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Un hombre, sentado en la escalera metálica de incendios, a la altura de las ventanas de la joyera, disparó al gato cuando éste volaba de una ventana a otra, dirigiéndose al tubo de desagüe de la esquina.

Por este tubo el gato se encaramó al tejado. Allí también, sin efecto alguno desgraciadamente, le dispararon los guardias, que vigilaban las chimeneas, y el gato se esfumó a la luz del sol poniente que bañaba toda la ciudad.

A todo esto en el piso se encendió el parquet bajo los pies de la brigada, y entre las llamas, en el mismo sitio que estuvo echado el gato fingiendo una grave herida, apareció, espesándose más y más, el cadáver del barón Maigel, con la barbilla subida y los ojos de cristal. No hubo posibilidad de sacarlo de allí.

Saltando por los humeantes recuadros del parquet, dándose palmadas en los hombros y el pecho que echaban humo, los que estaban en el salón retrocedían al dormitorio y al vestíbulo. Los que se encontraban en el comedor y en el dormitorio corrieron por el pasillo. También llegaron los de la cocina, metiéndose en el vestíbulo. El salón ya estaba en llamas, lleno de humo. Alguien tuvo tiempo de marcar el número de los bomberos y gritó en el aparato:

— Sadóvaya, 302 bis.

Era imposible quedarse por más tiempo. El fuego saltó al vestíbulo; se hizo difícil respirar.

En cuanto se escaparon por las ventanas rotas del piso encantado las primeras nubes de humo, en el patio se oyeron gritos enloquecidos:

—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Un incendio!

En distintos pisos de la casa la gente empezó a gritar por teléfono:

—¡Sadóvaya! ¡Sadóvaya, 302 bis!

Mientras en la Sadóvaya se oían las alarmantes campanadas de los alargados coches rojos que corrían por Moscú a gran velocidad, encogiendo los corazones, la gente que se agitaba en el patio pudo ver cómo de las ventanas del quinto piso salieron volando, en medio de la humareda, tres siluetas oscuras, que parecían de hombre, y una silueta de mujer desnuda.

28. ÚLTIMAS ANDANZAS DE KORÓVIEV Y POPOTA

No podríamos asegurar si las siluetas aparecieron realmente o si fueron fruto del terror que se había apoderado de los inquilinos de la desafortunada casa. Si verdaderamente fueron ellos, nadie sabe a dónde se dirigieron, tampoco se separaron; pero un cuarto de hora después de que empezara el incendio en la Sadóvaya, junto a las puertas de luna del Torgsin[19] en el mercado Smolenski, apareció un ciudadano largo, con un traje a cuadros, acompañado de un gran gato negro.

Escurriéndose hábilmente entre los transeúntes, el ciudadano abrió la puerta de entrada de la tienda. Pero un portero enclenque, huesudo y con aire hostil, les cerró el paso, diciendo irritado:

—¡Con gato no se puede!

— Usted perdone — sonó la voz cascada del largo, que se llevó una mano nudosa a la oreja como si fuera sordo—, ¿con gatos, dice usted? ¿Y dónde está el gato?

Al portero se le salían los ojos de las órbitas. No era para menos: efectivamente, no había ningún gato. Por encima del hombro del ciudadano asomaba un tipo regordete que tenía cierto aire de gato y llevaba una gorra agujereada y un hornillo de petróleo en las manos.

Intentaba entrar en la tienda.

Algo le desagradó al portero misántropo en la pareja de visitantes.

— Aquí se compra sólo con divisas — articuló con voz ronca. Miraba irritado por debajo de las cejas pobladas y pardas, como carcomidas por la polilla.

— Querido — dijo el larguirucho, bollándole un ojo detrás de los impertinentes rotos—, ¿y cómo sabe usted que yo no las tengo? ¿Juzga por mi traje? ¡No lo haga nunca, queridísimo guarda! Puede meter la pata a base de bien. Lea otra vez la historia del famoso califa Harún-al-Rashid. Pero ahora, dejando la historia para mejor ocasión, quiero advertirle que voy

—¡Vaya tienda estupenda! ¡Una tienda pero que muy buena!

