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— Ha leído la obra del maestro — habló Leví Mateo—, pide que te lleves al maestro y le des la paz. ¿Te cuesta trabajo hacerlo, espíritu del mal?

— A mí no me cuesta trabajo hacer nada — contestó Voland— y tú lo sabes muy bien — permaneció callado y luego añadió—: ¿Y por qué no os lo lleváis vosotros al mundo?

— No se merece el mundo, se merece la tranquilidad — dijo Leví con voz triste.

— Puedes decir que todo será hecho — contestó Voland, se le encendió el ojo y añadió—: y déjame inmediatamente.

— Pide que también se lleven a la que le quería y sufrió tanto por él — Leví por primera vez habló a Voland con voz suplicante.

— Si no fuera por ti nunca se nos hubiera ocurrido. Vete.

Leví Mateo desapareció; Voland llamó a Asaselo, diciéndole:

— Vete a verlos y arréglalo todo.

Asaselo abandonó la terraza y Voland se quedó solo.

Pero su soledad no duró mucho rato. En las losas de la terraza se oyeron ruidos de pasos y voces animadas y ante los ojos de Voland aparecieron Koróviev y Popota. El regordete ya no tenía su hornillo, iba cargado de otros objetos. Llevaba bajo el brazo un pequeño paisaje en marco dorado, le colgaba una bata de cocinero medio quemada, y en la otra mano llevaba un salmón entero con piel y cola. Los dos despedían olor a quemado, el morro de Popota estaba sucio de hollín y la gorra estaba muy chamuscada.

—¡Saludos, messere! — gritó la pareja incansable y Popota agitó el salmón.

—¡Qué pinta! — dijo Voland.

—¡Figúrese, messere! — gritó Popota excitado y contento—, ¡me han tomado por un ladrón!

— A juzgar por los objetos que traes — contestó Voland mirando el cuadro— eso es lo que eres.

— Querrá creer, messere… — empezó Popota con voz zalamera.

— No, no te creo — le cortó Voland.

— Messere, le juro que a base de heroicos esfuerzos he intentado salvar todo lo que me fuera posible y esto es lo único que pude conseguir.

— Prefiero que me digas ¿por qué se incendió Griboyédov? — preguntó Voland.

Los dos, Koróviev y Popota, separaron los brazos, levantaron los ojos al cielo y Popota exclamó:

—¡No lo llego a entender! Estábamos tan tranquilos, en silencio, tomando unas cosas…

— Y de pronto ¡pum! ¡pum! — intervino Koróviev—. ¡Que empiezan a disparar! Locos de miedo, Popota y yo corrimos al bulevar y los perseguidores detrás; y nosotros hacia el monumento a Timiriásev.

— Pero el sentido del deber — entró Popota— venció nuestro miedo vergonzoso y volvimos.

7-Ah, ¿volvisteis? — dijo Voland—. Claro, entonces es cuando el edificio quedó reducido a cenizas.

—¡A cenizas! — afirmó Koróviev con amargura—, literalmente a cenizas, messere, según su justa expresión. ¡No quedaron más que cenizas!

— Yo me dirigí —contaba Popota— a la sala de reuniones, la de las columnas, messere, esperando sacar algo valioso. Ah, messere, mi mujer, si la tuviera, ¡habría estado veinte veces a dos pasos de ser viuda! Pero, felizmente, messere, estoy soltero y le diré con franqueza que soy feliz así. ¡Oh! messere, ¿acaso se puede cambiar la libertad de soltero por un yugo oneroso?

—¡Ya estamos diciendo tonterías! — indicó Voland.

— Le oigo y prosigo — contestó el gato—, pues sí, aquí está el paisajito. No fue posible sacar otra cosa de la sala, porque el fuego me quemaba la cara. Corrí a la despensa, salvé un salmón. Corrí a la cocina, salvé una bata. Considero, messere, que he hecho todo lo que he podido y no comprendo la razón de la expresión escéptica de su cara.

—¿Y qué hacía Koróviev mientras tú estabas robando? — preguntó Voland.

— Estuve ayudando a los bomberos, messere — respondió Koróviev señalándose los pantalones rotos.

