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Hay que reconocer los méritos del jefe de la Instrucción Judicial. El desaparecido Rimski fue encontrado con una rapidez sorprendente. Bastó confrontar la actitud de Asderrombo en la parada de taxis junto al cine, con algunos datos de tiempo, como la hora en que acabó la sesión y cuándo pudo desaparecer Rimski, para que inmediatamente fuera enviado un telegrama a Leningrado. Al cabo de una hora llegó la respuesta. Era la tarde del viernes. Rimski había sido descubierto en la habitación 412, en el cuarto piso del hotel Astoria, junto a la habitación donde se alojaba el encargado del repertorio de un teatro moscovita; en esa suite, en la que, como todos sabemos, hay muebles de un tono gris azulado con dorados y un cuarto de baño espléndido.

Rimski, encontrado en el armario ropero de la habitación del hotel, fue interrogado en el mismo Leningrado. A Moscú llegó un telegrama comunicando que el director de finanzas Rimski se encontraba en un estado de completa irresponsabilidad, que no daba o no quería dar ninguna respuesta coherente y que pedía únicamente que le escondieran en un cuarto blindado y pusieran guardia armada. Llegó un telegrama de Moscú con la orden de que Rimski fuera escoltado hasta la capital, y el viernes por la noche, Rimski, acompañado, emprendió el viaje en tren.

También en la tarde del viernes tuvieron noticias de Lijodéyev. Habían pedido informes por telegrama a todas las ciudades. Se recibió respuesta de Yalta; Lijodéyev había estado allí, pero ya había salido en avión para Moscú.

Del que no apareció ni siquiera una pista fue de Varenuja. El administrador del teatro, al que conocía absolutamente todo el mundo en Moscú, había desaparecido como si se le hubiera tragado la tierra.

Y, mientras tanto, hubo que ocuparse de otros sucesos que habían ocurrido en Moscú, fuera del teatro Varietés. Hubo que aclarar el extraordinario caso de los funcionarios que cantaban «Glorioso es el mar…» (por cierto, que el profesor Stravinski consiguió volverles a la normalidad al cabo de dos horas, a base de inyecciones intramusculares), también fue necesario esclarecer el asunto del extraño dinero que unas personas entregaban a otras, o a organizaciones, así como el de aquellos que habían sido víctimas de estos enredos.

Naturalmente, de todos los acontecimientos el más desagradable, el más escandaloso y el de peor solución era el del robo de la cabeza del difunto literato Berlioz, en pleno día desaparecida del ataúd, expuesta en un salón de Griboyédov.

La Instrucción estaba a cargo de doce personas que recogían, como con una aguja, los malditos puntos de aquel caso esparcido por todo Moscú.

Un miembro de la Instrucción Judicial se presentó en el sanatorio del profesor Stravinski solicitando la lista de los enfermos ingresados durante los últimos tres días. Localizaron así a Nikanor Ivánovich Bosói y al desafortunado presentador de la cabeza arrancada. Estos dos, sin embargo, no suscitaron mayor interés, pero se podía sacar como conclusión que los dos habían sido víctimas de la pandilla que encabezaba el misterioso mago. Quien le pareció realmente interesante al juez de Instrucción fue Iván Nikoláyevich Desamparado.

El viernes por la tarde se abrió la puerta de la habitación número 117, en la que se alojaba Iván, y entró un hombre joven, de cara redonda, tranquilo y delicado en su trato, que no tenía aspecto de juez de Instrucción, pero que era, sin embargo, uno de los mejores de Moscú. Vio en la cama a un hombre pálido y desmejorado, había en sus ojos indiferencia por cuanto le rodeaba, parecía contemplar algo que estaba muy lejos o quizá estuviera absorto en sus propios pensamientos. El juez de Instrucción, en tono bastante cariñoso, le dijo que estaba allí para hablar de lo acontecido en «Los Estanques del Patriarca».

Oh, ¡qué feliz se hubiera sentido Iván si el juez hubiera aparecido antes, en la noche del mismo miércoles al jueves, cuando Iván exigía con tanta pasión y violencia que escucharan su relato sobre lo sucedido en «Los Estanques del Patriarca»! Ahora ya se había realizado su sueño de ayudar a dar caza al consejero, no tenía que correr en busca de nadie; habían ido a verle precisamente para escuchar su narración sobre lo ocurrido en la tarde del miércoles.

