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— Tiene usted toda la razón, Afranio — decía Pilatos—, y lo que yo decía no era más que una suposición.

— Desgraciadamente es equivocada, procurador.

— Pero, entonces, ¿qué? —exclamó el procurador, mirando a Afranio con ansiedad.

— Creo que se trata de dinero.

—¡Magnífica idea! ¿Pero quién y por qué podía ofrecerle dinero de noche y fuera de la ciudad?

— No, procurador, no se trata de eso. Tengo una teoría, y de no confirmarse, es probable que no sea capaz de encontrar otra explicación — Afranio se inclinó hacia el procurador y terminó en voz baja—: Judas quería esconder el dinero en algún sitio apartado, que sólo él conociera.

— Es una teoría muy acertada. Debe de ser así como sucedió. Ahora lo comprendo: le hizo salir de la ciudad su propio objetivo, no la gente. Sí, debió de ser así.

— Eso creo. Judas era un hombre desconfiado y quería guardar su dinero de la gente.

— Sí, usted dijo en Gethsemaní… Confieso que no llego a entender por qué piensa buscarlo precisamente allí.

—¡Oh! procurador, es de lo más sencillo. A nadie se le ocurre esconder el dinero en caminos o sitios vacíos y abiertos. Judas no estuvo en el camino de Hebrón, ni en el de Betania. Tenía que ir a un sitio protegido, con árboles. Está clarísimo. Y cerca de Jershalaím no hay otro lugar que reúna esas condiciones más que Gethsemaní. No pudo haberse marchado muy lejos.

— Me ha convencido por completo. Entonces, ¿qué hacemos ahora?

— Voy a buscar inmediatamente a los asesinos que espiaron a Judas cuando salía de la ciudad, y mientras, quiero presentarme a los tribunales.

—¿Por qué?

— Esta tarde mi servicio le ha dejado salir del bazar, después de abandonar el palacio de Caifás. No puedo explicarme cómo ha sucedido. No me había pasado una cosa así en toda mi vida. Estuvo bajo vigilancia inmediatamente después de nuestra conversación. Pero se nos escapó en el bazar después de hacer un extraño viraje y desapareció por completo.

— Bien. Pero no veo la necesidad de llevarle a los tribunales. Usted ha hecho todo lo posible y nadie en el mundo — el procurador sonrió— hubiera podido hacer más. Castigue a los guardias que dejaron escapar a Judas. Pero le advierto que no me gustaría que la sanción fuera severa. Al fin y al cabo, hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos por salvar a ese farsante. ¡Ah sí! Casi me olvidaba preguntarle, ¿y cómo se arreglaron para tirar el dinero en casa de Caifás?

— Mire usted, procurador… Eso no es demasiado difícil. Los vengadores se acercaron por la parte trasera del palacio de Caifás, por allí el patio da a una callejuela. Tiraron el paquete por encima del muro.

—¿Con una nota?

— Sí, exactamente como usted lo había imaginado, procurador. A propósito… — Afranio arrancó los lacres del paquete y enseñó su interior al procurador.

—¡Por favor, Afranio, pero qué hace! ¡Si los lacres serán del templo, seguramente!

— No debe preocuparse por eso, procurador-respondió Afranio, cerrando el paquete.

—¿Es que tiene usted todos los lacres? — preguntó Pilatos, riéndose.

— No podía ser de otra manera, procurador — contestó Afranio sin sonreír, muy severo.

—¡Me imagino la que se armaría en casa de Caifás!

— Sí, produjo una gran agitación. Me llamaron inmediatamente.

Hasta en la penumbra se podía distinguir el brillo de los ojos de Pilatos.

— Muy interesante…

—¿Me permite una objeción, procurador? No es nada interesante. Este asunto es larguísimo y agotador. Cuando pregunté en el palacio de Caifás si habían pagado dinero a alguien, denegaron rotundamente.

—¿Ah, sí? Bueno, si dicen que no lo han pagado, será que no lo han pagado. Más difícil será encontrar a los asesinos.

— Así es, procurador.

— Afranio, se me ocurre una cosa. ¿No se habrá suicidado?