— Si eso es verdad, estoy seguro que habrá que construir un edificio nuevo.

— Será construido, messere — contestó Koróviev—, me atrevo a asegurárselo.

— Bueno, lo único que queda es desear que sea mejor que el anterior — dijo Voland.

— Así será, messere — afirmó Koróviev.

— Puede creerme — añadió el gato—, soy un verdadero profeta.

— A pesar de todo, hemos llegado — comunicó Koróviev— y estamos esperando sus órdenes.

Voland se levantó del taburete, se acercó a la balaustrada y se quedó largo rato inmóvil, sin decir una palabra, de espaldas a su séquito, mirando a la ciudad. Luego se apartó del borde de la terraza, se sentó en el taburete y dijo:

— No habrá órdenes, habéis hecho todo lo posible y ya no necesito más vuestros servicios. Podéis descansar. Ahora va a llegar la tormenta y emprenderemos el camino.

— Muy bien, messere — contestaron los dos payasos y desaparecieron detrás de una torre redonda que estaba en el centro de la terraza.

La tormenta, de la que hablaba Voland, se estaba formando en el horizonte. Una nube negra se levantó en el oeste y cortó medio sol. Luego lo cubrió por completo. En la terraza se notó fresco. Al poco rato todo estaba a oscuras.

Esta oscuridad llegada del oeste, cubrió la enorme ciudad. Desaparecieron los puentes, los palacios. Desapareció todo, como si nunca hubiera existido. Un hilo de fuego atravesó el cielo. Luego un golpe sacudió la ciudad. Se repitió y empezó la tormenta. En las tinieblas ya no se veía a Voland.

30. ¡HA LLEGADO LA HORA!

—¿Sabes? — decía Margarita—, ayer, mientras tú dormías, estuve leyendo lo de la oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo… y esos ídolos, ¡oh! ¡esos ídolos de oro! No sé por qué no me dejan en paz. Me parece que va a llover. ¿No notas que está refrescando?

— Todo esto me gusta mucho, es muy bonito — contestaba el maestro fumando y rompiendo las volutas de humo con la mano—, y los ídolos, eso no tiene importancia… pero qué pasará después, ¡eso sí que no lo veo claro!

Esta conversación tenía lugar al mismo tiempo que en la terraza donde estaba Voland aparecía Leví Mateo. La ventana del sótano estaba abierta, y si alguien se hubiera asomado al pasar, se habría sorprendido seguramente por el aspecto tan extraño que ofrecía la pareja. Margarita llevaba una capa negra sobre su cuerpo desnudo y el maestro la ropa del sanatorio. Margarita no tenía absolutamente nada que ponerse porque todas sus cosas habían quedado en el palacete, y aunque estaba muy cerca, no quería ni pensar en ir a buscarlas. Y el maestro, que tenía todos sus trajes en el armario, como si nunca se hubiera ausentado, sencillamente no tenía ganas de vestirse y estaba hablando con Margarita, diciéndole que en cualquier momento iba a empezar algo extraño y absurdo. Por primera vez desde aquel otoño estaba afeitado; en el sanatorio le recortaban la barbita con una maquinilla.

La habitación también tenía un aspecto extraño y era difícil entender algo en medio de aquel caos. Los manuscritos estaban sobre la alfombra y en el sofá. En el sillón había un libro abierto. La mesa redonda estaba puesta para la comida y entre los platos había varias botellas. De dónde habían salido aquellos comestibles y bebidas, era algo que no sabían ni Margarita ni el maestro. Al despertarse se encontraron con todo en la mesa.

Durmieron hasta el atardecer del sábado y los dos se sentían completamente repuestos, lo único que les recordaba las aventuras del día anterior era un ligero dolor en la sien izquierda. En lo psíquico, habían cambiado considerablemente. Cualquiera que escuchara la conversación en el piso del sótano lo hubiera notado. Pero no había nadie que pudiera escucharles. La ventaja de aquel patio era que siempre estaba desierto. Los tilos y el salguero, que cada día se ponían más verdes, despedían un olor primaveral que el vientecillo traía por la ventana.