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Poco después, el huésped del procurador, con una túnica usada, también abandonó el palacio a caballo. El huésped no salió de Jershalaím, se dirigió a algún sitio dentro de la ciudad. Pronto se le pudo ver muy cerca de la fortificación Antonia, que estaba al norte, junto al gran templo. Tampoco se detuvo mucho tiempo en el fuerte y le vieron después en la Ciudad Baja, por sus calles torcidas y enredadas. Llegó hasta allí montado en una mula.

El hombre conocía bien la ciudad y no tuvo dificultad para encontrar la calle que buscaba. Llevaba el nombre de Calle Griega por la procedencia de los dueños de las pequeñas tiendas que había en ella. Y precisamente junto a una de estas tiendas, en la que vendían alfombras, detuvo el hombre su mula, se apeó y la ató a una anilla de la puerta. La tienda estaba cerrada. Junto a la entrada había una verja, por donde el hombre penetró en un patio cuadrangular rodeado de cobertizos. Dobló una es-quina del patio, se acercó a la terraza de una vivienda cubierta de hiedra y echó una mirada alrededor. La casa y los cobertizos estaban a oscuras: todavía no habían encendido las luces. El hombre llamó en voz baja:

—¡Nisa!

Rechinó una puerta, y en la penumbra de la noche apareció en la terraza una mujer joven, sin velo. Se inclinó sobre la barandilla con aspecto intranquilo, para averiguar quién era el que llamaba. Al reconocer al hombre le sonrió e hizo un gesto amistoso con la mano.

—¿Estás sola? — preguntó Afranio en griego.

— Sí —susurró la mujer desde la terraza—, mi marido ha marchado a Cesarea esta mañana — la mujer miró hacia la puerta y añadió—: pero la criada está en casa — e hizo un gesto indicándole que pasara.

Afranio volvió a mirar alrededor y subió por los peldaños de piedra. Luego los dos desaparecieron en el interior. Afranio no estuvo allí más de cinco minutos. Abandonó la casa y la terraza cubriéndose el rostro con la capucha y salió a la calle. Poco a poco iban apareciendo las luces de los candiles en las casas. Fuera, el barullo de vísperas de fiesta era grande todavía, y Afranio, montado en la mula, se confundió en seguida con la muchedumbre de transeúntes y jinetes. Nadie sabe a dónde se dirigió después.

Cuando se quedó sola la mujer a la que Afranio llamara Nisa, se cambió rápidamente de ropa. No encendió el candil, ni llamó a la criada, a pesar de lo difícil que resultaba encontrar algo en una habitación a oscuras. En cuanto estuvo preparada, con la cabeza cubierta por un velo negro, se le oyó decir:

— Si alguien preguntara por mí, di que me he ido a ver a Enanta.

Se oyó el gruñido de la criada en la oscuridad:

—¿Enanta? ¡Esta Enanta…! Tu marido te ha prohibido que vayas a verla. ¡Esa Enanta es una alcahueta! ¡Se lo voy a decir a tu marido!

—¡Anda, cállate ya! — respondió Nisa, y salió de la casa. Sus sandalias resonaron en las baldosas de piedra del patio. La criada cerró gruñendo la puerta de la terraza.

Al mismo tiempo, en otra calleja de la Ciudad Baja, una callejuela retorcida que bajaba hacia una de las piscinas con grandes escaleras, de la verja de una casa miserable, cuya parte ciega daba a la calle y las ventanas al patio, salió un hombre joven, con la barba cuidadosamente recortada, un kefi blanco cayéndole sobre los hombros, un taled recién estrenado, azul celeste, con borlas en el bajo, y unas sandalias que le crujían al an-dar. Tenía nariz aguileña; era muy guapo. Estaba arreglado para la gran fiesta y andaba con pasos enérgicos, dejando atrás a los transeúntes que se apresuraban por llegar a la mesa festiva, y observaba cómo se iban encendiendo las ventanas, una a una. Se dirigía al palacio del gran sacerdote Caifás, situado al pie del monte del Templo, por el camino que pasaba junto al bazar.

, A los pocos minutos entraba en el patio de Caifás abandonándolo un rato después.

