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—Estás siendo un buen amigo, Javier.

—No digas eso, cualquiera haría lo mismo.

El médico lo negó.

—He vuelto al coche.

El doctor Salvatierra se medio incorporó asustado.

—No te preocupes, he ido con cuidado. Necesitaba recoger algunas cosas, una maleta y algo de ropa, y tu documentación, estaba en la guantera.

El médico se volvió a tender y cerró los ojos.

—Hay algo más.

—¿Has llamado a la policía?

—He encontrado tu móvil.

En ese instante se levantó de forma atropellada lastimándose en el torso, aunque no se detuvo a pensar en ello, le quitó a Javier el móvil le las manos y trasteó los botones para encontrar el número de Silvia, in embargo la pantalla del teléfono no se encendía. Continuó unos segundos más pulsando teclas hasta que Javier le detuvo.

—Está apagado, creo que se ha quedado sin batería.

—¿Y el cargador?

—¿Qué cargador?

—Estaba en la maleta.

El joven se precipitó hacia la entrada del piso y regresó con una maleta de cuero rojizo.

—¿En esta?

—Sí, sí. —Se la arrebató, la abrió ansioso y rebuscó entra la ropa hasta dar con un pequeño cargador negro.

Fueron unos minutos intensos. Los dos esperaban impacientes a que el móvil se encendiera pero parecía que el tiempo se hubiera detenido y las cosas sucedieran a cámara lenta. Por fin la pantalla se iluminó con una luz verdosa. Dos mensajes nuevos de llamadas perdidas, dos llamadas perdidas de Silvia y un mensaje leído, que sin embargo el médico no había visto hasta ahora: Ayúdame, Simón. Me han encontrado.

El Renault Laguna esperaba con las ventanillas bajadas frente a un dispensario de un coqueto y diminuto pueblo francés. Cualquiera que se detuviera a observarlo advertiría unos agujeros redondos de escasas dimensiones en el capó, concretamente cuatro, y dos más en una de las puertas, además en el asiento del copiloto había rastros de sangre, también en el asiento trasero. Parecía que sus ocupantes hubieran abandonado el coche con prisas porque lo estacionaron de cualquier manera, el morro apuntaba al bordillo en un ángulo de inclinación de al menos treinta grados cuando el resto de vehículos se encontraba dispuesto en fila. Un policía de la gendarmería francesa sacó su libreta de sanciones. Cuando había rellenado la mitad de la multa se detuvo, hasta ese instante no se había percatado de la sangre. Se acercó a la ventanilla del copiloto, palpó el asiento con dos dedos y se los miró, se habían manchado, después descubrió un revólver en el piso del coche delante del asiento.

En ese momento tres hombres salieron del dispensario, uno de ellos caminaba apoyado en los hombros de los otros dos, había restos de sangre en su pierna derecha; otro tenía el brazo vendado y en la venda también podían verse manchas de sangre. El policía arrojó al suelo la libreta de multas y extrajo su arma con cuidado.

Messieurs, restez oû vous êtes, s'il vous plaît.

Los tres se detuvieron.

Evadez-vous de la porte. Break it up et levez vos mains. —El agente movió ostensiblemente su pistola y los tres alzaron los brazos y se separaron.

Se miraron resignados.

—Es tiempo de explicaciones —admitió el hombre de la pierna herida.

—Creo que es hora de que aclaremos algunas cosas.

El doctor no oía a Javier. Se mantenía echado en el sofá, el mensaje de Silvia constituyó una fuerte conmoción. La herida se había abierto y sangraba débilmente, aunque al médico parecía no importarle; se acurrucó y permaneció un rato como si hubiera entrado en una especie de letargo abotargado. ¿Dónde está Silvia? ¿También como David? ¿Qué ocurre? En su mente las preguntas se hacinaban sin encontrar respuestas, y Javier no podía ayudarle, nadie podía ayudarle. Una arcada le obligó a incorporarse, vomitó un líquido amarillento sobre la moqueta y reposó de nuevo la cabeza sobre el brazo del sillón sin siquiera tratar de asearse la boca y la barbilla en una actitud de abandono de sí mismo que Javier contemplaba preocupado.

