Temblorosos resplandores sacaban de la oscuridad al palacio de Hero-des el Grande, frente al templo, en el monte del Oeste. Impresionantes estatuas de oro, decapitadas, volaban levantando los brazos al cielo. Pero el fuego celestial se escondía y los pesados golpes de los truenos arrojaban a la oscuridad los ídolos dorados.
El chaparrón empezó de repente, cuando ya la tormenta se había con vertido en huracán. Allí, junto a un banco de mármol del jardín, donde a una hora próxima al mediodía estuvieran conversando el procurador y el gran sacerdote, un golpe semejante al de un disparo de cañón había roto un ciprés como si se tratara de un bastón. El balcón bajo las columnas se llenaba de rosas arrancadas, hojas de magnolio, pequeñas ramas y arena, mezcladas con el agua y el granizo. El huracán desgarraba el jardín.
En ese momento sólo había un hombre bajo las columnas: el procurador.
Ya no se sentaba en el sillón. Estaba recostado en un triclinio, junto a una mesa baja repleta de manjares y jarras de vino. Había otro lecho vacío al otro lado de la mesa. A los pies del procurador había un charco rojo, como de sangre, y pedazos de una jarra rota. El criado, que antes de la tormenta estuvo poniendo la mesa para el procurador, se había azorado bajo su mirada, temiendo haberle disgustado por alguna razón. El procurador se enfadó, rompió el jarrón contra el suelo de mosaico y le dijo:
—¿Por qué no miras a la cara cuando sirves? ¿Es que has robado algo?
La cara del africano adquirió un tono grisáceo, en sus ojos apareció un terror animal, empezó a temblar y poco faltó para que rompiera otro jarrón, pero la ira del procurador desapareció con la misma rapidez con que había venido. El africano corrió a recoger los restos del jarrón y a limpiar el charco, pero el procurador le despidió con un gesto, y el esclavo saltó coriendo. El charco había quedado ahí.
Durante el huracán el africano se había escondido junto a un nicho en el que había una estatua de mujer blanca y desnuda, con la cabeza inclinada. Tenía miedo de que el procurador le viera y de no acudir a tiempo a su llamada.
El procurador, recostado en el triclinio en la penumbra de la tormenta, se servía vino en un cáliz, bebía con sorbos largos, tocaba el pan de vez en cuando, lo desmenuzaba, comía pequeños trozos, chupaba las ostras, masticaba el limón y bebía de nuevo.
Si el ruido del agua no hubiera sido continuo, si no hubieran existido los truenos que amenazaban con aplastar el tejado del palacio, ni los golpes del granizo sobre los peldaños del balcón, se habría oído murmurar al procurador hablando consigo mismo. Si el temblor inestable del fuego celestial se hubiera convertido en luz continua, un observador habría visto que la cara del procurador, con los ojos hinchados por el insomnio y el vino, expresaba impaciencia; que no miraba sólo a las dos rosas blancas ahogadas en el charco rojo, sino que, una y otra vez, volvía la cabeza hacia el jardín, como quien espera a alguien con ansiedad.
Algo después, el manto de agua empezó a clarear ante los ojos del procurador. El huracán, a pesar de su fuerza, cedía lentamente. Ya no rechinaban las ramas, no se alzaban los resplandores, y los truenos eran menos frecuentes. El cielo de Jershalaím ya no estaba cubierto por una manta violeta de bordes blancos, sino por una vulgar nube gris, de retaguardia. La tormenta marchaba hacia el mar Muerto.
Ahora se podía distinguir el ruido de la lluvia, el del agua, que caía por la gárgola directamente sobre los peldaños de la escalera, por la que bajara de día el procurador para anunciar la sentencia en la plaza. Se oía la fuente, ahogada hasta ahora. Clareaba. En medio del manto gris que corría hacia el Este, aparecieron ventanas azules.
