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—¡Diablos! — exclamó el maestro de pronto—. Cuando me pongo a pensarlo… — apagó el cigarrillo en el cenicero y se apretó la cabeza con las ma-nos—, escucha tú que eres una persona inteligente y no has estado loca… dime, ¿estás segura de que ayer estuvimos con Satanás?

— Estoy completamente segura — contestó Margarita.

— Claro, claro — dijo el maestro irónicamente—, ahora tenemos en vez de un loco, dos: el marido y la mujer — alzó los brazos hacia el cielo y gritó—: ¡El diablo sabe qué es todo esto, el diablo, el diablo!

Como toda contestación, Margarita se derrumbó en el sofá, se echó a reír, moviendo sus pies descalzos y luego exclamó:

—¡Ay, no puedo! ¡Ay, que no puedo!… ¡mira la pinta que tienes!

El maestro azorado contemplaba sus calzoncillos del sanatorio. Margarita se puso seria.

— Sin querer acabas de decir la verdad — dijo ella—, ¡el diablo sabe qué es esto y el diablo, créeme, lo arreglará todo! — se le encendieron los ojos, se levantó de un salto y se puso a bailar exclamando—: ¡Qué feliz me siento, qué feliz, qué feliz por haber hecho un trato con el diablo! ¡Oh! ¡el diablo, el diablo! ¡Amor mío, no tendrás más remedio que vivir con una bruja! — corrió hacia el maestro, le besó en los labios, en la nariz y en las mejillas. Los mechones negros despeinados saltaban en la cabeza del maestro; los carrillos y la frente le ardían bajo los besos.

— Realmente, pareces una bruja.

— No lo niego — contestó Margarita—, soy bruja y me alegro mucho de ello.

— De acuerdo — decía el maestro—, si eres bruja, pues muy bien, es bonito y elegante. Entonces a mí, me han raptado de la clínica… ¡tampoco está mal! Me han traído aquí, vamos a admitirlo. Hasta podemos suponer, que nadie notará nuestra ausencia… Pero, dime, por lo que más quieras, ¿cómo y de qué vamos a vivir? ¡lo digo pensando en ti, créeme!

En ese momento, en la ventana aparecieron unos zapatos de puntera chata y la parte baja de unos pantalones a rayas. Luego los pantalones se doblaron por la rodilla y un pesado trasero ocultó la luz del día.

— Aloísio, ¿estás en casa? — preguntó alguien desde fuera, por encima de los pantalones.

— Ves, ya empiezan — dijo el maestro.

—¿Aloísio? — preguntó Margarita, acercándose a la ventana—, le detuvieron ayer. ¿Quién pregunta por él? ¿quién es usted? — Nada más decirlo, las rodillas y el trasero desaparecieron de la ventana. Se oyó el golpe de la verja y todo volvió a la normalidad. Margarita se dejó caer en el sofá, riendo hasta saltársele las lágrimas. Cuando se calmó, su cara cambió completamente. Empezó a hablar, muy seria, y al hacerlo, se deslizó del sofá y se arrastró hasta las rodillas del maestro y, mirándole a los ojos, se puso a acariciarle el pelo.

—¡Cuánto has sufrido, cuánto has sufrido, pobrecito mío! Yo sola lo sé. Mira, ¡tienes hilos blancos en el pelo y una arruga eterna junto a la boca! No pienses en nada, amor mío! Ya has tenido que pensar demasiado, ahora lo haré yo por ti. ¡Te aseguro que todo irá bien, maravillosamente bien!

— No tengo miedo de nada, Margot — contestó el maestro y levantó la cabeza. A Margarita le pareció que estaba igual que cuando escribía aquello que no vio nunca, pero que estaba seguro que había existido—, y no tengo miedo porque ya he pasado por todo. Me han asustado tanto que ya no me pueden asustar con nada. Pero me da pena de ti, Margarita, esto es, por eso lo repito tanto. ¡Despiértate! ¿por qué vas a destruir tu vida junto a un enfermo sin dinero? ¡Vuelve a tu casa! Me das pena y por eso te lo digo.

—¡Ah! Tú, tú… —susurraba Margarita, moviendo su cabeza despeinada—; ¡pobre de ti, desconfiado!… Por ti estuve temblando desnuda la noche pasada, por ti he perdido mi naturaleza y la he cambiado por otra nueva; y varios meses he estado en un cuarto oscuro, pensando tan sólo en la tormenta sobre Jershalaím, me he quedado sin ojos de tanto llorar, y ahora cuando nos ha caído la felicidad, ¡tú me echas! ¡Muy bien, me iré; me voy a ir, pero quiero que sepas que eres un hombre cruel. ¡Te han dejado sin alma!

