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Autor: Teodoro, Ezequiel

©2011, Entrelineas Editores

ISBN: 9788498025170

Generado con: QualityEbook v0.37

Generado por: Selubri, 18/05/2012

Bujará (Persia). Año 1004. Avicena escribe con firmeza sobre un pedazo de piel. Al acabar, levanta la barbilla y sonríe a las decenas de miles de libros que le rodean en la Gran Biblioteca. Ha terminado su obra más brillante. Y también la más peligrosa.

Madrid (España). Año 2011. El médico español Simón Salvatierra recibe una terrible noticia: su esposa ha sido secuestrada por Al-Qaeda mientras investigaba un manuscrito milenario.

Una vertiginosa aventura a través de los siglos protagonizada por cruzados, masones, espías y terroristas. Y un codiciado poder que podría redimir o aniquilar a la humanidad.

Ezequiel Teodoro nació en Ceuta y es periodista desde hace dieciséis años.

Ha cultivado el relato breve desde la adolescencia, publicando en una lección de relatos de la Escola d'Escriptura del Ateneu barcelonés y en diversas páginas literarias de Internet.

Desde que inició su andadura profesional ha trabajado o colaborado en distintos medios de comunicación de carácter local y nacional (El Periódico de Ceuta, COPE, El Faro de Ceuta, El Pueblo de Ceuta, Europa Press, así como en distintas revistas de información).

En los últimos años ha ejercido su profesión en el Gabinete de Prensa del Ministerio de Fomento.

El Manuscrito de Avicena es su primera novela.

A la memoria de mi padre.

«Aunque los caminos de la búsqueda

son numerosos,

la búsqueda es siempre la misma».

YALAL AD-DIN MUHAMMAD RUMI

Trece muyahidines afganos escoltaban a Osama Bin Laden y Aymán AI-Zawahiri a través de un laberinto de cuevas. Se internaban en una red angosta de galerías iluminados por las antorchas que portaban dos de los muyahidines. Osama detenía al grupo de tanto en tanto. Entonces, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, se demoraba perezosamente pretextando que había que comprobar si les seguían, luego ceñía contra su cuerpo el viejo kalashnikov que colgaba del hombro y proseguían su marcha con paso cansado.

A veces alguna bomba solitaria rompía sobre sus cabezas, y en esos momentos de inquietud se replegaban sobre sí mismos atemorizados por la vibración de la tierra, alguno de ellos con un murmullo de oración en los labios y el sudor empapando las axilas.

El ejército de la Alianza del Norte los había acorralado horas antes en las montañas de Kunar en un ataque sorpresa con B-52 norteamericanos; los aviones comenzaron a arrojar toneladas de proyectiles a las cinco de la madrugada y aún no les permitían un respiro.

Los ojos de Osama, de mirada autoritaria y color del desierto, se movían inquietos en todas direcciones. Aymán se fijó de repente en él. La chaqueta de camuflaje le sobraba por todas partes, sus labios habían perdido la humedad hasta no ser más que unos pliegues resecos bajo su ancha nariz, arrastraba los pies con dificultad. La admiración por él le venía de los tiempos de la lucha contra los soviéticos, de aquellas frías noches afganas, cuando ambos fumaban del narguile envueltos en mantas de pelo de camello y hablaban con pasión del único Dios verdadero y del día en el que los hombres acogerían las enseñanzas de Mahoma.

—¿Está todo preparado?

La pregunta de Osama le pilló por sorpresa.

—¿Todo?

—La operación.

Aymán reflexionó unos segundos y se detuvo sujetando del brazo a Osama.

—Hermano, todo está listo en Pakistán, pero...

—No quiero saberlo. En cuanto salgamos de aquí arregla lo que sea.

Aymán asintió. Conocía lo bastante a Osama como para saber que no valía la pena replicar.

El terreno se volvía menos irregular a medida que abandonaban el interior de la montaña. Los dos terroristas respiraban con visible esfuerzo, aún así apretaron el paso al intuir una oscuridad menos densa unos metros por delante.

—¿Cómo llegó a ti?

Aymán se detuvo en los ojos de su jefe. No era la primera vez que le hacía esa pregunta.

—Hermano, confía en mí.

Osama hizo el ademán de contener sus pasos aunque siguió caminando. Aymán sonrió. Desde la primera vez que le habló del poder no ha habido momento en que esa pregunta no rondase entre los dos; Aymán, sin embargo, mantuvo su silencio terco todo este tiempo.

—Hermano, si lo tenemos de nuestro lado los infieles no encontrarán dónde esconderse. ¿Te hace falta más?

Su jefe gruñó un no fatigado.

—Osama, tú proporcióname los recursos y yo te entregaré a Occidente.

Un móvil vibra en el asiento del copiloto de un todoterreno. Una llamada, dos llamadas, tres llamadas. Nadie contesta. El teléfono se desplaza por la vibración hasta caer bajo el asiento, la pantalla se ilumina y en el buzón de entrada se despliega un mensaje. Ayúdame, Simón. Me han encontrado.

Pasaban unos minutos de las nueve de la mañana. En el maletero de un todoterreno cuatro maletas y un bolso de viaje ocupaban todo el espacio, excepto un hueco de veinte centímetros de lado y diez de ancho estratégicamente situado entre el equipaje. La puerta del maletero permanecía levantada aunque el doctor Salvatierra continuaba en el interior de la casa. A esa hora los vecinos ya se habían consagrado a sus oficinas y sus hijos se instruían en los colegios, y únicamente pululaban por la urbanización el conserje y el jardinero. No había de qué preocuparse. El sol calentaba poco, con todo hacía semanas que Madrid abandonó un invierno de gélidas temperaturas y, desde el coche hasta la entrada de la casa, un reguero de flores a medio abrir ofrecían ya sus fragancias. El doctor tardaba en salir. En ese instante comprobaba la última habitación antes de cerrar las ventanas, bajar las persianas y conectar el sistema de vigilancia; cinco meses era mucho tiempo, no le apetecía olvidar una luz encendida o el gas abierto, tampoco deseaba mantener la más mínima duda de que todo estaba correcto.

Apagó la última luz y cerró la puerta con doble vuelta, alojó luego una cámara de video en el hueco del maletero y se puso al volante. Después de arrancar metió primera lentamente y pisó con miedo el acelerador, ¿estaba seguro de querer emprender este viaje? El todoterreno se deslizó hacia delante con fuerza, como una fiera a la que hubiera que refrenar. Lo había alquilado la tarde anterior pues su viejo Seat León con toda seguridad expiraría antes de divisar San Petersburgo. Cambió de marcha y jugó un poco con el acelerador para acostumbrarse al coche, por las calles de la urbanización no se veía nadie a esa hora.

El día que Silvia se marchó también era casi primavera, también circularon por las calles solitarias de la urbanización camino de la salida, y también había silencio en la despedida. Era la misma mañana aun cuando en el fondo era distinta. El doctor conducía su Seat aferrado al volante, Silvia, en el asiento del copiloto, se mantenía seria aunque sus ojos brillaban. Hacía tiempo que no brillaban así, el doctor lo sabía y ese mismo conocimiento lo sentía en el estómago como un cuchillo frío.