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En la carretera, los últimos transeúntes apresuraban sus burros, gritándoles y arreándoles. A Judas le llevaban los pies. No se fijó en la torre

Antonia, cubierta de musgo, que pasaba junto a él; no oyó el estruendo de las trompetas en la fortaleza y no reparó tampoco en la patrulla romana a caballo y con antorchas, que había iluminado su camino con luz alarmante.

Cuando dejó atrás la torre, Judas se volvió y vio en lo alto, sobre el Templo, dos enormes candelabros de cinco brazos. Pero no pudo distinguirlos con claridad. Le pareció que se habían encendido sobre Jershalaím diez candiles de tamaño sorprendente, haciendo la competencia al candil que dominaba Jershalaím: la luna.

A Judas ya no le interesaba nada. Tenía prisa por llegar a la puerta de Gethsemaní y abandonar la ciudad cuanto antes. A veces, entre espaldas y rostros de los transeúntes, le parecía ver una figura danzante que le servía de guía. Pero se equivocaba. Sabía que Nisa le había adelantado considerablemente. Corrió junto a los tenderetes de los cambistas y por fin se encontró ante la puerta de Gethsemaní. Allí tuvo que detenerse, consumiéndose de impaciencia. Entraban unos camellos en la ciudad y les seguía la patrulla militar siria, que Judas maldijo para sus adentros-Pero todo se acaba, y el impaciente Judas ya estaba fuera de la ciudad. A su izquierda vio un pequeño cementerio y varias tiendas a rayas de peregrinos. Después de cruzar el camino polvoriento, iluminado por la luna, Judas se dirigió al torrente del Kidrón con la intención de pasar a la otra orilla. El agua murmuraba a sus pies. Saltando de una piedra a otra alcanzó, por fin, la orilla de Gethsemaní y se convenció con alegría de que el camino hasta el huerto estaba desierto. La puerta medio destruida del Huerto de los Olivos no quedaba lejos.

Después del aire cargado de la ciudad, le sorprendió el olor mareante de la noche de primavera. A través de la valla del huerto llegaba una ráfaga de olor a mirtos y acacias de los valles de Gethsemaní.

Nadie guardaba la puerta, nadie la vigilaba, y a los pocos minutos Judas ya corría entre la sombra misteriosa de los grandes y frondosos olivos. El camino era cuesta arriba. Judas subía sofocado. De vez en cuando salía de la sombra a unos claros bañados por la luna, que le recordaban las alfombras que viera en la tienda del celoso marido de Nisa.

Pronto apareció a su izquierda la almazara, con una pesada rueda de piedra y un montón de barriles. En el huerto no había nadie: los trabajos habían terminado al ponerse el sol y ahora sólo sonaban y vibraban coros de ruiseñores.

Su objetivo estaba cerca. Sabía que a la derecha, en medio de la oscuridad, se oiría el susurro del agua cayendo en la cueva. Así sucedió. Refrescaba. Detuvo el paso y gritó con voz no muy fuerte:

—¡Nisa!

Pero en lugar de Nisa, del tronco grueso de un olivo se despegó una figura de hombre bajo y ancho, que saltó al camino. Algo brilló en su mano y se apagó en seguida.

Con un grito débil, Judas retrocedió, pero otro hombre le cerró el paso.

El primero, que estaba delante, le preguntó:

—¿Cuánto dinero has recibido? ¡Dilo, si quieres seguir con vida!

—¡Treinta tetradracmas! ¡Treinta tetradracmas! ¡Todo lo que me dieron lo tengo aquí! ¡Aquí está! ¡Podéis cogerlo, pero no me matéis!

El hombre que tenía delante le arrebató la bolsa. Y en el mismo instante sobre la espalda de Judas voló un cuchillo y se hincó bajo el omoplato del enamorado. Judas cayó de bruces, alzando las manos con los puños apretados. El hombre que estaba delante le recibió con su cuchillo, clavándoselo en el corazón hasta el mango.

— Ni…sa… — pronunció Judas, no con su voz alta, limpia y joven, sino con una voz sorda, de reproche; y no se oyó nada más. Su cuerpo cayó con tanta fuerza que la tierra pareció vibrar.

En el camino surgió una tercera figura. Un hombre con manto y capuchón.