—Doctor, todo tiene solución, ya verás como todo tiene solución. No estás solo, hay muchas personas que están trabajando, no te encuentras solo.

El médico le miraba sin comprender realmente. ¿Hay muchas personas trabajando? ¿Quiénes, para qué? El dolor del abdomen le impedía pensar con precisión, se palpó la herida, sangra demasiado; en ese instante comprendió que debía hacer un esfuerzo porque si no acabaría muriendo desangrado, alzó una mano hacia Javier y éste le ayudó a levantarse, luego se irguió levemente y sintió una punzada de dolor que le atravesó el estómago y alcanzó la columna vertebral.

—¡Maldita sea!

—Tranquilo doctor, no te empeñes en sacrificios inútiles. Si no puedes caminar, avisaré a alguien.

—No, no. Tú mismo lo dijiste, no sabemos en quien confiar. Creo que yo podré... —Se apoyó en Javier— si tú me ayudas...

—Ok, ok. ¿Dónde vamos?

—Al baño, aún queda suficiente hilo y agua oxigenada, podré, creo que podré...

Al poco rato el médico volvía a estar recostado en el sofá. Se había cosido de nuevo la herida y la había desinfectado, lo único que le hacía falta eran calmantes; Javier se había ofrecido para ir a comprarlos, confiaba en que anduviese con cuidado, esos tipos del coche negro iban en serio. ¿A qué se refería cuando dijo que había mucha gente trabajando? Debía preguntárselo en cuanto llegara. Todo estaba resultando muy extraño. ¿Dónde estará Silvia? Cuando descubrió el mensaje, el doctor Salvatierra no acertó a actuar, fue Javier quien le arrebató el móvil, buscó el número de Silvia y la llamó. Sin embargo, por respuesta sólo recibió una comunicación de la compañía que advertía que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.

—Creo que estos te servirán, ¿no?

El joven acababa de regresar con una bolsa surtida: antibióticos en cápsula y líquidos, calmantes, vendas, esparadrapos, puntos de sutura, jeringuillas, etc. Por suerte el herido era médico.

—Preguntaron si era para completar un botiquín de primeros auxilios del ejército. Debe de haber algún cuartel francés por aquí cerca.

El médico tomó un par de calmantes y se los tragó sin agua. Después miró a Javier a los ojos.

—¿A qué te referías antes?

—¿Antes?

—Cuando decías que había mucha gente trabajando.

El joven carraspeó y guardó silencio, daba la impresión de que no se atrevía a hablar.

—Responde Javier.

Javier le observaba como si tratara de averiguar hasta qué punto podía abrirse al médico. Se acarició la mejilla izquierda, donde exhibía una leve magulladura, nada importante, suspiró ruidosamente y comenzó.

—Hace tiempo que esos árabes te vienen siguiendo.

El médico palideció. ¡¿Qué está pasando?!

—Hace seis meses, en uno de los controles rutinarios de agentes del Cuerpo Nacional de Policía detectamos a dos terroristas de Al-Qaeda en nuestro país. Siguiendo el protocolo preestablecido informaron al Cuerpo Nacional de Inteligencia, y varios de sus miembros fueron designados para emprender un seguimiento discreto de estos terroristas. Se trataba de conocer sus intenciones antes de que cometieran cualquier tipo de acto delictivo, por si se conseguía desactivar toda una red. En pocos días se constató que ellos a su vez habían montado un operativo de seguimiento; al principio se pensó que estaba relacionado con la empresa farmacéutica con la que colaboras de tanto en tanto, con McCalister, pero unas semanas después en el CNI estaban seguros de que únicamente estaban interesados en ti.

Al médico se le fueron las manos a la cabeza en un gesto apesadumbrado.