Desde lejos, cubriendo el ruido de la lluvia, débil ya, llegaron a los oídos del procurador sonidos de trompetas y de cientos de pezuñas. El procurador se movió al oírlos y se animó su expresión. El ala volvía del Calvario. A juzgar por lo que se oía, pasaba por la plaza donde la sentencia había sido pronunciada.
Por fin, el procurador escuchó los esperados pasos por la escalera que conducía a la terraza superior del jardín delante del mismo balcón. El procurador estiró el cuello y sus ojos brillaron de alegría.
Entre dos leones de mármol apareció primero una cabeza con capuchón y luego un hombre empapado, con la capa pegada al cuerpo. Era el mismo que cambiara algunas palabras con el procurador en el cuarto oscuro del palacio antes de la sentencia y que, durante la ejecución estuvo sentado en un banco de tres patas jugando con una ramita.
Sin evitar los charcos, el hombre atravesó la terraza del jardín, pisó el suelo de mosaicos del balcón y alzando la mano dijo con voz fuerte y agradable:
—¡Salud y alegría, procurador! — El hombre hablaba en latín.
—¡Dioses! — exclamó Pilatos—. ¡Si está completamente empapado! ¿Qué le ha parecido el huracán? ¿Eh? Le ruego que pase en seguida a mis habitaciones. Cámbiese.
El recién llegado se echó hacia atrás el capuchón, descubriendo la cabeza totalmente mojada, con el pelo pegado a la frente. Con amable sonrisa se negó a cambiarse, asegurando que la lluvia no podía hacerle ningún mal.
— No quiero ni escucharle — respondió Pilatos, y dio una palmada. Así llamó a los criados, que se habían escondido, y les ordenó que se ocuparan del recién llegado y que sirvieran en seguida el plato caliente.
Para secarse el pelo, cambiarse de traje y de calzado y arreglarse, el hombre necesitó muy poco tiempo y pronto apareció en el balcón peinado, vestido con un manto rojo de militar y sandalias secas.
El sol volvió a Jershalaím antes de desaparecer definitivamente en el mar Mediterráneo; enviaba rayos de despedida a la ciudad, odiada por el procurador, cubriendo de luz dorada los peldaños del balcón. La fuente revivió y se puso a cantar con toda su fuerza. Las palomas salieron a la arena, arrullaban saltando por encima de las ramas rotas, picoteando en la arena mojada. Los criados limpiaron el charco rojo y recogieron los restos del jarrón. En la mesa humeaba la carne.
— Estoy dispuesto a escuchar las órdenes del procurador — dijo el hombre acercándose a la mesa.
— Pues no oirá nada hasta que se haya sentado y beba algo — respondió Pilatos con amabilidad, señalando al otro triclinio.
El hombre se recostó. El criado le sirvió un cáliz de vino rojo y espeso.
Otro criado, inclinándose servicial sobre el hombro de Pilatos, llenó la copa del procurador. Pilatos les despidió con un gesto.
Mientras el hombre bebía y comía, el procurador, sorbiendo el vino, miraba a su huésped con los ojos entornados. El visitante de Pilatos era de edad mediana, tenía cara redonda, agradable y limpia, y nariz carnosa. Su pelo era de un color indefinido: ahora, cuando se secaba, parecía más claro. Sería difícil averiguar su nacionalidad. Lo que definía más su persona era la expresión de bondad, aunque turbada de vez en cuando por sus ojos, mejor dicho, por la manera de mirar a su interlocutor. Tenía los ojos pequeños y los párpados algo extraños, como hinchados. Cuando los entornaba, su mirada era picara y benevolente. El huésped de Pilatos debía tener sentido del humor, pero de vez en cuando lo desterraba completamente de su mirada. Entonces abría mucho los ojos y miraba fijamente a su interlocutor, como tratando de descubrir una mancha invisible en la nariz de aquél. Esto duraba sólo un instante, porque volvía a entornar los ojos y de nuevo se traslucía su espíritu picaro y bondadoso.
El recién llegado no rechazó la segunda copa de vino, sorbió varias ostras sin ocultar su placer, probó la verdura cocida y tomó un trozo de carne. Luego elogió el vino: