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La luna ayudaba a Margarita, alumbrando mejor que cualquier luz eléctrica, y la mujer pudo ver cómo aquel hombre sentado extendía sus brazos y clavaba sus ojos ciegos en el disco de la luna. Ahora Margarita veía que junto al pesado sillón de piedra yacía un perro oscuro, enorme, con las orejas afiladas, que miraba con inquietud a la luna igual que su dueño. A los pies del hombre había un jarrón hecho pedazos y un charco rojo oscuro, que nunca se secaba.

Los jinetes detuvieron los caballos.

— Su novela ha sido leída — habló Voland, volviéndose hacia el maestro—, y solamente han dicho que por desgracia no está terminada. Yo quería enseñarle a su héroe. Lleva cerca de dos mil años sentado en esta plazoleta, durmiendo, pero cuando hay luna llena, como puede ver, sufre terribles insomnios. También sufre su fiel guardián, el perro. Si es verdad que la cobardía es el peor vicio, el perro no es culpable. Lo único que temía este valiente perro era la tormenta. Pero el que ama, tiene que compartir el destino de aquel a quien ama.

—¿Qué dice? — preguntó Margarita, y una sombra de compasión cubrió su rostro tranquilo.

— Dice siempre lo mismo — respondió Voland—. Dice que ni siquiera con la luna descansa y que no le gusta su trabajo. Eso dice siempre que no está dormido, y cuando duerme ve lo mismo: un camino de luna por el que quiere irse para hablar con el detenido Ga-Nozri, porque, según dice, no acabó de hablar con él entonces, hace mucho tiempo, el día catorce del mes primaveral Nisán. Pero nunca consigue salir a ese camino y nadie se le acerca. Entonces, ¿qué puede hacer? Habla consigo mismo. Bueno, naturalmente, a veces necesita alguna variante y muchas veces añade a sus palabras sobre la luna que lo que más odia en este mundo es su inmortalidad y su fama inaudita. Asegura que cambiaría encantado su suerte por la del vagabundo harapiento Leví Mateo.

— Doce mil lunas por una, hace tanto tiempo, ¿no es demasiado? — preguntó Margarita.

—¿Qué? ¿Se repite la historia de Frida? — dijo Voland—. No, Margarita, esta vez no se moleste. Todo será como tiene que ser, así está hecho el mundo.

—¡Suéltelo! — gritó de pronto Margarita con voz estridente, como gritaba cuando era bruja. Una piedra se desprendió con el grito y empezó a rodar por los resaltos, cubriendo las montañas con un ruido estrepitoso. Pero Margarita no podría decir qué había provocado aquel ruido: si la caída o la risa de Satanás. Voland reía mostrando a Margarita:

— No grite en las montañas, él está acostumbrado a los desprendimientos y no le molestan. Usted no tiene que pedir por él, Margarita, porque ya lo hizo aquel con el que tanto quiere hablar — entonces Voland se volvió al maestro—: Bien, ¡ahora puede terminar su novela con una frase!

El maestro parecía esperarlo, mientras estaba inmóvil mirando al procurador. Puso las manos en forma de altavoz y gritó; el eco saltó por las montañas desiertas y peladas:

—¡Libre! ¡libre! ¡Te está esperando!

Las montañas convirtieron la voz del maestro en truenos, que las destruyeron. Los malditos muros de roca se derribaron. Sobre el abismo negro, que se había tragado los muros, se iluminó una ciudad inmensa donde unos ídolos dorados y relucientes dominaban el frondoso jardín, crecido durante muchos miles de lunas. El camino de luna, esperado por el procurador, se extendió hacia el jardín, y el perro de orejas afiladas echó a correr por el camino el primero. El hombre de manto blanco forrado de rojo sangre se levantó de su sillón y gritó algo con voz ronca y cortada. No se podía comprender si lloraba o reía, ni qué había dicho. Se le vio correr por el sendero de luna, siguiendo a su fiel guardián.

—¿Y yo?… ¿También le sigo? — preguntó el maestro intranquilo, cogiendo las riendas.

— No — contestó Voland—, ¿para qué seguir las huellas de lo que ya ha acabado?

