las escaleras, chocó con Anushka, que salió despedida hacia un lado con tal fuerza que se dio un golpe en la nuca.

—¿A dónde, diablos, vas en calzoncillos? — chilló Anushka, llevándose la mano a la nuca.

Un hombre en paños menores, con gorra y una maleta en la mano, le contestó con los ojos cerrados y con voz soñolienta y turbada:

— El calentador… la caparrosa… sólo blanquearlo — y gritó, echándose a llorar—: ¡Fuera!

Subió corriendo las escaleras hacia la ventana con el cristal roto y salió volando, patas arriba. Anushka se olvidó de su nuca, abrió la boca y también se dirigió hacia la ventana. Apoyó el vientre en el antepecho y asomó la cabeza, esperando ver sobre el asfalto, iluminado por un farol, al hombre de la maleta, muerto. Pero en el asfalto del patio no había absolutamente nada.