Выбрать главу

Y precisamente esa ciudadana paró a Koróviev y a Popota.

— Los carnets, por favor — dijo ella mirando sorprendida los impertinen

tes de Koróviev y el hornillo de Popota y su codo roto. — Mil perdones, pero, ¿qué carnets? — pregunto Koróviev, extrañado. — ¿Son ustedes escritores? — preguntó a su vez la ciudadana. — Naturalmente — contestó Koróviev con dignidad. — ¡Sus carnets! — repitió la ciudadana. — Mi encanto… — empezó dulcemente Koróviev. — No soy ningún encanto — le interrumpió la ciudadana. — ¡Ah! ¡Qué pena! — dijo Koróviev con desilusión y continuó—: Bien, si

usted no desea ser encanto, lo que hubiera sido muy agradable, puede no serlo. Dígame, ¿es que para convencerse de que Dostoievski es un escritor, es necesario pedirle su carnet? Coja cinco páginas cualesquiera de alguna de sus novelas y se convencerá sin necesidad de carnet de que es escritor. ¡Y me sospecho que nunca tuvo carnet! ¿Qué crees? — Koróviev se dirigió a Popota.

— Apuesto a que no lo tenía — contestó Popota, dejando el hornillo en la mesa junto al libro y secándose con la mano el sudor de su frente, manchada de hollín.

— Usted no es Dostoievski — dijo la ciudadana, desconcertada, dirigién

dose a Koróviev. — ¿Quién sabe? ¿quién sabe? — contestó él. — Dostoievski ha muerto — dijo la ciudadana, pero no muy convencida. — ¡Protesto! — exclamó Popota con calor—. ¡Dostoievski es inmortal! — Sus carnets, ciudadanos — dijo la ciudadana. — ¡Esto tiene gracia! — no cedía Koróviev—. El escritor no se conoce por su carnet, sino por lo que escribe. ¿Cómo puede saber usted qué ideas artísticas bullen en mi cabeza? ¿O en ésta? — y señaló la cabeza de Popota, que hasta se quitó la gorra para que la ciudadana pudiera verla mejor.

— Dejen pasar, ciudadanos — dijo la mujer nerviosa ya.

Koróviev y Popota se apartaron para dejar paso a un escritor vestido de gris, con camisa blanca, veraniega, sin corbata; con el cuello de la camisa abierto sobre el cuello de la chaqueta. Llevaba un periódico bajo el brazo. El escritor saludó amablemente a la ciudadana; al pasar escribió en el libro, previamente abierto, un garabato y se dirigió a la terraza.

— No, no será para nosotros — habló con tristeza Koróviev-la jarra helada de cerveza, con la que hemos soñado tanto, nosotros, pobres vagabundos. Nuestra situación es triste y difícil y no sé cómo salir de ella.

Popota se limitó a abrir los brazos con amargura y colocó la gorra en su cabeza redonda, cubierta de pelo espeso que recordaba mucho la piel de un gato.

En ese momento una voz muy suave, pero autoritaria, sonó encima de la ciudadana.

— Déjeles pasar, Sofía Pávlovna.

La ciudadana del libro de registro se sorprendió. Entre el verde de la verja surgió el pecho blanco de frac y la barba en forma de puñal del filibustero. Miraba amistosamente a los dos tipos dudosos y harapientos e incluso les hacía gestos de invitación. La autoridad de Archibaldo Archibáldovich era algo muy palpable en el restaurante que él dirigía y Sofía Pávlovna preguntó con docilidad a Koróviev:

—¿Cómo se llama usted?

— Panáyev — respondió él con finura. La ciudadana apuntó el apellido y echó una mirada interrogante a Popota.

— Skabichevski[21] —dijo él, señalando el hornillo, Dios sabe por qué. Sofía Pávlovna lo apuntó también y acercó el libro a los visitantes para que firmaran. Koróviev puso «Skabichevski» enfrente del apellido «Panáyev» y Popota escribió «Panáyev» enfrente de «Skabichevski».

Archibaldo Archibáldovich, sorprendiendo a Sofía Pávlovna con una sonrisa seductora, conducía a los huéspedes a la mejor mesa, donde había una sombra tupida y donde el sol jugaba alegremente por uno de los huecos de la verja con trepadora verde. Mientras, Sofía Pávlovna, parpadeando de asombro, estuvo largo rato estudiando las extrañas inscripciones que habían dejado los inesperados visitantes.