— No pierdan el tiempo — ordenó. Los asesinos envolvieron con rapidez la bolsa y la nota, que les dio este hombre, en una pieza de cuero y la ataron con una cuerda. Uno de los asesinos se guardó el paquete en el pecho y los dos echaron a correr en direcciones distintas. La oscuridad se los tragó bajo los olivos. El hombre del capuchón se puso en cuclillas junto al muerto y le miró la cara. En la penumbra le pareció blanca como la cal, hermosa y espiritual.

A los pocos segundos no quedaba un ser vivo en el camino. El cuerpo exánime tenía los brazos abiertos. El pie izquierdo estaba dentro de una mancha de luna que permitía distinguir las correas de su sandalia. El Huerto de Gethsemaní retumbaba con el canto de los ruiseñores.

¿Qué hicieron los dos asesinos de Judas? Nadie lo sabe, pero sí sabemos lo que hizo el hombre de la capucha. Después de abandonar el camino, se metió entre los olivos, dirigiéndose hacia el sur. Trepó la valla del huerto por la parte más alejada de la puerta principal, por el extremo sur, donde habían caído unas piedras. Pronto estaba en la orilla del Kidrón. Entró en el agua y anduvo por el río hasta que percibió la silueta de dos caballos y a un hombre junto a ellos. Los caballos también estaban en el agua, que corría bañándoles las pezuñas. El palafrenero montó un caballo y el hombre de la capucha el otro, y los dos echaron a andar por el río. Se oía crujir las piedras bajo las pezuñas de los caballos. Salieron del agua a la orilla de Jershalaím y fueron a paso lento junto a los muros de la ciudad. El palafrenero se separó, adelantándose, y se perdió de vista. El hombre de la capucha paró su caballo, se bajó en el camino desierto y, quitándose la capa, la volvió del revés, sacó de debajo un yelmo plano sin plumaje y se cubrió la cabeza con él. Ahora subió al caballo un hombre con clámide militar negra y una espada corta sobre la cadera. Estiró las riendas y el nervioso caballo trotó, sacudiendo al jinete. El camino no era largo: el jinete se acercaba a la Puerta Sur de Jershalaím.

El fuego de las antorchas bailaba y saltaba bajo el arco de la puerta. Los centinelas de la segunda centuria de la legión Fulminante estaban sentados en bancos de piedra jugando a los dados. Al ver al militar a caballo, los soldados se incorporaron de un salto. El militar les saludó con la mano y entró en la ciudad.

La ciudad estaba inundada de luces de fiesta. En las ventanas bailaba el fuego de los candiles, y por todas partes, formando un coro discorde, sonaban las oraciones. El jinete miraba de vez en cuando a través de las ventanas que daban a la calle. Dentro de las casas, la gente rodeaba la mesa, en la que había carne de cordero y cálices de vino entre platos de hierbas amargas. Silbando por lo bajo una canción, el jinete avanzaba sin prisas, a trote lento, por las calles desiertas de la Ciudad Baja, dirigiéndose hacia la torre Antonia, mirando los candelabros de cinco brazos, nunca vistos, que ardían sobre el templo, o a la luna que colgaba por encima de los candelabros.

El palacio de Herodes el Grande no participaba en la celebración de la noche de Pascua. En las estancias auxiliares del palacio, orientadas hacia el sur, donde se habían instalado los oficiales de la cohorte romana y el legado de la legión, había luces, se sentía movimiento y vida. Pero la parte delantera, la principal, donde se alojaba el único e involuntario huésped del palacio — el procurador—, con sus columnatas y estatuas doradas, parecía cegada por la luna llena. Aquí, en el interior del palacio, reinaban la oscuridad y el silencio.

Y el procurador, como él dijera a Afranio, no quiso entrar en el palacio. Ordenó que le hicieran la cama en el balcón, donde había comido y donde por la mañana había tenido lugar el interrogatorio. El procurador se acostó en el triclinio, pero no tenía sueño. La luna desnuda colgaba en lo alto del cielo limpio, y el procurador no dejó de mirarla durante varias horas.

Por fin, el sueño se apoderó del hegémono cuando era casi medianoche. El procurador bostezó, se desabrochó y se quitó la toga; se liberó del cinturón que llevaba sobre la camisa, con un cuchillo ancho, de acero, envainado, y lo dejó en el sillón junto al lecho; luego se quitó las sandalias y se tumbó.