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— Lo mismo digo yo — dijo el maestro riéndose.

—¿Qué pasa, Asaselo? Me siento intranquila — preguntó Margarita.

—¡Por favor! — exclamó Asaselo—. No pensaba inquietarla lo más mínimo. ¡Ah, sí! por poco se me olvida… Messere les manda recuerdos y me ha pedido que le invite de su parte a dar un pequeño paseo, si desea usted venir, naturalmente… ¿Qué me dice?

Margarita le dio una patada al maestro por debajo de la mesa.

— Con mucho gusto — dijo el maestro, examinando a Asaselo. Éste siguió hablando:

— Esperamos que Margarita Nikoláyevna nos acompañe.

—¡Pues cómo no! — dijo Margarita, y su pie pasó de nuevo por el del maestro.

—¡Qué fantástico! — exclamó Asaselo—. ¡Así me gusta! ¡A la primera! ¡No como en el jardín Alexándrovski!

—¡Por favor, Asaselo, no me lo recuerde! Era tan tonta… Aunque me parece que no se me debe juzgar con mucha severidad: ¡una no se encuentra todos los días con el diablo!

— Claro — afirmó Asaselo—, si fuera todos los días, ¡qué agradable!

— A mí también me gusta la velocidad — decía Margarita excitada—, me gustan la velocidad y la desnudez… Como el disparo de una «Mauser», ¡si supieras cómo dispara! — exclamó Margarita volviéndose hacia el maestro—. Una carta debajo de la almohada y atraviesa cualquier figura… — el coñac empezaba a subírsele a la cabeza y le ardían los ojos.

—¡Ay, me había olvidado de otra cosa! — gritó Asaselo, dándose una palmada en la frente—. ¡Con tantas cosas que tengo que hacer! Messere les manda un regalo — se dirigió al maestro—: una botella de vino. Y por cierto, es el mismo vino que bebió el procurador de Judea: vino de Falerno.

Como era de esperar, esto tan exótico llamó la atención del maestro y Margarita. Asaselo sacó de un fúnebre brocado un jarrón cubierto de moho. Olieron el vino, llenaron las copas, miraron a través la luz de la ventana, que empezaba a oscurecerse antes de la tormenta.

—¡A la salud de Voland! — exclamó Margarita, levantando su copa.

Los tres acercaron los labios a la copa y tomaron un trago. En el mismo instante el cielo que anunciaba la tormenta empezó a oscurecerse en los ojos del maestro y comprendió que era el fin. Llegó a ver cómo Margarita, con una palidez de muerta, extendía los brazos hacia él con gesto indefenso, su cabeza dio contra la mesa y empezó a deslizarse al suelo. El maestro tuvo tiempo de gritar:

—¡La has envenenado! — agarró un cuchillo, pero su mano sin fuerzas resbaló del mantel; todo lo que le rodeaba se tiñó de negro y desapareció. Se cayó de espaldas, y al caerse se abrió la sien con la tabla del escritorio.

Cuando los envenenados yacían inmóviles, Asaselo empezó a actuar. Primero saltó por la ventana y en un segundo se encontró en el palacete de Margarita Nikoláyevna. Asaselo, siempre preciso y cumplidor, quería comprobar si todo había salido bien. Todo estaba en orden. Asaselo vio cómo una mujer con aire sombrío, que estaba esperando la vuelta de su marido, salió de su dormitorio. De pronto palideció, y llevándose la mano al pecho, gritó desolada:

— Natasha… Alguien que me ayude…

Y cayó en el suelo del salón sin llegar al despacho.

— Muy bien — dijo Asaselo. Un segundo después volvía junto a los dos amantes derribados. Margarita estaba con la cara escondida en la alfombra. Con sus manos de hierro, Asaselo la volvió hacia sí como a una muñeca y la miró fijamente. Ante sus ojos se transformaba la cara de la envenenada. A la luz del crepúsculo de la tormenta se veía cómo habían desaparecido su estrabismo pasajero de bruja, la dureza y crueldad de los rasgos. Su rostro se hizo suave y dulce, desapareció el gesto fiero, y Margarita adquirió una expresión femenina de sufrimiento. Entonces Asaselo le abrió la boca y le echó varias gotas del mismo vino con el que la había envenenado. Margarita suspiró, empezó a incorporarse sin la ayuda de Asaselo, se sonrió y preguntó con voz débiclass="underline"

—¿Pero por qué, Asaselo? ¿Qué ha hecho conmigo?

