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Margarita ya conocía la sensación del vuelo, pero el maestro se sorprendió de la rapidez con que llegaron a su objetivo, al lugar donde se encontraba aquel del que quería despedirse, porque no tenía a nadie más a quien decir adiós. Reconoció en seguida, a través del velo de la lluvia, el edificio del sanatorio de Stravinski, el río y el pinar en la otra orilla. Bajaron en el claro de un bosquecillo cerca del sanatorio.

— Les espero aquí —gritó Asaselo, poniendo las manos en forma de altavoz, iluminado por los relámpagos y desapareciendo en la penumbra gris—. Despídanse, ¡pero rápido!

El maestro y Margarita bajaron de los caballos y volaron a través del jardín del sanatorio como dos sombras de agua. Al instante el maestro descorría con familiaridad la reja de la habitación número 117. Margarita le seguía. Entraron en el cuarto de Ivánushka, invisibles e inadvertidos en medio del ruido y el aullido de la tormenta. El maestro se acercó a la cama.

Ivánushka estaba inmóvil observando la tormenta, como lo hiciera el primer día de su estancia en la casa de reposo.

Esta vez no lloraba. Cuando descubrió la silueta oscura que se había introducido por el balcón, se incorporó, extendió los brazos y exclamó, contento:

—¡Ah! ¡es usted! ¡Le esperaba, le esperaba hace mucho! ¡Por fin está aquí, vecino mío!

El maestro respondió:

— Estoy aquí, pero desgraciadamente no puedo seguir siendo vecino suyo.

— Lo sabía, ya me lo había imaginado — contestó Iván en voz baja, y luego preguntó—: ¿Se lo ha encontrado?

— Sí— dijo el maestro—, he venido a despedirme, porque usted era el único con el que he hablado últimamente.

A Ivánushka se le iluminó la cara, y dijo:

— Qué alegría que haya venido hasta aquí. Cumpliré mi palabra, ya no pienso escribir más versos. Ahora me interesa otra cosa — Ivánushka sonrió y miró con ojos enloquecidos más allá del maestro—, quiero escribir otra cosa.

El maestro se emocionó al oír estas palabras y se sentó al borde de la cama de Iván.

— Eso me parece muy bien. Usted escribirá la continuación.

Los ojos de Ivánushka se encendieron:

— Pero cómo, ¿no lo va a hacer usted mismo? — Agachó la cabeza pensativo—. ¡Ah! sí, ¡qué preguntas hago! — Ivánushka miraba al suelo asustado.

— Sí —dijo el maestro, y su voz le pareció a Iván sorda y desconocida—. No escribiré más sobre él. Me dedicaré a otras cosas.

Un silbido lejano cortó el ruido de la tormenta.

—¿Ha oído? — preguntó el maestro.

— Es la tormenta…

— No; me están llamando, ya es hora — explicó el maestro, levantándose de la cama.

—¡Espere un poco! ¡Sólo una palabra! — pidió Iván—. ¿La encontró? ¿Le ha sido fiel?

— Aquí está —contestó el maestro señalando a la pared. De la blanca pared se separó la figura oscura de Margarita, que se acercó a la cama. Miró con lástima al joven acostado.

— Pobre, pobre… — susurraba sin voz, inclinándose sobre la cama.

— Qué guapa — dijo Iván sin envidia, pero tristemente, con una especie de ternura infantil—. Mira, qué bien les ha salido todo. Pero lo mío ha sido distinto — se quedó pensando y añadió—: A lo mejor, así tiene que ser…

— Sí, sí —susurró Margarita, y se inclinó sobre la cama—. Le voy a dar un beso y ya verá cómo todo se resuelve… Créame, ya lo he visto todo, lo sé…

El joven rodeó con sus brazos el cuello de la mujer y ella le dio un beso.

— Adiós, discípulo — apenas se oyó la voz del maestro y empezó a desvanecerse en el aire. Desapareció junto con Margarita. La reja del balcón se cerró.

Ivánushka sintió un gran desasosiego. Se incorporó en la cama, miró alrededor angustiado, gimió, se puso a hablar a solas y terminó por levantarse. La tormenta era cada vez más fuerte y, por lo visto, le había trastornado. También le inquietaba el ruido de pasos y voces ensordecidas detrás de la puerta, que podía distinguir porque sus oídos estaban ya acostumbrados al silencio. Se estremeció y llamó nervioso:

—¡Praskovia Fédorovna!

