Caminaban apresuradamente a través de la enmarañada red de conductos existente bajo suelo londinense. El policía también perdía sangre, aunque su herida no parecía grave.
Jeff aprovechó la huida para abandonar su móvil en uno de los túneles, en tanto que Alex se resistía hasta que no contactara con su padre.
—Lo destruiré después de hablar con él. No entiende que nos necesita. Debemos avisarle de lo que está ocurriendo... Seguro que nos aclara el motivo de esta persecución. Si logramos averiguar qué buscan, sabremos a quien dirigirnos para cerrar esta surrealista página de mi vida de una vez.
—Nos encontrarán.
—No puedo hacer otra cosa.
Ya estaba decidido, y el policía comprendía que no había marcha atrás, tendría que solucionarlo cuando llegase el momento, por ahora sólo les quedaba vagar sin rumbo hasta encontrar una escalera que los llevara a cielo abierto.
La oscuridad parecía menos intensa en un pasillo que se abría a la derecha. Probablemente hubiera una salida cerca. A unos cien metros encontraron una escalerilla.
Una vez alcanzada la superficie, lo más urgente era establecer la comunicación con su padre.
—Cuanto más tiempo tenga encima el móvil, más peligro. Haga esa maldita llamada y no hable más de cinco minutos. Ya nos estamos exponiendo demasiado —advirtió el inspector mientras vigilaba en una y otra dirección.
—Sé que tengo que hacerlo. Quizá no sea una buena idea, pero una simple llamada nos puede ahorrar muchas preocupaciones. Estoy convencida de que todo es un error y mi padre lo va a demostrar —aseguraba al tiempo que buscaba en la agenda el contacto.
El teléfono daba señal. Alex dejó que sonara confiada en que de un momento a otro podría oír la voz de su padre, sin embargo el pitido continuaba incesantemente machacando sus oídos sin que nadie al otro lado le ofreciera una explicación. El ulular de las sirenas se mezcló pronto con el zumbido procedente del móvil, en un santiamén se encontrarían acorralados.
Año 997 de la Era Cristiana... Año 387 de la Hégira...
Seis guardias de palacio avanzaban con paso rápido y sostenido por las sofocantes callejas de Bujará. El sol aún no alcanzaba su cenit y ya hacía sentir todo su poder sobre la aceitunada piel de los soldados, que de haber podido hubieran elegido permanecer bajo la sombra del patio porticada de la fresca morada de Nuh Il. Las calles se encogían y fracturaban, formando recovecos, curvas inesperadas y callejones que no conducían a ninguna parte, en un laberinto sucio y amarillento, un color que impregnaba las casas, el suelo, los tejados, hasta las miradas se tornaban ocres por el polvo seco del desierto. A su paso el aire se regodeaba en el golpe sordo de sus pies en la arena y el entrechocar metálico de las cotas de malla y las mazas.
A cuatro millas, en una pequeña chabola de barro crudo del barrio viejo, el joven médico Ibn Sina palpaba el vientre a un enfermo mientras escrutaba cualquier gesto de dolencia en su rostro. La casa, de una sola habitación, no tenía mueble alguno; en el lado más alejado de la puerta, junto a un ventanuco de apenas un codo, varios leños ardían sobre el piso, construido con el mismo material que paredes y techo.
Completada la inspección, el médico tomó el pulso del paciente, le separó con cuidado los párpados y estudió sus globos oculares.
—El-Massihi, prepara una decocción de adormidera blanca, nuez de las Indias y mandrágora.
El ayudante del médico extrajo de una bolsa de piel de cabra tres frascos de barro cocido y un pocillo de arcilla, se remangó la túnica y comenzó la elaboración del preparado. El paciente, tendido sobre una estera de paja, contemplaba al médico, arrodillado a su lado, tratando de averiguar en sus ojos la gravedad del mal que le aquejaba, si bien el médico mantenía un gesto severo y nada aclaratorio.
—¿Tienes ya el mejunje?
