—¿Mi hijo? Pero qué demonios...
—Sabemos mucho de usted, no se crea que venimos con los ojos cerrados. Usted nació el 28 de abril de 1958, fue criado en Madrid. Estudió Medicina en la Complutense, por sus notas podría haber escogido una especialidad más importante, pero eligió Medicina de Familia, tal vez porque nunca ha sido ambicioso; su mujer sí, ¿verdad? A Silvia Costa la conoció en la universidad. Al terminar la carrera de Física se marchó a Estados Unidos para completar sus estudios y regresó con una amplia formación. Se casaron y se establecieron en Madrid. Después ella obtuvo una plaza de investigadora en el CSIC, pero constantemente trabaja en proyectos internacionales. Bueno, hasta hace cuatro años, cuando lo de su hijo David.
El médico forcejeó con las esposas sin conseguir nada.
—¡¿Qué sabe de mi hijo?!
—No podemos contarle nada. No podemos... de momento. Usted me ayuda a mí y yo le ayudo a usted; ya sabe, una mano lava a la otra. Sólo tiene que proporcionarnos algún dato acerca del paradero de su mujer. ¿Dónde se ha escondido en los últimos días?
—¿Escondido? ¿Cree usted que yo le puedo ayudar? ¡No puedo ni ayudarme a mí mismo!
—Sí que puede, usted es la única persona en quien confía Silvia Costa y me va...
Lemaire interrumpió la frase.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado en la sala de interrogatorios?
—Comisaria, soy el inspector Óscar Elorriaga del Cuerpo Nacional de Policía de España. He intentado ponerme en contacto con usted pero me ha sido imposible. Uno de sus hombres me indicó que estaría por aquí, encontré la puerta abierta y me he permitido entrar. Espero que disculpe mi intromisión, no pretendía ofenderla.
—No crea nada. Me ha amenazado con dañar a mi familia si no le contaba yo no sé qué...,
—No le haga caso. Este hombre forma parte de una organización que se dedica al tráfico de órganos para trasplantes. Íbamos tras su pista desde hace dos años aunque, he de confesar, ésta es la primera vez que nos enfrentamos a él cara a cara. Estábamos a punto de cazarlo hace unas horas y se nos escabulló después de provocar un accidente —explicó el recién llegado a la policía francesa.
—Yo no he provocado nada... Ha sido un problema del automóvil...
—¿Tiene usted alguna identificación? —preguntó la comisaria.
—Por supuesto. Aquí tiene mi placa y una orden de detención para el doctor. Cuando quiera puede ponerse en contacto con mis superiores en Madrid y le corroborarán mi historia.
—No le quepa la menor duda, lo haré inmediatamente. Mientras tanto, le sugiero que espere en mi despacho. Es el segundo a la derecha.
—Lamento decirle que no puedo esperar. Sabe perfectamente que ni usted ni yo debemos contravenir una orden de detención internacional. He de trasladar a su detenido y al joven que lo acompaña.
—Me niego a marcharme con usted —exclamó el médico súbitamente—. Comisaria, confíe en mí... Este policía no es lo que aparenta... —Parecía a punto de sufrir un colapso nervioso—. Sé que hasta ahora le he contado una historia un poco inverosímil, pero estoy dispuesto a empezar de nuevo si impide que me vaya con él.
Lemaire dudó unos segundos y finalmente se inclinó por obedecer el mandato que detentaba el inspector español.
—Puede hacerse cargo de ellos, aunque antes haré esa llamada. ¿De acuerdo? —Dijo dirigiéndose a Elorriaga.
—Lo comprendo, yo hubiera actuado de la misma manera.
—Está cometiendo un grave error —advirtió el médico con síntomas de abatimiento en la voz.
—Acompáñeme, debe rellenar una serie de formularios en la intranet del departamento —apuntó la comisaria dando por terminado el interrogatorio.
—Desde luego. —El inspector sonrió al cerrar la puerta.
