—Señor, nuestro agente ha establecido contacto.
—¿Y bien? —Respondió escuetamente su jefe.
—Los ingleses también están buscándolo.
—Debemos tener más cuidado a partir de ahora —respondió entornando los ojos para divisar dónde había caído la bola.
Un Lancia de color azul oscuro se detuvo frente a ellos treinta minutos exactos después de la llamada a Madrid. Era un vehículo de emergencia para agentes de servicio. Disponían de decenas de ellos por toda Europa. En el interior del coche encontró ropa, alimentos y una bolsa de lona. El conductor se entretuvo unos minutos a solas con Javier y luego se montó en un vehículo que el médico no vio llegar.
Javier colocó su pulgar derecho en una pantalla retroiluminada del salpicadero y su huella fue reconocida de inmediato, después emprendió la marcha. Ya en la carretera, introdujo la mano bajo su asiento y extrajo un envase refrigerado de aluminio con sándwiches y un par de coca-colas.
Avanzaban despacio. Era mejor no llamar la atención. El médico lo observaba con curiosidad, ciertamente se parecía a David, los dos ofrecían una impresión equivocada a primera vista, como si hubieran decidido ofrecer su imagen más inconsciente, pero indudablemente sólo era apariencia. Cuando contemplaba a Javier veía a su hijo, con la misma pasión en el fondo de sus ojos, con la misma perseverancia. Lástima que no supiera entenderle a tiempo. Tampoco puso él de su parte. Las recriminaciones volvían a sus pensamientos. No sabía si era capaz de perdonarle, y menos aún de perdonarse a sí mismo.
—Quizá podamos aclarar algo.
El médico dio un largo sorbo a su bebida.
—¿A qué te refieres?
—¿Recuerdas a los árabes en aquel jardín?
El médico sonrió.
—¿No iba a hacerlo?
—Grabé algunas palabras.
—¿Cómo que grabaste?
Javier le entregó la lata vacía de coca-cola.
—Cuando estábamos en el césped, activé una grabadora de alta precisión, podía captar mejor que nuestros propios oídos cualquier conversación a cincuenta metros a la redonda. Lamentablemente la perdí en el accidente, por eso tuve que volver al coche. Ya en la casa no hubo tiempo para contarte nada y después..., ya sabes lo que pasó después.
—Sí, ya sé. —El médico suspiró—. Entonces no has podido oír el audio que grabaste, te quitarían todo en la comisaría como a mí.
—Ya no llevaba la grabadora, la destruí.
El doctor Salvatierra se excitó.
—¡¿La destruiste?!
—No te preocupes, las grabadoras que usamos poseen una conexión wi-fi que permite enviar su contenido a un disco duro remoto. Es por seguridad, si te pillan no pueden averiguar qué has conseguido grabar.
El médico asintió. Sabía que sin Javier no habría llegado tan lejos, ¿qué querían los árabes y los británicos? ¿En qué maldito lío se había metido Silvia? ¿Qué tenía que ver en todo esto David?
—Javier, necesito respuestas.
El joven lo miró un segundo y volvió sus ojos a la carretera.
—Mis jefes no aprobarían que te permitiese oír la conversación. Aún así creo que eres la persona con más derecho del mundo a oírla
—Javier calló un momento y se giró hacia el médico. El doctor lo observaba con las retinas empañadas—, por tanto, la vas a oír. No sé si aportará poco o mucho, pero sea lo que sea, tendrás la oportunidad de conocerlo.
—Gracias.
El joven no respondió. Tal vez creía que no era el momento de agradecimientos o quizá le costaba expresar este sentimiento, fuese lo que fuese lo guardó para sí.
—El agente que conducía este automóvil me entregó una nueva grabadora con el audio y, lo que es más importante, con la traducción que han realizado en Madrid.
La grabación comenzaba con unas voces lejanas, eran unos murmullos prácticamente imposibles de interpretar, dos minutos después pudieron captar con suficiente claridad una frase completa: aleyna an nayiduhu fahuwa yuhawil an yaytami' bil-mara' wa bi-majtut ach-chaij, luego el sonido fue decayendo hasta no volver a escuchar más que un bisbiseo sin sentido, más tarde el jadeo de alguien, seguramente Javier corriendo, y unas detonaciones.
—¿Tenemos algo? ¿Crees que nos puede servir?
—Has oído lo mismo que yo. Apenas hay tres o cuatro segundos de conversación. Me parece demasiado poco, pero en fin, quién sabe... —respondió desalentado Javier.
Puso en marcha de nuevo la grabadora. Esta vez no se oyó ningún sonido de fondo, sólo unas palabras en castellano, eran de una mujer, la traductora: Hay que encontrarlo, sabe dónde está la mujer y el manuscrito.
—¿Pero...?
Javier apretó el pedal del acelerador del Lancia.
A Jeff le temblaban las manos a menudo. La ingesta de grandes cantidades de alcohol se convirtió en un buen remedio para soportar las largas noches de vigilia desde el accidente. Esta noche, sin embargo, no necesitaría ningún trago, la sombra que se había asomado a la ventana despertó en su cuerpo la adrenalina que hacía meses no sentía en los músculos. Depositó la botella de güisqui sobre una mesita y volvió a atisbar tras las cortinas, fuera la sombra se había ocultado, permitiendo a la luna recuperar su posición en el firmamento.
Esperó unos minutos a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra de la noche y examinó el jardín con detenimiento. Eran dos los individuos que pretendían acceder a la vivienda, descubrió a uno tumbado entre las azucenas y el otro, aquel que había aparecido como un fantasma delante de la ventana, trataba de mimetizarse con un banco de madera del porche. Ambos vestían de negro, portaban sendas armas automáticas y se deslizaban con precaución, sus voces sonaron como un murmullo apagado en un par de ocasiones, Jeff comprendió que se comunicaban entre sí a través de unos receptores de audio.
El policía examinó las posibilidades de escape, había que desechar las ventanas superiores pues no disponían de escalera de emergencia, y la de la cocina era poco más que un tragaluz, sólo podían escabullirse por la ventana del cuarto donde dormía Alex. Se apartó de la ventana y se dirigió sigilosamente hacia la habitación. Dormía en la cama de su hija. Jeff la encontró sobre las mantas y con la ropa que trajo, el cansancio la venció antes de desvestirse.
El agente de Scotland Yard vaciló. En su mente pugnaban varias ideas, desconocía el trasfondo del asunto, tampoco estaba seguro de que Alex le estuviera diciendo la verdad y había encontrado serios indicios en la Comisaría de que algo grande podría estar detrás de todo esto. Pese a la urgencia de la situación se detuvo a contemplarla, parecía dormir un sueño crispado, sus ojos se movían inquietos tras los párpados, los labios se cerraban en una mueca tensa. Emitió un quejido, y fue como si un grito de desesperación despertara en el silencio del cuarto; Jeff no lo dudó más.
La espabiló con un par de sacudidas bruscas mientras le tapaba la boca con una mano y después le apremió a que se preparase para huir en tanto él retrasaba la entrada de aquellos tipos, pero ella se negó. Quería ver cara a cara a sus perseguidores, despreciaba profundamente el papel de víctima que le habían conferido, así que se plantó y le advirtió que ahora tocaba averiguar qué pretendían. Ese fue el momento en el que el inspector perdió la iniciativa y se dejó remolcar por la autoridad que emanaba de Alex.
—¿Cuánto pueden tardar en entrar? —preguntó al policía.