—Sí, maestro. —Le respondió el ayudante mientras le tendía una infusión de un color ligeramente amarillento. Aunque El-Massihi era cuatro años mayor que el médico y éste no pasaba de los diecisiete, los conocimientos de Ibn Sina le habían granjeado el reconocimiento y el título de maestro antes incluso de salir de la madraza.
El médico sostuvo la cabeza del enfermo y le dio de beber sorbo a sorbo.
—Hermano mío, calma tu ansiedad, pronto te verás liberado del dolor y volverás a miccionar con soltura —aseguró El-Massihi al arrodillarse junto al enfermo.
Diez minutos más tarde, Ibn Sina buscó el pulso del paciente y comprobó que la infusión ya se había alojado en su cuerpo. El-Massihi tomó la bolsa de los frascos y extrajo un hierro de casi un codo con un mango de madera en la base y un pequeño triángulo en el otro extremo, se acercó al fuego y templó el hierro. Después se lo entregó al médico y éste lo introdujo cautelosamente en el pene del paciente, removiéndolo a medida que se adentraba en el miembro viril.
El-Massihi había asistido a cientos de intervenciones como ésta, y siempre le producía la misma desazón en su propia verga, como si pudiera sentir la irrupción metálica rasgando la carne en su camino.
—Aquí está —dijo Ibn Sina al retirar el instrumento con una diminuta piedra alojada en la punta—. Esto era lo que le impedía la micción —agregó, y, como si la naturaleza quisiera otorgarle la razón, la vejiga del enfermo se deshinchó, vaciando su contenido sin previo aviso.
En ese instante oyeron llamar a la puerta enérgicamente. El médico dirigió a El-Massihi una mirada de interrogación, sin embargo su ayudante se limitó a encoger los hombros. Bajo los insistentes golpes, la madera seguía resonando una y otra vez.
—¡¿Quién será el hijo de camella?! ¡Ve a abrir y échalo a puntapiés! —El joven Ibn Sina no estaba acostumbrado a que le interrumpieran.
El-Massihi se levantó y se precipitó hacia la puerta. Suponía que sería la mujer del enfermo o algún otro vecino en busca del médico, pero al quitar la tranca la puerta se abrió violentamente y seis guardias irrumpieron en la choza. El ayudante trastabilló hacia atrás hasta llegar a la altura del médico, mientras que éste, arrodillado aún junto a su paciente, hurgaba dentro de una bolsa.
—¿Quién es el médico Ibn Sina?
A El-Massihi no le agradaba el aspecto de los soldados. Todo el mundo sabe en Bujará que su presencia no representa nada bueno. Miró de reojo al médico, que seguía de espaldas a los guardias, y después adelantó un pie con indecisión.
Mejor yo que él, pensó.
—¿Qué queréis? —preguntó El-Massihi.
—Vas a venir a palacio —le comunicó el soldado que había preguntado.
Ibn Sina se levantó con mesura, se despojó del delantal que usaba para las operaciones y posó una mano sobre uno de los hombros de su ayudante.
—Gracias hermano. —El-Massihi temblaba—. No hace falta.
—¿Pero quién es el médico? —Dudó el guardia.
Ibn Sina no respondió.
—No va a pasar nada, El-Massihi. Encárgate del paciente. —Su ayudante asintió tímidamente—. Haz un preparado con alheña, nuez de las indias y coloquíntida; ya sabes que está todo en la bolsa aunque yo no encuentre nada nunca.
Después se giró hacia los guardias, y de pronto se detuvo como si hubiera olvidado algo y se dirigió de nuevo a su ayudante.
—Explícale a su parienta que ha de administrarle el preparado al salir el sol durante diez jornadas.
Los soldados se mantenían a la espera blandiendo sus mazas. El médico se volvió hacia ellos.
—¿Para qué me necesitan en palacio?
—¿Eres tú el hijo de Sina?
—¿Para qué me queréis? —Repitió.
El guardia dudó un momento. Seguidamente meneó la cabeza como si no creyera lo que había oído.