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La cara del gran sacerdote se cubrió de manchas, sus ojos ardían. Al igual que el procurador, sonrió enseñando los dientes, y contestó:

—¿Crees, procurador, en lo que estás diciendo? ¡No, no lo crees! No es paz, no es paz lo que ha traído a Jershalaím ese cautivador del pueblo, y tú, jinete, lo comprendes perfectamente. ¡Querías soltarle para que sublevara al pueblo, injuriara nuestra religión y expusiera el pueblo a las espadas romanas! Pero yo, gran sacerdote de Judea, mientras esté vivo ¡no permitiré que se humille la religión y protegeré al pueblo! ¿Oyes, Pilatos? — y Caifás levantó la mano con un gesto amenazador—. ¡Escucha, procurador!

Caifás dejó de hablar y el procurador oyó de nuevo el ruido del mar, que se acercaba a las mismas murallas del jardín de Herodes el Grande. El ruido subía desde los pies del procurador hasta su rostro. A sus espaldas, en las alas del palacio, se oían las señales alarmantes de las trompetas, el ruido pesado de cientos de pies, el tintineo metálico. El procurador comprendió que era la infantería romana que ya estaba saliendo, según su orden, precipitándose al desfile, terrible para los bandidos y rebeldes.

—¿Oyes, procurador? — repitió el gran sacerdote en voz baja—. ¿No me dirás que todo esto — Caifás alzó los brazos y la capucha oscura se cayó de su cabeza— lo ha provocado el miserable bandido Bar-Rabbán?

El procurador se secó la frente fría y mojada con el revés de la mano, miró al suelo, luego levantó los ojos entornados hacia el cielo y vio que el globo incandescente estaba casi sobre su cabeza y que la sombra de Caifás parecía encogida junto a la cola del caballo. Luego dijo en voz baja e indiferente:

— Se acerca el mediodía. Nos hemos distraído con la charla y es hora de continuar.

Se excusó elegantemente ante el gran sacerdote, le invitó a que le esperara sentado en un banco a la sombra de las magnolias, mientras él llamaba al resto de las personalidades, necesarias para una última y breve reunión y daba una orden, referente a la ejecución.

Caifás se inclinó finamente, con la mano apretada al corazón y se quedó en el jardín; Pilatos volvió al balcón. Dijo al secretario que invitara al jardín al legado de la legión, al tribuno de la cohorte, a dos miembros del Sanedrín y al jefe de la guardia del templo, que esperaban a que se les avisara en un templete redondo de la terraza inferior. Añadió que él mismo saldría en seguida al jardín y se dirigió al interior del palacio.

Mientras el secretario preparaba la reunión, el procurador tuvo una entrevista con un hombre cuya cara estaba medio cubierta por un capuchón, aunque en la habitación, con las cortinas echadas, no entraba ni un rayo del sol que pudiera molestarle. La entrevista fue muy breve. El procurador le dijo unas palabras en voz baja y el hombre se retiró. Pilatos fue al jardín, pasando por la columnata.

Allí, en presencia de todos aquellos que quería ver, anunció con aire solemne y reservado que corroboraba la sentencia de muerte de Joshuá Ga-Nozri y preguntó oficialmente a los miembros del Sanedrín a cuál de los dos delincuentes pensaban dar libertad. Al oír que era Bar-Rabbán, el procurador dijo:

— Muy bien — y ordenó al secretario que anotara en seguida todo en el acta, apretó con la mano el broche que el secretario levantara de la arena y dijo con solemnidad:

—¡Es la hora!

Los presentes bajaron por la ancha escalera de mármol entre paredes de rosas que despedían un olor mareante y se acercaron al muro del jardín, a la puerta que daba a una gran plaza llana, al fondo de la cual se veían las columnas y estatuas del hipódromo.

Al salir del jardín todo el grupo subió a un estrado de piedra que dominaba la plaza. Pilatos, mirando alrededor con los ojos entornados, se dio cuenta de la situación.