Pero desgraciadamente Ivánushka había cambiado por completo durante los días que sucedieron al de la muerte de Berlioz. Estaba dispuesto a responder con amabilidad a todas las preguntas que le hiciera el juez de Instrucción, pero en su mirada y en su tono se notaba la indiferencia. Al poeta ya no le interesaba el asunto de Berlioz.

Antes de que llegara el juez, Ivánushka estaba acostado, dormía. Ante sus ojos se sucedían una serie de visiones. Veía una ciudad desconocida, incomprensible, inexistente, en la que había enormes bloques de mármol rodeados de columnatas, con un sol brillante sobre las terrazas, con la torre Antonia, negra, imponente, un palacio que se elevaba sobre la colina del oeste, hundido casi hasta el tejado en el verde de un jardín tropical, unas estatuas de bronce encendidas a la luz del sol poniente. Veía desfilar junto a las murallas de la antigua ciudad a las centurias romanas en sus corazas.

En su sueño aparecía frente a Iván un hombre inmóvil en un sillón, con la cara afeitada, amarillenta, de expresión nerviosa, con un manto blanco forrado de rojo, que miraba con odio hacia el jardín frondoso y ajeno. Veía Iván un monte desarbolado con los postes cruzados, vacíos.

Lo sucedido en «Los Estanques del Patriarca» ya no le interesaba.

— Dígame, Iván Nikoláyevich, ¿estaba usted lejos del torniquete cuando Berlioz cayó bajo el tranvía?

En los labios de Iván apareció una leve sonrisa de indiferencia.

— Estaba lejos.

—¿Y el tipo de la chaquetilla a cuadros estaba junto al torniquete?

— No, estaba sentado en un banco cerca de allí.

—¿Está usted seguro de que no se había acercado al torniquete en el momento que Berlioz caía bajo el tranvía?

— Sí. Estoy seguro. No se había acercado. Estaba sentado.

Éstas fueron las últimas preguntas del juez. Después de hacerlas, se levantó, estrechó la mano de Ivánushka, deseándole que se mejorase lo antes posible, y expresó la esperanza de poder leer sus poemas muy pronto.

— No — contestó Iván en voz baja—, no volveré a escribir poemas.

El juez sonrió con amabilidad, afirmando su convencimiento de que el poeta se encontraba en un estado de depresión, pero que pronto saldría de ella.

— No — replicó Iván, sin detenerse en el juez, mirando alo lejos, al cielo que se apagaba—, no se me pasará nunca. Mis poemas eran malos, ahora lo he comprendido.

El juez de Instrucción dejó a Ivánushka. Había recibido una información bastante importante. Siguiendo el hilo de los acontecimientos desde el final hasta el principio, había logrado, por fin, llegar al punto de partida de todos los sucesos. Al juez no le cabía duda de que todo había empezado con el crimen en «Los Estanques». Claro está que ni Ivánushka ni el tipo de los cuadros habían empujado al tranvía al pobre presidente de MASSOLIT; se podría decir que físicamente nadie había contribuido al atropello. Pero el juez estaba seguro de que Berlioz cayó (o se arrojó) al tranvía bajo los efectos de hipnosis.

Sí, habían recogido bastante material y se sabía a quién y dónde había que pescar. Lo malo era que no había modo de pescar a nadie.

Hay que repetir que no cabía la menor duda de que el tres veces maldito piso número 50 estuviera habitado. Cogían el teléfono de vez en cuando y contestaba una voz crujiente o una gangosa; otras veces abrían la ventana e incluso se oía la música de un gramófono. Estuvieron en el piso a distintas horas del día. Dieron una pasada con una red, examinando hasta el último rincón. En la casa, que estaba bajo vigilancia desde hacía tiempo, se vigilaba no sólo la puerta principal, sino también la entrada de servicio. Es más, había centinelas en el tejado junto a las chimeneas. Sin embargo, cuando iban al piso no encontraban absolutamente a nadie. El piso número 50 estaba haciendo de las suyas y no había manera de evitarlo.