—¡Oh, no, procurador! — contestó Afranio, retrocediendo asombrado—. Usted perdone, pero es completamente imposible.

— En esta ciudad todo es posible. Apostaría que en la ciudad empezarán a correr rumores sobre eso muy pronto.

Afranio miró al procurador de aquel modo especial como él solía hacerlo. Se quedó pensativo y luego contestó: —Es posible, procurador.

Al parecer, Pilatos no podía dejar el asunto del asesinato del hombre de Kerioth, aunque ahora ya estaba todo claro. Dijo con aire un tanto soñador:

— Me gustaría haber visto cómo le mataron. — Le han matado con verdadero arte, procurador — contestó Afranio, mirándole con cierta ironía. — ¿Y usted cómo lo sabe?

— Tenga la bondad de fijarse en la bolsa, procurador — respondió Afranio—. Estoy seguro de que la sangre de Judas brotaría como un torrente. He tenido ocasión de ver muchos muertos, procurador.

— Entonces, ¿ya no volverá a levantarse nunca? — No, procurador, se levantará —contestó Afranio con sonrisa filosófica— cuando suene sobre él la trompeta del mesías que aquí esperan. Pero no se levantará antes de eso.

— Es suficiente, Afranio; este asunto está claro. Pasemos al entierro.

— Los ejecutados ya están enterrados, procurador. — ¡Oh! Afranio, sería un verdadero crimen llevarlo a usted a los tribunales. Se merece la distinción más alta. ¿Cómo lo

hicieron?

Afranio se lo contó. Mientras él mismo estaba ocupado con el asunto de Judas, un destacamento de la guardia secreta, dirigido por su ayudante, llegó al monte al anochecer. No encontraron uno de los cuerpos. Pilatos se estremeció y dijo con voz ronca:

—¡Ah, debía haberlo previsto!…

— No se preocupe, procurador — dijo Afranio, y siguió su relato—: Recogieron los cuerpos de Dismás y Gestás, que tenían los ojos comidos por aves de rapiña, e inmediatamente se lanzaron a buscar el tercer cuerpo. Lo encontraron muy pronto. Un hombre…

— Leví Mateo — dijo Pilatos, más bien afirmando que interrogando.

— Sí, procurador… Leví Mateo se escondía en una cueva en la ladera norte del Calvario, esperando que llegara la noche. El cuerpo desnudo de Joshuá Ga-Nozri estaba con él. Cuando la guardia entró en la cueva con una antorcha, Leví se llenó de ira y desesperación. Gritaba que no había cometido ningún crimen y que, según la ley, cualquiera tenía derecho a enterrar a un delincuente ejecutado si así lo deseaba. Leví Mateo decía que no quería separarse del cuerpo. Estaba muy alterado, gritaba algo incoherente, pedía o amenazaba y maldecía…

—¿Tuvieron que detenerle? — preguntó Pilatos con aire sombrío.

— No, procurador — respondió Afranio tranquilizador—. Consiguieron calmar al exaltado demente, asegurándole que el cuerpo sería enterrado. Cuando lo comprendió, Leví pareció sosegarse, pero dijo que no pen-saba marcharse y que deseaba participar en el entierro. Que no se iría aunque le amenazáramos con la muerte y hasta ofreció, con este fin, un cuchillo de cortar pan que llevaba encima.

—¿Le echaron? — preguntó Pilatos con voz ahogada.

— No, procurador. Mi ayudante permitió que tomara parte en el entierro.

—¿Cuál de sus ayudantes dirigía la operación? — preguntó Pilatos.

— Tolmai — contestó Afranio, y añadió intranquilo—: A lo mejor, ha cometido alguna equivocación…

— Siga — dijo Pilatos—, no hubo equivocación. Y además, empiezo a sentirme algo desconcertado: estoy tratando, por lo visto, con un hombre que nunca se equivoca. Y ese hombre es usted.

— Llevaron a Leví Mateo en el carro con los cuerpos de los ejecutados, y a las dos horas llegaron a un desfiladero desierto, al norte de Jershalaím. Los guardias, trabajando por turnos, cavaron una fosa profunda en una hora y en ella enterraron a los tres ejecutados.