El público se volvió sorprendido, pero Koróviev tenía toda la razón:

En los estantes se veían montones de piezas de percal con estampados muy variados. Detrás se amontonaban muselinas, calicós y paños para frac. Se perdían en el infinito verdaderas pilas de cajas de zapatos y había varias ciudadanas sentadas en pequeños banquitos, con un pie en un zapato viejo y gastado y pisoteando la alfombra con el otro, dentro de un zapato nuevo y brillante. Del interior salían canciones y música de gramófono.

Pero Koróviev y Popota dejaron atrás todas estas maravillas y se encaminaron directamente a aquella parte de la tienda donde se unían las secciones gastronómica y de confitería. Allí había sitio de sobra.

Las ciudadanas con boinas y pañuelos no se amontonaban, como en la sección de percales.

Junto al mostrador, hablando con aire imperativo, había un hombre pequeño, completamente cuadrado, con la cara afeitada hasta parecer azul, con gafas de concha, sombrero nuevo sin arrugar y sin manchas de agua en la cinta, con un abrigo color lila y guantes naranja de cabritilla. Atendía al cliente un dependiente con bata blanca, limpia y gorrito azul.

Con un cuchillo muy afilado, que recordaba al que robara Leví Mateo, el dependiente limpiaba un salmón rosa, grasiento y lloroso, con la piel plateada, parecida a la de una serpiente.

— Este departamento es soberbio también — reconoció solemnemente Koróviev—, y el extranjero parece simpático — y señaló con aire benevolente la espalda color lila.

— No, Fagot, no — respondió Popota pensativo—, te equivocas, amigo mío: me parece que le falta algo en la cara a este gentleman lila.

La espalda color lila se estremeció, pero debió de ser una casualidad, porque ¿cómo podía entender el extranjero lo que decían en ruso Koróviev y su acompañante?

—¿Es… bien? — preguntaba severamente el comprador.

—¡Fenomenal! — contestaba el dependiente, hurgando con el cuchillo en la piel del salmón, con aire coqueto.

— Bueno gusta, malo no gusta — decía el extranjero exigente.

—¡Cómo no! — exclamaba el dependiente con entusiasmo

Nuestros amigos se alejaron del extranjero, del salmón y se acercaron al mostrador de la confitería.

— Hace calor — se dirigió Koróviev a una vendedora jovencita con los carrillos rojos, pero no obtuvo respuesta—. ¿A cuánto están las mandarinas? — le preguntó.

— A treinta kopeks el kilo — contestó la dependienta.

— Pobre bolsillo — dijo Koróviev suspirando—, ¡ay, ay! — se quedó pensativo, y luego invitó a su amigo—: come, Popota.

El gordo se colocó el hornillo bajo el brazo, agarró una mandarina, la de la cúspide de la pirámide, la devoró con la piel y todo y cogió otra.

Un pánico de muerte se apoderó de la vendedora.

—¡Está loco! — exclamó, perdiendo el color—. ¡Déme el cheque! ¡El cheque! — y dejó caer las pinzas de los caramelos.

— Guapa, cielo, cariño — decía Koróviev, recostándose sobre el mostrador y guiñando un ojo a la vendedora—, no llevamos divisas encima, ¿qué se le va a hacer? ¡Le juro que la próxima vez, no más tarde del lunes, le devolveremos todo con dinero limpio! Somos de aquí cerca, de la Sadóvaya, donde el incendio…

Popota iba ya por la tercera mandarina cuando metió la pata en la complicada construcción de barras de chocolate, sacó una de abajo, lo que hizo que todo se derrumbara, y se la tragó con la envoltura dorada.

Los dependientes de la sección de pescado se habían quedado de piedra, con los cuchillos en la mano. El extranjero vestido de color lila se volvió hacia los dos sujetos. Popota estaba equivocado: no es que le faltara algo en la cara, más bien al contrario, le colgaban los carrillos y tenía la mirada evasiva.

Con la cara completamente amarilla la vendedora gritó en plena congoja, y su voz se oyó en toda la tienda:

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19

Nombre de la asociación de proveedores en cuyos almacenes el comercio se efectúa exclusivamente con divisas. (N. de la T.)