Vio al maestro echado en el suelo, se estremeció y murmuró:

— Nunca lo hubiera esperado… ¡Asesino!

— Pero no, no — contestó Asaselo—, ahora se levanta. ¡Por qué será usted tan nerviosa!

Tan convincente era la voz del demonio pelirrojo, que Margarita le creyó en seguida. Se incorporó de un salto, llena de vitalidad, y ayudó a darle vino al maestro, que al abrir los ojos, con una mirada sombría, repitió con odio:

—¡La has envenenado!

—¡Ah! el insulto siempre es el agradecimiento por una obra buena contestó Asaselo—. ¿Está usted ciego? ¡Recobre la vista!

Entonces el maestro se levantó, miró alrededor con ojos vivos y claros y preguntó:

—¿Y qué significa esto?

— Esto significa — respondió Asaselo— que ya es la hora. ¿Oye los truenos? Está oscureciendo. Los caballos rascan la tierra, tiembla el pequeño jardín. Despídanse de prisa.

—¡Ah! ya comprendo — dijo el maestro—, usted nos ha matado y estamos muertos. Ahora comprendo todo.

— Por favor — contestó Asaselo—, ¿es usted el que habla? Su amiga le llama maestro; si usted piensa, ¿cómo puede estar muerto? ¿Es que para sentirse vivo hay que estar en el sótano, vestido con la camisa y los calzoncillos del sanatorio? ¡Me hace gracia!

— Comprendo lo que dice — exclamó el maestro—, ¡no siga más! ¡tiene toda la razón!

—¡El gran Voland! — se unió a él Margarita—. ¡El gran Voland! ¡Lo ha inventado mucho mejor que yo! Pero la novela, la novela — gritaba al maestro—. ¡Llévatela a donde vayas!

— No hace falta — contestó el maestro—, me la sé de memoria.

— Pero ¿no se te olvidará ni una palabra? — preguntaba Margarita, abrazando al maestro y limpiando la sangre de su frente.

— No te preocupes. Ahora nunca me podré olvidar de nada.

— Entonces, ¡fuego! — exclamó Asaselo—. El fuego con el que empezó todo y con el que vamos a concluir.

—¡Fuego! — gritó Margarita con voz terrible.

La ventana dio un golpe y el viento tiró la cortina hacia un lado. Se oyó un trueno corto y alegre. Asaselo metió su mano con garras en la chimenea, sacó un carboncillo humeante y encendió el mantel. Luego hizo lo mismo con un montón de periódicos que estaban encima del sofá, los manuscritos y la cortina.

El maestro, ya embriagado por la cabalgata que le esperaba, cogió de la estantería un libro y lo arrojó al mantel en llamas y el libro se prendió.

—¡Que arda la vida pasada!

—¡Que arda el sufrimiento! — gritaba Margarita.

La habitación se movía entre las llamaradas, y envueltos en humo, los tres salieron corriendo por la puerta, subieron por la escalera de piedra y se encontraron en el patio. Lo primero que vieron fue la cocinera del dueño de la casa, sentada en el suelo. Junto a ella había unas patatas desparramadas y varias botellas. El estado de la cocinera se comprendía perfectamente. Tres caballos negros relinchaban junto a una caseta y se estremecían, levantando tierra. Margarita montó la primera, luego Asaselo y el maestro el último. La cocinera gimió, levantó la mano para hacer el signo de la cruz, pero Asaselo le gritó desde el caballo con voz fiera:

—¡Que te corto el brazo! — silbó, y los caballos, rompiendo las ramas de los tilos, salieron volando y se elevaron en una nube negra. Entonces empezó a salir humo de la ventana del sótano. Se oyó el grito débil y lastimoso de la cocinera.

—¡Fuego!…

Los caballos ya volaban por encima de los tejados de Moscú.

— Quiero despedirme de la ciudad — gritó el maestro a Asaselo, que iba por delante. Un trueno se comió las palabras últimas del maestro. Asaselo asintió con la cabeza y fue a paso de galope. Al encuentro del jinete se precipitaba una nube que todavía no había empezado a gotear.

Volaban por encima del bulevar, veían las figuras de la gente que corría para ocultarse de la lluvia. Caían las primeras gotas. Pasaron encima de una humareda — era todo lo que quedaba de la casa de Griboyédov—. La ciudad quedó atrás sumida en la oscuridad. Se encendían los relámpagos. El verde del campo sustituyó los tejados. Entonces empezó a llover; los jinetes se convirtieron en tres enormes burbujas en el agua.