Voland le hizo una seña a Popota; éste se animó mucho, saltó del caballo, se metió los dedos en la boca, hinchó los carrillos y silbó. Margarita sintió un terrible zumbido en los oídos. Su caballo se encabritó, de los árboles empezaron a caer ramas secas, toda una manada de urracas y gorriones echó a volar, un remolino de polvo avanzó hacia el río y todos vieron que en un barco que pasaba junto al muelle varios pasajeros perdieron sus gorras, que cayeron al agua.
El maestro se estremeció; pero siguió de espaldas, gesticulando aún más, levantando los brazos hacia el cielo, como si estuviera amenazando a la ciudad. Popota miró alrededor, orgulloso.
— Has silbado, no lo niego — dijo Koróviev en tono condescendiente—, has silbado. Pero, como soy imparcial, te diré que el silbido te ha salido bastante regular.
— Es que no soy chantre — contestó Popota, inflado y digno, e inesperadamente guiñó un ojo a Margarita.
— Voy a intentar yo, para recordar los buenos tiempos — dijo Koróviev. Se frotó las manos y se sopló los dedos.
— Oye, ten ciudado — se oyó la voz severa de Voland desde su caballo—, sin causar destrozos.
— Créame, messere — respondió Koróviev, llevándose la mano al pecho—, es una broma, nada más que una broma… De pronto se irguió como si fuera de goma, formó con los dedos de la mano derecha una figura complicada, se enrolló como un tornillo y, desenrollándose de golpe, pegó un silbido.
Margarita no lo oyó, pero sí lo notó al salir disparada unos veinte metros con su caballo excitado. Un roble quedó arrancado de raíz y la tierra se cubrió de grietas hasta el mismo río. Un enorme trozo de orilla, con el muelle y un restaurante, cayó al agua.
El agua del río hirvió, subió y precipitó a la orilla de enfrente el barco con los pasajeros sanos y salvos. Un pájaro, muerto por el silbido de Fagot, cayó a los pies del caballo relinchante de Margarita.
El silbido asustó al maestro. Se echó las manos a la cabeza y corrió hacia el grupo de gente que le esperaba.
—¿Qué? —preguntó Voland desde su caballo—. ¿Se ha despedido?
— Sí —contestó el maestro ya calmado, dirigiéndole una mirada recta y valiente.
Entonces rodó por las montañas una voz terrible de trompeta, la voz de Voland:
—¡Es la hora! — le respondió el silbido agudo y la risa de Popota.
Arrancaron los caballos, y los jinetes, subiendo por el aire, emprendieron la marcha. Margarita sentía a su caballo rabioso roer y tirar de la embocadura. La capa de Voland se alzó sobre toda la cabalgata, cubriendo el cielo del atardecer. Cuando por un instante el velo negro se apartó hacia un lado, Margarita volvió la cabeza y pudo ver que no sólo ya no había torres de colores, sino que hacía mucho que había desaparecido también la ciudad.
32. EL PERDÓN Y EL AMPARO ETERNO
¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es la tierra al atardecer! ¡Qué misteriosa la niebla sobre los pantanos! El que haya errado mucho entre estas nieblas, el que haya volado por encima de esta tierra, llevando un peso superior a sus fuerzas, lo sabe muy bien. Lo sabe el cansado. Y sin ninguna pena abandona las nieblas de la tierra, sus pantanos y ríos, y se entrega con el corazón aliviado en manos de la muerte, sabiendo que sólo ella puede tranquilizarle.
Los mágicos caballos negros llevaban despacio a sus jinetes; y la noche, inevitable, les iba alcanzando. Al sentirla a sus espaldas, incluso el incan-sable Popota permanecía en silencio, volaba serio y callado, con la cola erizada, agarrando la silla con sus patas.
La noche cubría con su pañuelo negro los bosques y los prados, la noche encendía luces tristes abajo, en la lejanía, pero eran luces que ya no interesaban y no importaban al maestro y a Margarita, eran luces ajenas. La noche adelantaba la cabalgata, chorreaba desde arriba, vertiendo repentinamente unas manchas blancas de estrellas en el cielo entristecido.