El espacio que acababa de recorrer, es decir, desde el muro del palacio hasta el estrado, estaba vacío, pero delante Pilatos no podía ver la plaza: la multitud se la había tragado. Hubiera llenado todo el espacio vacío y el mismo estrado si no fuera por la triple fila de soldados de la Sebástica, que se encontraban a mano izquierda de Pilatos, y los soldados de la cohorte auxiliar Itúrea, que contenían a la muchedumbre por la derecha.

Pilatos subió al estrado, apretando en la mano el broche innecesario y entornando los ojos. No lo hacía porque el sol le quemara, no. Sin saber por qué, no quería ver al grupo de condenados, que, como bien sabía, no tardarían en subir al estrado.

En cuanto el manto blanco forrado de rojo sangre apareció en lo alto de la roca de piedra sobre el borde de aquel mar humano, el invidente Pilatos sintió una ola de ruido que le golpeó los oídos: «Ga-a-a». Nació a lo lejos, junto al hipódromo, primero en tono bajo, luego se hizo atronante y después de sostenerse varios instantes, empezó a descender. «Me han visto», pensó el procurador. La ola no se había apagado del todo cuando empezó a crecer otra vez, subió más que la primera y, como en las olas del mar surge la espuma, se levantó un silbido y unos aislados gemidos de mujer. «Es que les han echo subir al estrado — pensó Pilatos—; los gemidos provienen de varias mujeres que ha aplastado la multitud al echarse hacia adelante.»

Esperó un rato, sabiendo que no hay fuerza capaz de acallar una muchedumbre, que es necesario que exhale todo lo que tenga dentro y se calle por sí misma.

Cuando llegó este momento, el procurador levantó su mano derecha y el último murmullo cesó.

Entonces Pilatos aspiró todo el aire caliente que pudo, y gritó; su voz cortada voló por encima de miles de cabezas:

—¡En nombre del César Emperador!…

Varias veces le golpeó los oídos el grito agudo y repetido: en las cohortes, alzando las lanzas y los emblemas, gritaron los soldados con voces terribles:

—¡¡Viva el César!!

Pilatos levantó la cabeza hacia el sol. Bajo sus párpados se encendió un fuego verde que hizo arder su cerebro, y sobre la muchedumbre volaron las roncas palabras arameas:

— Los cuatro malhechores, detenidos en Jershalaím por crímenes, instigación al levantamiento, injurias a las leyes y a la religión, han sido condenados a una ejecución vergonzosa: ¡a ser colgados en postes! Esta ejecución se va a efectuar ahora en el monte Calvario. Los nombres de los delincuentes son: Dismás, Gestás, Bar-Rabbán y Ga-Nozri. ¡Aquí están!

Pilatos señaló con la mano, sin mirar a los delincuentes, pero sabiendo con certeza que estaban en su sitio.

La multitud respondió con un largo murmullo que parecía de sorpresa o de alivio. Cuando se apagó el murmullo, Pilatos prosiguió:

— Pero serán ejecutados nada más que tres, porque, según la ley y la costumbre, en honor ala Fiesta de Pascua, a uno de los condenados, elegido por el Pequeño Sanedrín y aprobado por el poder romano, ¡el magnánimo César Emperador le devuelve su despreciable vida!

Pilatos gritaba y al mismo tiempo advertía cómo el murmullo se convertía en un gran silencio.

Ni un suspiro, ni un ruido llegaba a sus oídos, y por un momento a Pilatos le pareció que todo lo que le rodeaba había desaparecido. La odiada ciudad había muerto, y él estaba solo, quemado por los rayos que caían de plano, con la cara levantada hacia el cielo. Pilatos mantuvo el silencio unos instantes y luego gritó:

— El nombre del que ahora va a ser liberado es… Hizo otra pausa antes de pronunciar el nombre, recordando si había dicho todo lo que quería, porque sabía que la ciudad muerta iba a re sucitar al oír el nombre del afortunado y después no escucharía ni una palabra más.