El médico luchó de nuevo con las esposas. ¿Qué está pasando? David continuaba vivo, el policía conoce su paradero. Trató de incorporarse pero las esposas no se lo permitían. Forcejeó hasta derrumbarse en la silla extenuado y luego apretó los puños; estaba convencido de que no iba a escapar bien de todo aquello, no podía hacer nada para salir de allí ni para contactar con su mujer. ¿Y David? ¿Cómo sabían de él? ¿En qué estaban metidos? Un montón de preguntas se agitaban en la marejada de sus pensamientos.
Los dos policías regresaron. Lemaire había comprobado la veracidad de la información y ahora debía entregar al médico y al joven pese a las reiteradas protestas del doctor. El agente español sonrió sin pudor al mirar al médico, después le sacó de la sala; el doctor temblaba, había algo en ese hombre que le repugnaba.
Coincidió en la puerta de la comisaría con Javier; como él, había sido esposado y era escoltado hacia la calle. El médico respiraba agitadamente. La herida del abdomen volvía a molestarle, se mordió los labios por el dolor. Sabía que los puntos podrían abrirse con el esfuerzo y no podía hacer nada por evitarlo.
Javier intentó transmitirle confianza con un gesto, pero el doctor mantenía apoyada la barbilla en su pecho y la mirada taciturna, las fuerzas le abandonaban por momentos. Se dirigieron a un vehículo estacionado a unos metros, caminaban despacio, avanzando a base de los empujones de sus guardianes. La comisaria contemplaba la escena desde una ventana. Su intuición le advertía sobre esos policías, no sería la primera vez que unos individuos se colaban en una instalación policial para secuestrar a unos detenidos. El trato de los agentes hacia los detenidos era rudo, demasiado para ser policías, aunque eran españoles, y todos conocían en Francia sus métodos, pensaba la comisaria. De todos modos, algo no se ajustaba. Recordó en ese momento la grabación de la sala de interrogatorios y tecleó una contraseña en su PDA, quince segundos más tarde corrió hacia la salida.
—¡Detenedlos! ¡Detenedlos! —El video confirmaba las palabras del doctor. Evidentemente no era agentes españoles.
Intentó alcanzarlos antes de que huyeran, sin embargo la rapidez con la que actuó no fue suficiente, cuando alcanzó el aparcamiento los secuestradores ya arrancaban. Poco después el automóvil desapareció por las calles de París. A Lemaire sólo le restaba dictar una orden de busca y captura y sentarse, derrumbada, en su despacho. Estaba furiosa consigo misma, primero la habían ninguneado desde Londres y ahora engañado aquí, en su propia comisaría.
Dos minutos después de iniciada la marcha, el vehículo abandonaba París y se adentraba en la A-4 en dirección a Reims. Los supuestos policías españoles se mantenían atentos a los retrovisores mientras que los dos retenidos permanecían cabizbajos en el asiento trasero con las manos a la espalda, en una postura harto incómoda. El doctor protestó en un par de ocasiones para que les abrieran las esposas, y los policías no respondieron a sus requerimientos. A Javier aquello parecía no interesarle pues mantenía la cabeza entre sus piernas desde que lo arrojaron sin muchos miramientos en el asiento trasero.
El médico se preguntaba quienes podrían ser sus captores, estaba claro que no pertenecían al Cuerpo Nacional de Policía y tampoco parecían árabes; el caso es que la pronunciación de Elorriaga le recordaba a Andalucía.
—¿Quiénes son ustedes?
Los dos hombres se miraron un par de segundos con un brillo irónico en sus ojos, luego regresaron a la carretera. Mantenían el gesto adusto y la mirada concentrada, ambos vestían traje oscuro, Elorriaga, sin embargo, se permitía una nota de color en la corbata.
—¡¿Qué sabe de mi hijo?!
—Aún no es momento de hablar, les están esperando.
—¿Esperando? ¿Quiénes? ¿Qué quieren de mí?
—No necesita más información —insistió Elorriaga.
—Al menos podrían decirnos quienes son.
—No van a responder. Son profesionales —advirtió Javier.
El agente del CNI se había incorporado. A diferencia del médico, exhibía una sonrisa amplia y un gesto despreocupado.
—Son británicos, doctor. ¿No es así?
Los dos individuos hicieron caso omiso.