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—Si han usado este artilugio, que vale una fortuna, podrán dar con usted en un hotel.

—De acuerdo, de acuerdo. Si sólo queda esa alternativa, iré a su casa, pero no querría causarle problemas.

—Vivo solo, así que no molestara a nadie más que a mí mismo

—Entonces se fijó en su anillo.

—¿Solo?

—¡Solo!, ¿alguna cuestión más o podemos irnos antes de que aparezcan más bichos de estos? —Después, sin esperar respuesta, se dirigió a la puerta—. Coja lo imprescindible, una mochila será suficiente.

Durante el camino Alex se mantuvo en silencio. Estaba asustada, más asustada de lo que jamás había estado en su vida, y ni siquiera contaba con su padre para protegerla. El policía hizo algunas llamadas desde el móvil para averiguar de dónde procedía el robot, si bien poca información relevante consiguió. Fue construido en Inglaterra, lo utiliza el MI6 aunque se puede comprar con facilidad en el mercado negro, cualquiera podría haberlo enviado. No significaba más que un callejón sin salida.

—¿Su padre?

—¿Mi padre qué?

—Me dijo que trabaja en el extranjero y no sé mucho más de él.

—Es filólogo especializado en lenguas muertas, y vive en San Petersburgo desde hace dos años, poco más le puedo contar.

El inspector miraba de vez en cuando por el retrovisor.

—¿Y qué hace en Rusia?

—No me ha explicado mucho de su trabajo. —Brian Anderson, el padre de Alex, viajaba frecuentemente por todo el mundo para analizar jeroglíficos y lenguas que pocos podían comprender. A Alex le encantaba su pasión por el pasado, una pasión que había intentado transmitirle a ella desde muy pequeña. A veces aprovechaba las vacaciones de verano para llevarla a países exóticos como Egipto, Turquía o la India—. Ahora que lo pienso, en estos dos últimos años no me ha explicado absolutamente nada de su investigación.

—Quizá no lo considere interesante o tal vez no se haya dado el caso.

Alex le contempló con los ojos enrojecidos. Ya sobrellevaba a duras penas su cansancio.

—No, no es eso. —Hizo un esfuerzo de memoria y trató de recordar los encuentros de ambos desde que él se marchara a San Petersburgo. En todo este tiempo le había preguntado en varias ocasiones por el trabajo, y él siempre consiguió desviar la cuestión. No se había dado cuenta, ahora veía claro que mantuvo ocultos los detalles de su investigación—. Algo no encaja.

—Tal vez pueda residir ahí la causa de lo que sucede.

—¡Es una idea absurda! Espero que no pierda un segundo en ella —le cortó Alex.

—No se altere. No digo que su padre sea responsable de estos incidentes, aunque no perdemos nada si nos ponemos en contacto con él.

Alex presentía que no andaba lejos de la verdad, sin embargo no estaba dispuesta a aceptarlo. Cruzó los brazos y desvió la mirada hacia la calle. El coche desfilaba ante unas casas de dos plantas de ladrillo rojo y techo a dos aguas, con jardín y garaje, circulaba en ese momento por una urbanización de viviendas unifamiliares a las afueras de Londres. Para no estar casado el inspector vivía en una zona muy familiar. Las farolas alumbraban las aceras solitarias, la mayoría de las ventanas permanecían iluminadas, aún era temprano.

Llegaron a casa de Jeff en unos minutos. El policía le mostró el baño y la habitación donde ella dormiría, a continuación la dejó en la cocina. Allí Alex descubrió algo de pan, un par de lonchas de bacón y un huevo duro, además de varias botellas de cerveza. Aquella magra cantidad le confundía aún más, ¿acaso se había divorciado? Se sentó en un banco alto de madera y comió con voracidad, apenas había probado bocado desde el día antes.

Jeff regresó después de haberse dado una ducha y cogió dos cervezas. Ninguno de los dos trató de iniciar una conversación, el policía le deseó buenas noches y se marchó a su cuarto, y ella, acabado el sándwich, se aseó en el baño y se dirigió a la habitación que le había mostrado Jeff. Era un cuarto con dos camas y fotos en las paredes de una niña y un niño, de unos ocho o diez años. A los pies de las camas se topó con una pizarra con la frase Papá te quiero y una caja rectangular, supuso que para los juguetes. Aquella habitación creada para ser ocupada por niños parecía un santuario vacío. Se acostó en la cama más cercana a la puerta sin quitarse la ropa, la almohada olía a colonia infantil, y enseguida se durmió.