La noche se espesaba, volaba junto a ellos, les tiraba de las capas, y arrancándolas de sus hombros, descubría los engaños. Cuando Margarita, bañada por el viento fresco, abrió los ojos, vio cómo cambiaba el aspecto de los que volaban hacia su fin. Y cuando desde el bosque surgió a su encuentro una luna llena y roja, todos los engaños desaparecieron, cayendo a los pantanos, y las vestiduras pasajeras de sortilegio se hundieron en la niebla.
En el que volaba junto a Voland, a la derecha de Margarita, sería difícil reconocer ahora a Koróviev-Fagot, el intérprete impostor del consejero misterioso que nunca había necesitado traducción. En lugar de aquél, que vestido con ropa destrozada de circo había abandonado los montes bajo el nombre de Koróviev-Fagot, cabalgaba, haciendo sonar las cadenas de oro de las riendas, un caballero color violeta oscuro, con cara lúgubre y taciturna. Con la barbilla hincada en el pecho, no miraba la luna, no se fijaba en la tierra, pensaba en algo suyo, avanzando junto a Voland.
—¿Por qué ha cambiado tanto? — preguntó Margarita a Voland con una voz tan baja, que se confundía con el silbido del viento.
— Una vez este caballero gastó una broma poco feliz — contestó Voland volviendo hacia Margarita su rostro con el ojo lleno de luz suave—. Compuso un juego de palabras, hablando de la luz y las tinieblas, que no era muy apropiado. Por eso tuvo que seguir gastando bromas mucho más tiempo de lo que esperaba. Pero esta noche se liquidan todas las cuentas. El caballero ha pagado y saldado la suya.
La noche arrancó la bonita cola de Popota y los mechones de su piel sembraban los pantanos. El gato que entretenía al príncipe de las tinieblas resultó ser un adolescente delgado, un demonio paje, el mejor bufón que nunca existiera en el mundo. Ahora se había apaciguado y volaba en silencio, con su rostro joven iluminado por la luz de la luna.
El último de la fila era Asaselo. Brillaba el acero de su armadura. La luna también había transformado su cara. Desapareció por completo el colmillo absurdo y espantoso, y los ojos torcidos se volvieron iguales, vacíos y negros; la cara blanca y fría. Ahora ofrecía su verdadero aspecto de demonio del desierto, demonio asesino.
Margarita no se veía a sí misma, pero pudo observar cómo había cambiado el maestro. A la luz de la luna su cabello era blanco, formando en la nuca una trenza que flotaba en el aire. Cuando el viento levantaba la capa descubriendo las piernas del maestro, Margarita veía cómo se encendían y apagaban las estrellas de sus espuelas. Igual que el joven demonio, el maestro volaba sin apartar la mirada de la luna, sonriéndole, como si fuera algo conocido y querido, y murmuraba entre dientes, según la costumbre que adquiriera en la habitación número 118.
El mismo Voland también había recobrado su aspecto verdadero. Margarita no podría decir de qué estaban hechas las riendas del caballo; pensaba que podrían ser cadenas de luna, y el caballo, simplemente una masa de tinieblas; su crin, una nube, y las espuelas del jinete, manchas blancas de estrellas.
Así volaron en silencio largo rato, hasta que empezó a transformarse el paisaje bajo sus pies.
Los bosques tristes se hundieron en la oscuridad de la tierra, tragándose las cuchillas opacas de los ríos. Abajo aparecieron grandes piedras iluminadas, y entre ellas, huecos negros, donde no penetraba la luz de la luna.
Voland detuvo el caballo en una cumbre pedregosa, plana y triste, y los jinetes avanzaron a paso lento, escuchando cómo las herraduras de los caballos aplastaban el sílice y las rocas. La luna bañaba la planicie con luz fuerte y verdosa. Margarita descubrió un sillón y la figura blanca de un hombre sentado. El hombre parecía sordo o demasiado absorto en sus pensamientos. No oía el temblor de la tierra bajo el peso de los caballos, y los jinetes se le fueron acercando sin atraer su atención.