Ella entraba ya en la habitación mirándole con ojos preocupados e interrogantes.

—¿Qué? ¿Qué le sucede? — preguntó—. ¿Le altera la tormenta? Tranquilícese, no es nada, ahora llamaré al médico y le ayudará…

— No, Praskovia Fédorovna, no llame al médico — dijo Ivánushka, mirando a la pared y no a la mujer—. No me pasa nada especial. Ya me conozco, no se preocupe. Dígame, por favor — preguntó en tono cariñoso—, ¿qué ocurre en el cuarto de al lado, en el 118?

—¿En la 118? —repitió Praskovia Fédorovna, desviando la mirada—. Pues nada, no pasa nada — pero su voz era falsa, e Ivánushka lo notó en seguida.

—¡Ay! ¡Praskovia Fédorovna! Usted siempre dice la verdad… ¿Tiene miedo de que me exalte? No, le prometo que no sucederá. Dígame la verdad. Además, se oye todo a través de la pared.

— Acaba de fallecer su vecino — susurró Praskovia Fédorovna, sin poder evitar su franqueza bondadosa. Miraba asustada a Ivánushka, iluminada por un relámpago. Pero Ivánushka no reaccionó como ella esperaba. Levantó el dedo con ademán significativo y dijo:

—¡Ya lo sabía yo! Le aseguro, Praskovia Fédorovna, que ahora ha muerto otra persona en la ciudad. Además, sé quién es — Ivánushka sonrió misterioso—. ¡Una mujer!

31. EN LOS MONTES DEL GORRIÓN

La tormenta se disipó sin dejar rastro y un arco multicolor, cruzando todo el cielo de la ciudad, bebía agua del río Moskva. En lo alto de un monte, en medio de los bosques, se veían tres siluetas oscuras: Voland, Koróviev y Popota, montando negros corceles, contemplaban la ciudad a la otra orilla del río. El sol quebrado se reflejaba en miles de ventanas y en las torres de alajú del monasterio Dévichi.

Se oyó un ruido en el aire, y Asaselo, con el maestro y Margarita, que volaban tras su capa negra llena de viento, bajaron hacia el grupo de gente que les estaba esperando.

— Tuvimos que molestarles — dijo Voland después de una pausa, dirigiéndose a Margarita y al maestro—, espero que no me lo reprochen. No creo que se arrepientan. Bien — dijo al maestro—, despídanse de la ciudad. Ha llegado la hora — Voland indicó con su mano enguantada los soles innumerables que fundían los cristales a la otra orilla, donde la niebla, el humo y el vapor cubrían la ciudad, calentada durante el día.

El maestro saltó del caballo, abandonó a los demás y corrió hacia el precipicio. Arrastraba por el suelo su capa negra. Se quedó mirando la ciudad. Por un momento una gran tristeza le oprimió el corazón, pero pronto empezó a sentir una dulce ansiedad, una emoción de gitano nómada.

—¡Para siempre!… Esto hay que comprenderlo — susurró el maestro, pasándose la lengua por sus labios resecos y partidos. Prestó atención a todo lo que sucedía en su alma… Después de la emoción sentía una profunda y encarnizada ofensa. Pero no fue un sentimiento duradero; le sucedió una indiferencia orgullosa; por último, experimentó un presentimiento de la paz eterna.

El grupo de jinetes esperaba al maestro en silencio. Miraban la negra figura al borde del precipicio, que gesticulaba, levantaba la cabeza como queriendo atravesar con la vista toda la ciudad, ver más allá de sus límites, y luego apoyaba la barbilla en el pecho, estudiando la hierba pisoteada y mustia bajo sus pies.

El aburrido Popota interrumpió el silencio.

— Permítame, maître, que silbe antes de emprender la marcha.

— Puedes asustar a la dama — contestó Voland—, y además ya has hecho bastantes trastadas por hoy.

— Ay, no, messere — intervino Margarita, sentada en el sillín como una amazona, con una mano en la cintura y arrastrando la larga cola por el suelo—. Permítale que silbe. Siento una gran tristeza antes del viaje. ¿No le parece, messere, que es lo más natural, incluso sabiendo que al final del camino está la felicidad? Que nos haga reír, porque me temo que esto va a terminar con lágrimas y no me gustaría que emprendiéramos así el camino.