— Entonces, ¿hacia allá? —preguntó el maestro, volviéndose atrás, donde había surgido la ciudad recién abandonada con las torres de alajú del monasterio, con el sol hecho pedazos en los cristales.

— Tampoco — respondió Voland, y su voz se espesó y flotó por las rocas—: ¡Romántico maestro! Aquel con el que tanto ansia hablar, el héroe inventado por usted, ha leído su novela — Voland se volvió hacia Margarita—: ¡Margarita Nikoláyevna! No puedo dudar de que usted haya intentado conseguir para el maestro el mejor futuro, pero le aseguro que lo que yo les quiero ofrecer y lo que ha pedido para usted Joshuá ¡es mucho mejor! Déjelos solos — decía Voland, inclinándose hacia el maestro y señalando al procurador, que se alejaba—. No vamos a molestarles. Puede que lleguen a un acuerdo — Voland agitó la mano en dirección de Jershalaím y la ciudad se apagó—. Tampoco allí —Voland señaló hacia atrás—. ¿Qué van a hacer en el sótano? — se apagó el sol quebrado en los cristales—. ¿Para qué? —seguía Voland con voz convincente y suave—. ¡Oh, tres veces romántico maestro! ¿No dirá que no le gustaría pasear con su amada bajo los cerezos en flor y por las tardes escuchar música de Schubert? ¿No le gustaría, como Fausto, estar sobre una retorta con la esperanza de crear un nuevo homúnculo? ¡Allí irá usted! Allí le espera una casa con un viejo criado, las velas ya están encendidas y pronto se apagarán, porque en seguida llegará el amanecer. ¡Por ese camino, maestro, por ese camino! ¡Adiós, ya es hora de que me marche!

—¡Adiós! — contestaron a la vez el maestro y Margarita. Entonces el negro Voland, sin escoger camino, se precipitó al vacío, seguido de su séquito. Todo desapareció: las rocas, la plazoleta, el camino de luna y Jershalaím. También desaparecieron los caballos negros. El maestro y Margarita vieron el prometido amanecer, que sustituyó la luna de medianoche. El maestro y su amiga iban, con el resplandor de los primeros rayos de la mañana, por un puentecillo de piedra musgosa que atravesaba un arroyo. El puente quedó detrás de los fieles amantes, que recorrían ya un camino de arena.

— Escucha el silencio — decía Margarita al maestro, y la arena susurraba bajo sus pies descalzos—, escucha y disfruta del silencio. Mira, ahí delante está tu casa eterna, que te han dado en premio. Ya veo la ventana veneciana y una parra que sube hasta el tejado. Ésta es tu casa, tu casa eterna. Sé que por la tarde te irán a ver aquellos a quien tú quieres, quienes te interesan y no te molestan nunca. Tocarán música y cantarán para ti y ya verás qué luz hay en la habitación cuando arden las velas.

«Dormirás con tu gorro mugriento de siempre, te dormirás con una sonrisa en los labios. El sueño te hará más fuerte y serás muy sabio. Y ya no podrás echarme. Yo guardaré tu sueno.

Así hablaba Margarita, yendo con el maestro hacia su casa eterna, y al maestro le parecía que las palabras de Margarita fluían como el arroyo que habían dejado atrás, y su memoria, intranquila, como pinchada con agujas, empezó a apagarse. Alguien dejaba libre al maestro, igual que él acababa de liberar a su héroe creado, que había desaparecido en el abismo, que se había ido irrevocablemente, el hijo del rey astrólogo, perdonado en la noche del sábado al domingo, el cruel quinto procurador de Judea, el jinete Poncio Pilatos.

EPÍLOGO

Pero ¿qué había pasado en Moscú desde aquella tarde del sábado, en que Voland abandonó la capital durante la puesta del sol, desapareciendo con su séquito por los montes del Gorrión?

Ni que decir tiene que durante mucho tiempo toda la capital estuvo impregnada por un pesado murmullo de rumores increíbles, que se propagaron con gran rapidez a los lugares más apartados de las provincias. No merece la pena repetirlos.

El que escribe estas líneas verídicas oyó personalmente en un tren que se dirigía a Feodosia el relato de cómo en Moscú dos mil personas habían salido del teatro completamente desnudas, en el sentido literal de la pa-labra, y con esa pinta tuvieron que irse a sus casas en taxis.