En el palacio se habían encendido ya los candiles y las antorchas y había empezado el alegre alboroto de la fiesta. El joven siguió andando muy enérgico y contento, apresurándose por volver a la Ciudad Baja. En la esquina de la calle con la plaza del bazar, en medio del bullicio de las gentes, le adelantó una mujer de andares ligeros, como bailando. Llevaba un velo negro que le cubría los ojos. Al pasar junto al apuesto joven, la mujer levantó el velo y le miró, pero no sólo no se detuvo, sino que apretó el paso, como si quisiera escapar del que había adelantado.

El joven se fijó en la mujer, y al reconocerla se estremeció. Se detuvo sorprendido, contemplando su espalda, y en seguida corrió a su alcance. Poco faltó para que empujase al suelo a un hombre con un jarrón; alcanzó a la mujer y la llamó, jadeante de emoción:

—¡Nisa!

La mujer se volvió, entornó los ojos, y con expresión de frío despecho le contestó en griego, muy seca:

—¡Ah! ¿Eres tú, Judas? No te había conocido. Mejor para ti. Dicen que si alguien no te reconoce, es que vas a ser rico…

Emocionado hasta el extremo de que el corazón le empezó a saltar como un pájaro en una red, Judas preguntó con voz entrecortada, en un susurro para que no le oyeran los transeúntes

—¿Dónde vas, Nisa?

—¿Y para qué lo quieres saber? — respondió Nisa aminorando el paso, con mirada arrogante.

La voz sonó con notas infantiles. Desconcertada.

— Pero si… habíamos quedado… Pensaba ir a buscarte, me habías dicho que estarías en casa toda la tarde…

—¡Ay, no! — contestó Nisa, haciendo un mohín con el labio inferior. A Judas le pareció que aquella cara tan bonita, la más bonita que él había visto en su vida, era todavía más bella—. Me aburría. Es fiesta, ¿qué quieres que haga? ¿Quedarme para escuchar tus suspiros en la terraza? ¿Encima con el miedo de que la criada se lo pueda contar a él? No, he decidido irme a las afueras para escuchar el canto de los ruiseñores.

—¿Cómo a las afueras? — preguntó Judas, completamente desconcertado—. ¿Sola?

— Pues claro — contestó Nisa.

— Déjame que te acompañe — pidió Judas con la respiración entrecortada. En su cabeza se habían mezclado todos los pensamientos. Se olvidó de todo en el mundo y miró suplicante los ojos azules de Nisa, que ahora parecían negros.

Nisa no dijo nada y siguió andando.

— Nisa, ¿por qué te callas? — preguntó Judas con voz de queja, tratando de seguir el paso de la mujer.

—¿Y no me aburriré contigo? — dijo Nisa parándose. Judas estaba cada vez más confuso.

— Bueno — se apiadó por fin Nisa—, vamos.

—¿A dónde?

— Espera… Entremos en este patio para ponernos de acuerdo, tengo miedo a que me vea alguien conocido y le diga a mi marido que estaba con mi amante en la calle.

Nisa y Judas desaparecieron del bazar. Hablaban en la puerta de una casa.

— Ve al Huerto de los Olivos — susurraba Nisa, tapándose los ojos con el velo y dando la espalda a un hombre que pasaba por la puerta con un cubo en la mano—, a Gethsemaní, al otro lado del Kidrón, ¿me oyes?

— Sí, sí…

— Iré delante, pero no me sigas, sepárate de mí —decía Nisa—. Yo iré delante… Cuando cruces el río…, ¿sabes dónde está la cueva?

— Sí, lo sé…

— Cuando pases la almazara de la aceituna, tuerce hacia la cueva. Estaré allí. Pero no se te ocurra seguirme ahora, ten paciencia y espera — con estas palabras Nisa abandonó la puerta, como si no hubiera estado hablando con Judas.

Éste pensaba, entre otras cosas, qué explicación daría a su familia para justificar su ausencia en la mesa festiva. Trató de inventar una mentira; pero, por el estado de emoción en que se encontraba, no se le ocurrió nada y atravesó despacio la puerta.

Cambió de rumbo; ya no tenía prisa por llegar a la Ciudad Baja. Se dirigió de nuevo hacia el Palacio de Caifás. Ya era fiesta en la ciudad. Judas veía a su alrededor las ventanas llenas de luz, y llegaban conversaciones hasta sus oídos.