El corazón del maestro se llenó de amarga ternura, y, sin saber por qué, se echó a llorar escondiendo la cara en el pelo de Margarita. Ella lloraba y seguía hablando y sus dedos acariciaban las sienes del maestro.

— Estos hilos… Delante de mis ojos esta cabeza se está cubriendo de nieve… ¡Mi cabeza, que tanto ha sufrido! ¡Mira qué ojos tienes! ¡llenos de desierto…; y tus hombros, teniendo que soportar ese peso…, te han desfigurado, desfigurado!… — las palabras de Margarita se hacían incoherentes, se estremecía del llanto.

El maestro se enjugó los ojos, levantó a Margarita de las rodillas, se incorporó él también y dijo con firmeza:

—¡Basta! Me has hecho avergonzarme. Nunca me permitiré la cobardía, ni volveré a hablar de esto, puedes estar segura. Sé que los dos somos víctimas de una enfermedad mental, a lo mejor te la he transmitido yo… Muy bien, la llevaremos los dos.

Margarita acercó los labios al oído del maestro y susurró:

—¡Te juro por tu vida, te juro por el hijo del astrólogo, tan bien logrado por tu intuición, que todo irá bien!

— Bueno, bueno — contestó el maestro, y añadió, echándose a reír—: Claro, cuando a uno le han robado todo, como a nosotros, ¡trata de buscar salvación en una fuerza extraterrestre! Muy bien, estoy dispuesto a bus-carla en eso.

— Así, así me gusta; eres el de antes, te ríes — contestaba Margarita—; vete al diablo con tus frases complicadas. Extraterrestre o no, ¿qué importa? ¡Tengo hambre! — y llevó al maestro de la mano hacia la mesa.

— No estoy seguro de que esta comida no se hunda o no salga volando por la ventana — decía él, sosegado.

— Ya verás como no vuela.

En ese mismo instante en la ventana se oyó una voz nasaclass="underline"

— La paz esté con vosotros.

El maestro se estremeció, y Margarita, acostumbrada ya a todo lo extraordinario, exclamó:

—¡Si es Asaselo! ¡Ay! ¡Qué estupendo! — y corrió hacia la puerta, susurrando al maestro:

—¡Ya ves, no nos dejan!

— Por lo menos, ciérrate la capa — gritó el maestro.

— Si es igual — contestó Margarita desde el pasillo.

Asaselo ya estaba haciendo reverencias. Saludaba al maestro, le brillaba su ojo extraño. Margarita decía:

—¡Qué alegría! ¡En mi vida he tenido una alegría tan grande! Perdone que esté desnuda, Asaselo, por favor.

Asaselo le dijo que no se preocupara y aseguró que había visto no sólo a mujeres desnudas, sino que incluso las había visto sin piel. Dejó en un rincón, junto a la chimenea, un paquete envuelto en una tela de brocado oscuro y se sentó a la mesa.

Margarita sirvió coñac a Asaselo y él lo tomó con gusto. El maestro, sin quitarle ojo, se daba pellizcos en la mano por debajo de la mesa. Pero los pellizcos no ayudaban. Asaselo no se disipaba en el aire y, a decir verdad, no había ninguna necesidad de que lo hiciera. No había nada tremendo en el pequeño hombre pelirrojo aparte del ojo con la nube, pero eso puede ocurrir sin magia alguna, y también su ropa era algo extraña: una capa o una sotana; pero esto, pensándolo bien, se encuentra a veces. El coñac lo tomaba como es debido, apurando la copa hasta el final y sin comer nada. Este coñac le produjo al maestro un zumbido en la cabeza y se puso a pensar:

«No, Margarita tiene razón… Claro que éste es un mensajero del diablo. Si yo mismo estuve anteanoche convenciendo a Iván que él se había encontrado en “Los Estanques” al mismo Satanás, ahora me asusto de esta idea y empiezo a hablar de hipnotizadores y alucinaciones… ¡Qué hipnosis, ni qué nada!»

Se fijó en Asaselo y se convenció de que en sus ojos había algo forzado, como una idea sin expresar. «No es una simple visita, seguro que trae algún recado», pensaba el maestro.

No se equivocaba en su sospecha. Asaselo, después de beberse la terce-ra copa de coñac, que no le hacía ningún efecto, dijo:

—¡Demonio, qué sótano más acogedor! Pero yo me pregunto: ¿qué se puede hacer en este sótano?