Archibaldo Archibáldovich sorprendió más aún a los camareros que a Sofía Pávlovna. Apartó personalmente la silla de la mesa, invitando a Koróviev a que se sentara, guiñó el ojo a uno, susurró algo a otro, y dos camareros empezaron a correr alrededor de los visitantes; uno de ellos puso el hornillo en el suelo, junto a las botas descoloridas de Popota.

Inmediatamente desapareció de la mesa el viejo mantel con manchas amarillas y en el aire voló un mantel blanco como un albornoz de beduino, crujiente de tanto almidón que tenía. Archibaldo Archibáldovich murmuraba al oído a Koróviev en voz baja pero muy expresiva:

—¿A qué les invito? Tengo lomo de esturión especial… lo conseguí del congreso de arquitectos…

— Bueno… mmm… un aperitivo… mmm… — pronunció Koróviev con benevolencia, instalado en la silla cómodamente. — Ya comprendo — contestó Archibaldo Archibáldovich con aire de complicidad, cerrando los ojos.

Al ver cómo el jefe del restaurante trataba a los visitantes bastante sospechosos, los camareros dejaron sus dudas y se tomaron el trabajo en serio. Uno de ellos acercó una cerilla a Popota que había sacado del bolsillo una colilla y se la había metido en la boca, se acercó corriendo otro, colocando junto a los cubiertos, piezas de finísimo cristal color verde. Copas de licor, de vino y de agua, en las que sabe tan bien el agua mineral, estando bajo el toldo… diremos, adelantándonos, que esta vez también se bebió agua mineral bajo el toldo de la inolvidable terraza de Griboyédov.

— Puedo invitarles a filetes de perdices — murmuraba Archibaldo Archibáldovich con voz musical. El huésped de los impertinentes rotos aprobaba enteramente todas las propuestas del comandante del bergantín y le miraba con benevolencia a través del inútil cristal.

El literato Petrakov Sujovéi, que comía con su esposa en la mesa de al lado, y se terminaba un escalope de cerdo, era observador, nota característica de todos los escritores, se dio cuenta de los especiales cuidados de Archibaldo Archibáldovich hacia los visitantes y se sorprendió mucho. Su esposa, señora muy respetable, llegó a tener celos de Koróviev y dio unos golpecitos con la cucharilla para indicar que se estaban retrasando. ¿No era el momento de servir el helado? ¿Qué pasaba?

Pero Archibaldo Archibáldovich, dirigiéndole una sonrisa encantadora, mandó a un camarero, mientras él mismo no abandonaba a sus queridos huéspedes. ¡Ah, qué inteligente era Archibaldo Archibáldovich! ¡Y seguro que no era menos observador que los mismos escritores! Sabía lo de la sesión del Varietés y los sucesos de aquellos días; había oído las palabras «el de cuadros» y «el gato» y se las grabó en la memoria, no como otros. Archibaldo Archibáldovich supo en seguida quiénes eran sus visitantes. Y al comprenderlo, decidió no quedar mal con ellos. ¡Pero Sofía Pávlovna! ¡Qué ocurrencia, cerrarles el paso a la terraza! Por otra parte, ¡qué se podía esperar de ella!

La señora de Petrakov, hincando con arrogancia la cucharilla en el helado derretido, miraba con ojos enfadados cómo la mesa de los dos payasos desarrapados se cubría de manjares por arte de magia. Hojas de lechuga lavadas hasta sacarle brillo salían de una fuente con caviar fresco… un instante y apareció una mesa especial con un cubo plateado empañado de frío…

Sólo en el momento que se hubo convencido de que todo se estaba haciendo como era debido y que en las manos del camarero apareció una sartén cubierta, en la que algo chirriaba, Archibaldo Archibáldovich se permitió abandonar a los misteriosos visitantes, susurrándoles previa-mente:

—¡Con permiso! ¡Un minutito! ¡Voy a ver los filetes! Se apartó de la mesa y desapareció por una puerta interior del restaurante. Si algún observador hubiera podido vigilar a Archibaldo Archibáldovich, lo que hizo a continuación le hubiera parecido algo extraño.

вернуться

21

Literatos rusos del siglo XIX. (N. de la T.)