El inspector daba vueltas en su cama. Hacía calor para la estación, se destapó y echó una ojeada al reloj de la mesilla de noche: las dos. Ya parecía una costumbre resistirse al sueño hasta bien entrada la madrugada, sería mejor levantarse y tomar algo fresco, luego trataría de dormir. ¿Cómo se había metido en este lío? Hacía meses que se dejaba remolcar por sus piernas hasta la comisaría sin poner el menor interés en nada, hoy, sin embargo, esta historia le atrapaba... Se sentó en la cama y buscó a tientas las zapatillas, tirando las dos botellas de cerveza que había arrojado al suelo después de vaciar su contenido en un par de tragos. El ruido quedó amortiguado por la moqueta.

Abrió un armario de la cocina y agarró una botella medio vacía de Jack Daniel's, cuando vivía con su mujer y sus hijos no guardaba en casa ni gota de alcohol, ni siquiera para celebraciones. Se llevó la botella a los labios y un golpe sordo le interrumpió. ¿Alex? No podía ser, el ruido procedía del jardín. Apagó la luz de la cocina, se acercó a una ventana y apartó unos centímetros la cortina, las dos farolas más cercanas a la casa no estaban encendidas. Maldijo, se hallaban en perfectas condiciones cuando aparcaron el coche. Desde donde se encontraba no podía divisar la puerta trasera, se acercó a otra ventana y echó un vistazo; una sombra se interpuso entre él y la luna.

El doctor Salvatierra se desabrochó el reloj de pulsera, lo soltó sobre el mármol del lavabo y metió las manos bajo el agua. Estaba fría, más fría que en Madrid, aunque la sensación de frescura le venía bien. Se mojó la cara y la nuca, cogió una toalla y se secó con cuidado. ¿Qué hora era? Las seis y veinte. Habían transcurrido cuatro horas desde el incidente con los árabes, sin embargo parecían mil años. En esas cuatro horas estuvo a punto de morir en dos ocasiones, ¿qué sería lo próximo? Se sentó en el filo de la bañera, estaba derrotado, y recordó a Javier. Sin él no lo habría conseguido. Fue una suerte su ocurrencia, levantarse y echar a correr de aquellos hombres les salvó a ambos. El médico pensó en ello detenidamente. El joven supo ser valiente, atrajo su atención y les obligó a perseguirle, desde luego, comprendió, pudieron emplear sus pistolas, aunque no lo hicieron.

Hizo memoria. Las imágenes del momento se volvían confusas. Primero Javier huyó, después le siguieron los dos árabes y, por último, un coche irrumpió en la calle a toda velocidad con unos individuos, concretamente tres, que también portaban armas. El médico no presenció todo el espectáculo, luego lo tuvo que ir reconstruyendo como un pequeño rompecabezas, con piezas de aquí y de allá, propias o de Javier, que le relató aquello que se perdió desde su escondite.

El joven salió desde detrás del seto, gritó, saltó a la acera y huyó hasta alcanzar una esquina de la calle. El doctor Salvatierra lo atribuyó en un primer momento a un acceso de locura, pues no podía ser de otra manera, a nadie en su sano juicio se le ocurre. Pero Javier lo hizo, corrió y corrió esperando que en cualquier momento le alcanzara una bala, sin embargo no le dispararon. Los dos árabes se mostraron desconcertados unos segundos y acto seguido iniciaron la persecución, alejándose del jardín y del refugio del médico. En aquel instante el doctor se levantó con precaución y los vio de espaldas, fue entonces cuando por el otro lado de la calle apareció un Renault Laguna a gran velocidad. A partir de ahí se produjo un intercambio de disparos entre los árabes y los hombres del interior del coche; afortunadamente justo al comenzar los tiros Javier desapareció por la esquina y el médico se arrojó al suelo tras el seto.